domingo, 28 de noviembre de 2010

Un sabio argentino

Por José Luis Muñoz Azpiri (h)

“Vivió en su patria precediendo su época en medio siglo”
Florentino Ameghino
Al hablar de los albores de la ciencia argentina, siempre que sea lícito de hablar de una ciencia “nacional”, pues si hay algo que realmente no tiene patria, eso es la ciencia; la figura de Francisco Javier Muñiz amanece en el firmamento de la República como el verdadero precursor de las ciencias naturales en el territorio rioplatense. Dice José Babini que “la vida de este estudioso autodidacto tiene contornos heroicos: nacido en 1795, a los doce años es herido mientras lucha en la segunda invasión inglesa; ingresa en el Instituto médico-militar, de donde egresa en 1822 y participa como “médico y cirujano principal” en la guerra del Brasil; más tarde actúa en Cepeda donde es malamente herido, y luego en la guerra del Paraguay; muere en 1871 durante la epidemia de fiebre amarilla, que contrae al atender a un enfermo.”,(1) y añade, “aunque Muñiz actuó también después de Caseros como hombre público, profesor y decano de la Facultad de Medicina, su labor científica se desarrolló principalmente durante su permanencia en Chascomús en 1825 y en Luján entre 1828 y 1848”.
Curiosamente, cuando en 1885 Domingo Faustino Sarmiento reunió y publicó los escritos de Muñiz, omitió las principales referencias sobre el quehacer cumplido por el primer naturalista argentino en el período de la Confederación, preocupándose especialmente en silenciar todo indicio que mostrase la filiación federal del personaje. Pero no fue el único caso en la historia de nuestra cultura, ni siquiera en la más reciente.
Francisco Xavier Thomás de la Concepción Muñiz nació en San Isidro (provincia de Buenos Aires) el 21 de diciembre de 1795. Estudió filosofía, latín, física, matemática y medicina.. En 1821 ejerció como médico reconocido por el gobierno en la lejana guarnición de Patagones, distanciada de Buenos Aires por una suerte de “estado-tapón” indígena que recién en 1833, con la “Campaña al Desierto” de Juan Manuel de Rosas, encontraría su ocaso. En 1825, por disposición del general Soler, marchó como cirujano al cantón de Chascomús donde surgió su vocación de paleontólogo, revelando la existencia fósil de un armadillo hallado en las orillas de la laguna homónima. Así inició sus investigaciones sobre mamíferos fósiles pampeanos que llamaron la atención de Charles Darwin, Germán Burmeister y Florentino Ameghino, quién, décadas más tarde, confesó “mis descripciones parecen copiadas de Muñiz.”.
Su labor como médico no fue notable: fue simplemente excepcional para su época. En 1832 la Real Sociedad Jenneriana de Londres le otorgó el grado de socio correspondiente en mérito a sus estudios, dado que había descubierto en los pezones de una vaca el cow-pox antivariólico, marcando un hito en la ciencia médica argentina y ganando para ella desde entonces un prestigio y un reconocimiento a nivel mundial, que solo una obstinación historiográfica partidista intentó silenciar por tratarse de un descubrimiento efectuado en la época de Rosas.
Jenner creía que sólo las vacas de Glowcester tenían el poder de transformadores del virus y que la humedad del terreno era condición para que se manifestara. Según Muñiz tales condiciones no eran esenciales. La eficacia de la vacuna argentina se demostró especialmente en las 1.847 personas que el Dr. Justo García Valdez, administrador de la vacuna en Buenos Aires, vacunó en el año 1841 con material facilitado por Muñiz. El hallazgo argentino fue reconocido por el doctor Juan Epps, director del la Real Sociedad Jenneriana, con un elogio al informe de Muñiz: “El presenta también – decía Epps – una hermosa evidencia corroborativa (respecto a la descripción de La vacuna según se ha presentado en Buenos Aires) de la perfección de la descripción de Jenner: y ofrece además el hecho que la Vejiguilla Vacuna, como toda composición química, tiene la misma constitución atómica, el mismo carácter, en cualquier parte del mundo que se haya presentado”.
Si las epidemias de viruela hacían estragos entre los europeos y sus descendientes, que de alguna manera poseían defensas orgánicas ya sean heredadas biológicamente (los europeos que arribaron a las orillas de América eran portadores naturales de esas defensas porque sus ascendientes sufrieron en carne propia esos flagelos y otros durante los siglos XIV y XV en el Viejo Continente), o por mejor alimentación, en el medio aborigen estas epidemias eran arrasadoramente mortales, ya que no hubo ningún tipo de inmunización anterior y la dieta era de subsistencia (entre los europeos la mortandad llegaba a un 20%, entre los indios un 80%).
Todo esto es por demás conocido, pero no en cambio que la vacunación antivariólica haya llegado a las tolderías. Jorge Oscar Sulé destaca:
“No sabemos con precisión a partir de que fecha se inició la inoculación de la vacuna entre los distintos grupos indígenas. Sí sabemos por el diario “El Lucero” del 4 de enero de 1832 que Rosas recibió una distinción de la Sociedad Real Jenneriana de Londres, institución oficial que tuvo entre sus objetivos la divulgación y propagación de la vacuna antivariólica, el cultivar la memoria del sabio médico Eduardo Jenner que descubrió y perfeccionó el antídoto, como así también distinguir a quienes la promovían.
Dicha institución científica, puso en conocimiento del gobierno de la Confederación Argentina que su gobernador don Juan Manuel de Rosas había sido designado “Miembro Honorario” de esa Sociedad “en obsequio de los grandes servicios que ha rendido a la causa de la Humanidad, introduciendo con el mayor éxito la vacuna entre los indígenas del país”
Si la información de esta distinción llegó al Río de la Plata en enero de 1832 es dable suponer que hacia 1831 o antes la introducción de la vacuna en los medios indígenas ya era una práctica generalizada y un hecho conocido.
Saldías, refiriéndose a una época inmediatamente después del parlamento que Rosas tuvo por el Tandil (circa fines de 1825 y comienzos de 1826), afirma:
“En esas circunstancias se había desarrollado la viruela en algunas tribus. Como resistieran la vacuna, Rosas citó ex profeso a los caciques con sus tribus y se hizo vacunar él mismo. Bastó esto para que los indios en tropel estirasen el brazo, por manera que en manos de un mes recibieron casi todos el virus”.
Es conocida también la información que suministra el embajador inglés en Buenos Aires Sir Woodbine Parisch y que vuelca en su libro “Buenos Aires y las provincias del Río de la Plata”, cuando relata que en uno de los tantos parlamentos efectuados por Rosas en la Chacarita de los Colegiales hacia 1831 suministró la vacuna a muchos indios que integraban la comitiva de caciques pampas y vorogas. Manuel Gálvez, en su obra conocida, asienta un número estimativo de ciento cincuenta vacunados.”
Pero fue la permanencia en Luján, donde Muñiz había sido designado en 1828 como médico por el gobernador Dorrego, cuando se desarrolla la fecunda labor de trabajos paleontológicos, sacando a luz, como dice Babini “el extraordinario mundo fósil sepulto en las barrancas de su río”. Allí reunió, clasificó y estudió abundante material, en el que hay restos de megaterios, mastodontes, elefantes, toxodontes, milodontes y gliptodontes; un material apreciable que en 1841 obsequia al gobernador Rosas, coleccionado en 11 cajas cuyo contenido dio cuenta la Gaceta Mercantil (Ameghino insistirá más tarde que no fue un obsequio, sino un despojo, pues Rosas habría obligado a Muñiz a hacer la pretendida donación). Y Rosas, magnánimo, obsequió dicha colección al almirante francés Juan Enrique José Dupotet – jefe de la escuadra de Francia en el Plata y reemplazante de Leblanc -, lo que ha dado lugar a severas críticas por parte de los antirrosistas. Señala Fermín Chávez:
“Coincidimos con Ivern cuando puntualiza que la entrega de tan valioso material a Francia fue hecha por Rosas, seguramente, con el doble fin de cicatrizar heridas de guerra y de demostrar la capacidad científica argentina a una potencia que nos había creído colonizables. Desde el punto de vista de la ciencia nada se perdió con el obsequio, ya que el envió fue a poder precisamente de la nación que era el principal centro de estudios paleo-óseos, con sabios como Paul Rivet. Si hubo protestas de algunos naturalistas, como Florentino Ameghino, hay que tener en cuenta que de aquel centro científico provinieron las refutaciones a ciertas conclusiones de éste último. Por lo demás nadie se ha roto las vestiduras porque el propio Muñiz ofreciera en venta a Darwin otra colección, o por la donación de el mismo explorador de Luján de otros fósiles a la Academia de Ciencias de Estocolmo, hecha en 1861”.
En el Museo de París, a la sazón el centro de estudios paleontológicos más importante del mundo en ese momento, las piezas fueron estudiadas por Henri Gervais. La otra parte de la colección fue a Londres por mediación de Woodbine Parisch. Muñiz prosiguió con sus trabajos y finalmente depositó, en 1857, sus nuevas colecciones en el Museo Público de Buenos Aires.
Es de tener en cuenta que el marco de la época no era precisamente idílico, con guerras y bloqueos internacionales contra el país (casi dos mil días) y continuos enfrentamientos de dos facciones en pugna. Eran tiempos brutales, no muy diferentes a los actuales, con la diferencia que se actuaba sin hipocresía. Si alguien hubiera propuesto como consigna en alguno de los bandos, algo así como “los argentinos somos derechos y humanos”, se le hubieran descompuesto de risa.
Las batallas entre unitarios y federales solían ser muy cruentas, casi siempre los pocos sobrevivientes del ejército derrotado eran ejecutados, luego se les cortaba la cabeza y se la exhibía como escarmiento. Ambos bandos acostumbraban a castrar a sus enemigos, a cortarles la lengua, las orejas o arrancarles la barba con piel. Mas allá de las exageraciones de los relatos, abundaban las cabezas decapitas enviadas como obsequio, y la pasión por el degüello quedó reflejada en el cancionero federal:
Al que con salvajes
Tenga relación,
La verga y degüello
Por esta traición;
Que el santo sistema
De Federación
Les da a los salvajes
Violín y violón

Es comprensible que en ese clima la tarea de recoger huesos constituía ya no una excentricidad, sino directamente una actividad de lunáticos. En consecuencia, no deberíamos ruborizarnos tanto por la actitud de Rosas, habida cuenta que a lo largo de toda nuestra historia hubo personajes que regalaron el país entero.
Tal vez el descubrimiento paleontológico más importante de Francisco Javier Muñiz fue, según los historiadores de la ciencia, el del “tigre de las pampas”, el tigre fósil por él descrito en 1845, en informe que publicó la Gaceta Mercantil. Se trata de la especie que él llamó Muñifelis Bonaerensis, estudiado también por Kaup, Owen, Lund, Cuvier y Blainville, y que en la actual nomenclatura científica se denomina Smilodon bonaerensis (Muñiz). El entusiasta naturalista recogió cerca de Luján, en 1837, un esqueleto imperfecto de dicha especie. Charles Darwin, al recibir un informe de Muñiz sobre ella, comentó en su respuesta al médico de Luján: “Su espécimen sobre el Muñiz-felis debe ser horrible. Sospecho que será un Machaerodus, del cual hay algunos fragmentos en el Museo Británico, procediendo de las Pampas”.
También encontró Muñiz en Luján huesos de un caballo fósil, bajo el esqueleto de un megaterio. Y otra novedad fue el hallazgo de un árbol fósil en la pampa, que anunció a diversos naturalistas y museos. Las determinaciones del sabio argentino eran exactas, según determinó Germán Burmeister.
En 1833 Darwin pasó por Luján, localidad donde en ese momento residía Muñiz. No se conocieron personalmente, no obstante, más tarde los dos naturalistas mantuvieron una correspondencia científica que inició Darwin al expresar el deseo de poseer mayores informaciones respecto de la “vaca ñata”, curiosa especie doméstica que había observado en sus viajes y que le había interesado vivamente. Muñiz contestó con precisión las preguntas de Darwin y las respuestas fueron utilizadas en la segunda edición del Viaje, así como más adelante en el Origen de las Especies, de 1859.
“Hace algún tiempo – le dice Darwin en carta del 28 de febrero de 1847 – que Ud. tuvo la fineza de mandarme por Mr. E. Lumb algunos informes muy curiosos, y para mí de mucho valor, sobre la vaca Ñata. Agradeceré cualquier otra información sobre cualquiera de los animales domésticos del Plata, como el origen de algunas razas de aves, chanchos, perros, ganados, etc.”. Durante años las comunicaciones entre ambos sabios fueron frecuentes, también le hizo llegar una verdadera curiosidad: la descripción del terremoto que se produjo en la campaña de Buenos Aires el 19 de octubre de 1845, “extraordinario fenómeno de nuestras pampas” como lo llamó Muñiz. Con el título de Descripción del fenómeno y teoría relativa, apareció dicho trabajo en La Gaceta Mercantil del 26 de febrero de 1846. Su autor observó que ella “podría servir algún día de apéndice a la Historia Física del país”.
Por esa época Muñiz dio fin a sus Apuntes topográficos del territorio y adyacencias del Departamento del Centro de la Provincia de Buenos Aires, con algunas referencias a los demás de su campaña, con datos interesante sobre la geología, la geografía, la etnografía y la medicina social. Respecto a las observaciones geológicas sobre la formación pampeana, confesaría más tarde Ameghino: “Mis descripciones, demostrando que los mamíferos extinguidos quedaron sepultados en el barro de antiguas lagunas, perecen copiadas de Muñiz. Es que ambos, con cuarenta años de intervalo, hemos escrito sobre el terreno, con el cuerpo del delito a la vista, que da siempre una idea distinta de la que se hace el sabio desde el bufete. En el mismo caso se encuentran muchas otras observaciones de Muñiz exactísimas, pero que sólo se conocen desde un cortísimo número de años.”
En realidad, existe un discurso subyacente en la obra de Muñiz: la ciencia concebida como articulación entre la labor política y la tarea de imaginar una nación. Ya desde principios de la emancipación surge la necesidad de conformar un discurso, una literatura fundacional, que superara la crisis cultural producida por la expulsión de los jesuitas, primero, y por el fraccionamiento del espacio colonial, después. Se impone la obligación de construir un universo simbólico centrado en el espacio, y en ello, adquiere particular importancia el elemento telúrico, el paisaje, en particular “la pampa se convierte en proverbial escenario para el nacimiento del orden nuevo de la nación”.
Alejandro Kohl, en una acertadísima interpretación de este período fundacional, resalta el verdadero propósito de Muñiz: “La intencionalidad a todos los escritos es poner de manifiesto la existencia de la nación Argentina. Para ello, el autor apela de diferentes modos a la reivindicación de lo autóctono y, en especial, al estudio de la naturaleza. Se trata de una naturaleza concebida como terruño, como suelo propio; sus descripciones y comparaciones buscan, en última instancia, resaltar los tesoros naturales existentes en el propio suelo. Esa simbología consagra el espacio por medio de la elaboración de una concepción cosmogónica de la nación, en que realidad se funda con lo natural. El gaucho representa aquí una figura subsidiaria del paisaje, cuya presencia reafirma ciertos aspectos entrañables del suelo patrio”.
Esta necesidad de destacar la singularidad de la nación, a partir de detallas descripciones del entorno natural, se expresa claramente en un trabajo de 1848, publicado en La Gaceta Mercantil, en varias entregas: El ñandú o avestruz americano, estudio exhaustivo y, al decir de Fermín Chávez “verdadera joya de fresco estilo hipocrático”, en que nuestro animalito es objeto de toda suerte de minuciosas observaciones. Sus abundantes descripciones se encuentran enriquecidas por un tono de polémica permanente, debido a las comparaciones con animales similares de otras latitudes, mostrando en cada caso algún elemento distintivo de la fauna local o, lisa y llanamente, su superioridad.
Incluye los antecedentes de una campería en las pampas bonaerenses y un estudio sobre la salubridad de la carne de ñandú, y sus preparaciones. (Actualmente, en los mejores restoranes de Buenos Aires, es consumida por el turismo como una delikatessen autóctona). En el capítulo que dedica a la domesticidad del Struthio Americanus de Linneo propone la cría y conservación de la especie, luego de dar la razón de su escasez, que no era otra que las “boleadas” o cacería mediante el empleo de boleadoras.
Esta arraigada costumbre campera fue el origen de numerosas calamidades, como la quemazón de campo, como modo de enviar una señal convenida de antemano. Esta práctica adquiría proporciones de verdadero peligro cuando, por cualquier circunstancia imprevista, sobretodo por el cambio de la orientación del viento, el incendio alcanzaba una extensión considerable. Al mismo tiempo las corridas desenfrenadas de aquel gran número de jinetes, provocaban inquietud y el alboroto de las haciendas, tal vez aquerenciadas con el trabajo de años en campos que todavía no conocían el alambre. De ahí las disparadas, desplazamientos y entreveros de animales de distintos dueños, cuyo necesario ordenamiento posterior era motivo de grandes trabajos que ocupaban bastantes días de hombres y caballos. Por eso las autoridades, tanto por el requerimiento de los propietarios rurales como por la evidencia que la extinción de la especie significaba privar a la provincia de una fuente de riqueza, dictaron varias disposiciones represivas.
Si por su ciencia Muñiz fue universal, por sus creencias es resueltamente local. El lenguaje de lo autóctono, la lengua gauchesca entendida como proceso de regionalización de la cultura, también será estudiada por nuestro autor. En 1848 tenía Muñiz ya reunido el léxico gaucho, producto de su permanente y largo contacto con el habitante de la campaña: una especie de apéndice al diccionario de la lengua, que tituló Voces usadas con generalidad en las Repúblicas del Plata, la Argentina y la Oriental del Uruguay. En este léxico Muñiz definía las siguientes palabras: Abajera, Amadrinarse, Aparte, Bagual, Batea, Bocado, Bolas, Boleadora, Botas de Potro, Cascarrias, Chapín, Charque, Chiripá, Gaucho, Gauchipolítico, Horquilla, Madrina, Manga, Mangrullo, Orejano, Ovejero, Pasajero, Palenque, Palo a Pique, Parejero, Payar, Rancho, Recado, Redomón, Rodeo, Tambo, Tapera, Tirador, Tientos, Trajinar, Vichador, Vizcachera y Yaguané.
Finalmente, es de destacar un trabajo de particular significado escrito circa 1822, su Noticia sobre las islas del Paraná, que Muñiz recorrió probablemente hacia 1822, publicado recién en 1925, con un mapa que parece también pertenecerle y que sería también el primer mapa especial sobre esas islas. Aparte de las descripciones arqueológicas que contiene, en él consigna su fauna y su flora y destaca que tales islas estaban todavía pobladas por animales feroces. Habla de nogales, naranjos, yerba mate y lugares “muy propicios para el cultivo del arroz”. Lamentablemente, hasta el momento se dan como perdidos o extraviados textos suyos con descripciones de las polvaredas de 1832 y de las inundaciones de Luján en 1838, así como también estudios sobre el cólera y la fiebre amarilla. Quiera Dios que alguna vez aparezcan en algún anaquel perdido de un archivo o biblioteca pública o en el remate de una colección privada.
Francisco Javier Muñiz enalteció la incipiente ciencia argentina con su curiosidad omnívora y con la rigurosidad de su trabajo; con él, el territorio de la república adquirió una nueva dimensión. Su actividad creadora, su dimensión científica, se desarrollaron estrechamente con las necesidades y características del medio ambiente que lo rodeó. Fue el primer sabio que, mediante acertadas observaciones y conclusiones, dio respuestas concretas a los arcanos de la pampa.

(1)No fue hasta 1927 que, gracias al científico cubano Carlos Finlay, se supo que el agente transmisor de la fiebre amarilla era el mosquito Aedes aegypti. En el siglo XIX, este desconocimiento llevó a creer a los médicos que la enfermedad se contagiaba por las miasmas o vapores que emanaban de los cuerpos de los muertos. Más precisamente, en la epidemia de fiebre amarilla que azotó Buenos Aires en 1871, creían que los vectores eran los inmigrantes italianos. Las minorías suelen ser inculpadas en estos casos cuando se ignoran las causas de este tipo de fenómenos, tal como sucedió en el Medioevo con las comunidades árabes y judías que, dado sus hábitos higiénicos prescriptos en el ritual religioso, eran menos propensos que los europeos para contraer males como la “peste negra”, que azoló a Europa. En Buenos Aires, en tan solo seis meses, murieron 14.000 personas sobre una población estimada en 200.000 habitantes, aproximadamente. Según los historiadores, la fecha de iniciación de la epidemia fue el 27 de enero de 1871 con tres casos identificados por el Consejo de Higiene Pública de San Telmo. Debido a esto, las personas de clase adinerada que antes vivían en ese barrio, se mudaron hacia el norte de la ciudad, por lo que San Telmo fue tomado por los inmigrantes italianos y españoles. La gran cantidad de muertos devino en la creación del cementerio de la Chacarita, ya que el llamado Cementerio del Sur no daba abasto. Hay muchas teorías sobre por qué se dio esa epidemia en Buenos Aires, pero la principal es que la ciudad avanzaba hacia una mayor urbanización y el hacinamiento de personas y la poca limpieza fueron la perfecta combinación para que el mosquito se reprodujera y contagiara de fiebre amarilla a la población.

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