sábado, 30 de enero de 2021

Mariano Acha

 Por el Prof. Jbismarck

Era hijo de Nicolás Antonio de Acha y de Juana Ventura Salomón y Ramírez.  En 1818 era alférez del Regimiento de Dragones de la Patria. Participó en los combates de Cepeda y Arroyo del Medio contra los caudillos federales, y cayó prisionero en la batalla de Gamonal (1820). Era sargento mayor en 1828, cuando el gobernador Manuel Dorrego se refugió en el fuerte de Salto, después de la derrota de Navarro. Acha y su jefe, el coronel Bernardino Escribano, tomaron presos a su superior, el coronel Ángel Pacheco y también a Dorrego, a quien envió al campamento de Juan Lavalle. Aunque no tuvo participación en su fusilamiento, seguramente sabía de antemano que sería fusilado. Lavalle lo ascendió a coronel de caballería por este "mérito".  Tras la derrota unitaria en Buenos Aires, se dirigió a Córdoba para unirse a las fuerzas de José María Paz, comandante militar de la Liga del Interior. Participó en las batallas de La Tablada y Oncativo.  Tras la captura del general Paz, se retiró con Lamadrid hacia el norte, donde después de derrotar a los hermanos Reynafé, combatió en las derrotas de Capayán y La Ciudadela. Finalmente emigró a Bolivia.  

Había regresado y se hallaba en Tucumán, en 1840, al formarse la Coalición del Norte contra Juan Manuel de Rosas, a la que se adhirió, incorporándose a las fuerzas del gobernador salteño Manuel Solá. Éste le confió la organización y adiestramiento de los contingentes que se formaban en su provincia, donde no había oficiales capaces, al menos en el bando unitario. Atacó al caudillo Juan Felipe Ibarra en Santiago del Estero, pero éste lo venció con su táctica favorita de "tierra arrasada".   Tras unirse a las fuerzas de Lavalle y Lamadrid, éstos lo mandaron a invadir por segunda vez Santiago del Estero. Pero le fue peor aún, porque desertó la mayor parte de sus fuerzas. Con lo que le quedaba pasó a La Rioja, donde fue derrotado en Machigasta (1841) por José Félix Aldao. Catamarca y La Rioja cayeron en manos de los caudillos federales, y Acha huyó a Tucumán.   Allí se unió al ejército del general Lamadrid en la marcha hacia Cuyo, como jefe de su vanguardia. Derrotó a las fuerzas de Nazario Benavidez primero y a las de José Félix Aldao después en Angaco — a las puertas de la ciudad de San Juan — el 16 de agosto de 1841, en la batalla más sangrienta de las guerras civiles argentinas.  Pero enseguida malogró el éxito, olvidándose de las fuerzas que aún tenía el gobernador Benavidez, que lo atacó poco después en la llamada Batalla de La Chacarilla. No tuvo Acha más remedio, previo un consejo de guerra con el mayor Agüero, capitán Viera y teniente Martínez, que reconcentrar sus fuerzas en las torres de la Catedral de San Juan.

Por fin, el mayor Gallardo, a la cabeza de 24 infantes, y el teniente Moreno, con 40 Jinetes, penetran en la plaza y se apoderan de los cañones unitarios, que Acha no tuvo tiempo de clavar. Benavidez le hace intimar rendición por medio del coronel Ramírez, pero ante la contestación soberbia del jefe unitario, hizo enfilar los cañones contra la iglesia y principió a derribar la torre.  Habría sido entonces insensatez el no rendirse. Acha levantó la bandera de parlamento; pero al oficial que le pedía su espada, dijo : “Vuelva Vd. donde está su superior y dígale de mi parte que si Mariano Acha ha sido vencido, en la derrota no ha perdido ni su rango ni su dignidad, y que su espada no será entregada sino a su igual”. La capitulación fué, pues, hecha vino Benavidez en persona, subió a la torre, donde se hallaba Acha, recibió su espada, lo tomó del brazo y lo condujo a su propia casa. Este quedó preso en la propia casa del vencedor. Junto con el general Acha cayeron prisioneros el coronel Crisóstomo Alvarez — postrado en cama, — los comandantes Ciríaco Lamadrid, el hijo mimado del caudillo militar, y Rufino Ortega.  Tal fué la acción de San Juan, perdida por Acha, debido a su incalificable falta de disciplina y a los celos personales con Lamadrid.  Oribe llamaba .socarronamente a Lamadrid “general de vidalitas”; era, por lo menos,, Un “libertador” algo singular, pues, cómo los condottieri de los tiempos medios italianos, parecía preferir se perdiera la causa que representaba, cuando la casualidad no le deparaba el papel prominente.

El vencedor de San Juan era un hombre generoso. Hasta sus mismos enemigos lo han reconocido su carácter era bondadoso, dúctil. Durante su larga dominación en San Juan, “la provincia no fue ensangrentada, y sirvió de refugio en muchos casos; había paz y tranquilidad” Los recuerdos que se conservan de Benavides son tan gratos, que contrastan con las épocas “civilizadas” posteriores, como la de Sarmiento. 

Nada tiene de extraño que concediera a los rendidos la capitulación con garantía de la vida  y que mereciera estas palabras en una comunicación oficial del mismo Lamadrid: “El general Acha, el capitán Ciríaco Lamadrid, que fue el último en deponer su espada, y algunos otros oficiales, existen hoy prisioneros en poder del señor Benavidez; este general los trata hasta hoy con una generosidad no acostumbrada”.  Por otra parte, no hay que olvidar que Benavidez no era más que un jefe divisionario del “ejército de Cuyo”, que mandaba en jefe el general Aldao, por eso su primer medida fue, remitir los prisioneros importantes directamente a Aldao. ¿Podía acaso ignorar que Aldao, despechado por su reciente y vergonzosa derrota, irritado con la conducta demasiado autónoma de su subalterno, dejaría de aprovechar la oportunidad de vengarse de su vencedor y, a la vez, desautorizar a su segundo, desconociendo la capitulación y disponiendo de los prisioneros como rendidos a discreción? Era difícil que Benavides pudiese abrigar esa duda: tan es así, que remitió a Aldao sólo parte de sus prisioneros (Acha y otros), prefirió dejar en San Juan los que más estimaba (Crisóstomo Alvarez, Vieira y otros) y conservó consigo algunos que deseaba salvar (Ciríaco Lamadrid y otros).

Benavidez remitió, pues, la plana mayor rendida, pero con una escolta reducida, mandada por el comandante Fonfrías, a fin de que la entregase a Aldao, como general en jefe del ejército de Cuyo, del cual él no era sino segundo. El general Lamadrid entró a San Juan el día 24; encontró allí la familia de Benavidez y la tomó prisionera de guerra, en calidad de rehenes, haciendo que la señora escribiera una carta a su marido, para que entregara a Acha y el hijo de Lamadrid. en cambio de su familia. Pero Benavides contestó que “no canjeaba prisioneros de guerra por mujeres y niños inocentes” Lamadrid demoró aun tres días en San Juan, para mandar al comandante Peñaloza, con la mira de rescatar los prisioneros, que llevaban una marcha anticipada de dos días. Pero Lamadrid, tranquilo respecto de la suerte de su hijo Ciriaco, que quedó con Benavidez, pareció no preocuparse mayormente de Acha y sus acompañantes ... Se llega aquí al nexo del problema histórico estudiado.

El día 15 de septiembre de 1841 cerca de la localidad puntana de Posta de Cabra el teniente Marín, por órdenes de José Félix Aldao, hizo poner de rodillas al general Acha y le disparó por la espalda, castigo destinado a los traidores ya que le imputaban tal calidad por haber entregado al gobernador Manuel Dorrego a Juan Lavalle quien lo ejecutó en 1828.  Ya muerto Acha le cortaron la cabeza y la colocaron en la punta de una pica, exponiéndola.   Nazario Benavídez afianzó su prestigio militar y su poder político en todo Cuyo transformándose en el hombre más respetado y temido de la década que comenzaba.  Al día siguiente, 16, Pacheco comunicaba el hecho a Rosas, desde su campamento del Desaguadero. Y desde entonces los unitarios le atribuyeron el hecho….Indudablemente, Rosas no podía mirar con ojos simpáticos a Acha, causante inmediato de la tragedia de Navarro, trece años antes, cuando, siendo oficial del cuerpo que escoltaba a Dorrego, sublevó A los soldados, traicionó a sus jefes y entregó maniatado al mártir, para que se cometiera el funesto error de sacrificarlo. De ahí habían nacido las guerras civiles que ensangrentaban a la confederación, y era natural que al gobierno no le pareciera un prisionero común el amotinado de 1828.


viernes, 29 de enero de 2021

Gregorio Aráoz de Lamadrid

 Por Ernesto Quesada

La entrevista de Catamarca es el punto culminante de la cruzada unitaria de 1841. La estrella de Lavalle se undía ya en el ocaso: su brillo iba apagándose, se acercaba la hora fatídica de Jujuy. Lamadrid, por el contrario, se agiganta, llena el escenario, asombra a sus enemigos, y juega con el general Pacheco aquella terrible partida de ajedrez que terminó con el jaque mate de Rodeo del Medio.  Estaba entonces Lamadrid en su apogeo. Su nombre, que había tenido eco mágico en la historia de la revolución argentina, durante la épica lucha de la independencia, resonaba ahora en todos los ámbitos de la república como la trompa de Rolando en Roncesvalles, agigantando su figura en medio de aquella cruen­ta y apasionada guerra civil. Era Lamadrid una figura legenda­ria, y sus proezas de valor fabuloso durante las campañas del Alto Perú, como sus combates durante el período de las convul­siones internas, le habían conquistado con justicia la fama de un héroe. No puede decirse de él que fuera político de alcances, ni militar genial; era sólo un Murat criollo, hombre que jamás conoció el miedo, soldado de un arrojo fantástico, guerrillero incomparable, con su cuerpo acribillado de heridas y con su ánimo siempre fogoso, que lo lanzaba ciegamente al entrevero de un combate, sin calcular el número de sus enemigos y sin acordarse de las fuerzas que mandaba. Había nacido para la batalla, y sólo estaba en su elemento cuando peleaba cuerpo a cuerpo, como los semidioses mitológicos. Parecía un rezago de la edad media, un retoño de aquellos famosos varones del “reinado del puño”, que fiaban todo a su brazo y a su audacia; nada calculaba, ni jamás preveía la posibilidad de ser vencido: hasta se asombraba inge­nuamente de no resultar siempre vencedor; nada le arredraba, todo le parecía fácil, mientras blandiera una lanza y tuviera a su frente un adversario. En la batalla se transfiguraba: se olvidaba del mando, sólo veía la pelea, y se lanzaba bravio a derribar con su espada de sublime Quijote a los que osaban resistirle; mien­tras fué un simple oficial, nadie igualó sus méritos ni sobrepasó sus hazañas: era la encarnación misma del denuedo y del coraje; apenas tuvo mando, sus desaciertos fueron sin cuento, porque provenían de sus cualidades mismas: había nacido para combatir, no para dirigir. Cuando el andar del tiempo haya borrado el recuerdo de sus errores, su figura se agigantará y será, sin duda, el héroe por excelencia de las tradiciones populares, el paladín guerrero de una epopeya homérica, cuyas acciones parecerán in­creíbles, más exageradas todavía que las que puede inventar la exaltada fantasía de las leyendas nacionales ; ninguno de nues­tros guerreros puede comparársele, de ese punto de vista; ningu­no le disputará el primer puesto en la fama; las generaciones venideras lo aclamarán como el prototipo del valor argentino. Indomable era su energía, y su coraje no conoció límites: los años no hicieron mella en él; soldado a la edad en que los niños están aun en el regazo materno, era siempre el mismo soldado cuando el peso de los años pudo solo disputarle a la vida, entre­gando a la muerte un cráneo tan cubierto de cicatrices que pasará a la historia como un fenómeno singular. No había tenido escuela, ni sabía de la táctica sino lo que su larga experiencia le impedía ignorar: verdad es que no desconocía la eficacia de la artillería ni el poder de la infantería, pero para él el arma favorita era la lanza, y se arrojaba al frente de sus falanges históricas, arro­llando todo a su paso, levantando con las picas a los infantes, clavando de a caballo los cañones y penetrando en los cuadros enemigos como el huracán impetuoso, que hiende y destroza los tupidos cañaverales: el paso de sus lanzas lo marcaba el tendal de cadáveres y la nube de los fugitivos. Y abandonado a la carrera desenfrenada de los potros de la pampa, atravesaba las líneas enemigas, volvía y revolvía sus escuadrones sobre los ba­tallones más o menos disciplinados del contrario, y pasaba por sobre el campo de batalla como un Atila moderno, no dejando crecer pasto donde pisaban los cascos de sus corceles. Su fisono­mía misma era característica: nervioso hasta el extremo, ágil y vigoroso, poseía un físico de acero que desafiaba las fatigas y las privaciones: centauro incomparable, fatigaba a los gauchos más sufridos con sus marchas rápidas como el rayo, para sor­prender al enemigo, que miraba sus apariciones temibles como un azote del cielo. 

En los momentos en que dejaba a Catamarea para inter­narse en la Rio ja y emprender la ruidosa y última campaña de Cuyo,, era sin duda el mismo Lamadrid de la acción incomparable de Tambo Nuevo, pero quizá no era el Lamadrid que pasará a la leyenda, que ha de amar representárselo joven, fogoso, vi­brante, arremetiendo con un puñado de hombres á ejércitos en­teros — y saliendo victorioso. Se comprende, pues, sin esfuerzo que, al conocer el avance de Lamadrid, Aldao se sobrecogiera de temor y enviara a Oribe carta tras carta, solicitando ayuda, rogándole viniera él mismo y se lanzara a retaguardia del invasor 

El general Oribe se dio perfecta cuenta dé la extraordinaria gravedad de la situación. Pero ambicionada medirse con Lavalle, y perseguir a Lamadrid habría sido abandonar a aquél. Escogió entonces el mejor de sus jefes, y envió á Cuyo al general Pacheco.  El “presidente” Oribe nunca miró con buenos ojos al gene­ral Pacheco; los laureles que éste le arrebatara en el Quebracho Herrado, decidiendo la batalla con su caballería, lo llevaron a Oribe a incomodar a Pacheco con hostilidades míseras que lo indujeron a éste a renunciar a su mando (67). Pero Rosas no podía tolerar semejante cosa, y fué necesario someterse a las exigencias de la situación y soportar en silencio los efectos de la malevolencia y de la encubierta envidia del “presidente” Oribe. Porque Pacheco era el primer oficial de la confederación, y Rosas lo sabía muy bien: era el único tal vez a quien este manda­tario respetaba.