viernes, 25 de febrero de 2011

La Historia Oficial y la Historia

Por Ernesto Palacio

Los profesores de historia argentina en los establecimientos oficiales advierten desde hace años, un fenómeno perturbador: la indiferencia cada vez mayor de los alumnos ante las nociones que se le imparten. Es inútil que aquellos engolen la voz, es inútil que apelen al patriotismo y pretendan comunicar a los oyentes un entusiasmo que juzgan saludable por las virtudes de Rivadavia y de Sarmiento: consiguen, a los sumo, un “succés d’ estime”. La historia que dictan NO INTERESA, interesa cada vez menos a la población escolar. Este es el hecho indiscutible, que suele atribuirse corrientemente a la influencia de doctrinas exóticas o al origen extranjero de gran parte de los estudiantes. “¡Hay que apretarles las clavijas a estos hijos de gringos!” he oído exclamar de buena fe a un pedagogo, mientras aplicaba la represalia del aplazo. Esto no mejora las cosas. El fenómeno no sólo subsiste, sino que se agrava. Si se tiene en cuenta que los estudiantes de historia argentina cursan el cuarto año y son ya adolescentes con capacidad para razonar; si se tiene en cuenta que esa es la edad en que la personalidad se forma y se definen las vocaciones, dicha indiferencia adquiere importancia excepcional. La interpretación xenófoba, con sus consecuencias de solapada guerra civil, no puede satisfacernos. No es verdad que nuestros muchachos, cualquiera sea su origen, se desinteresen por las cosas que atañen a la patria. Están, por el contrario, ávidos de verdades útiles y son sensibles a todas las influencias inteligentes y generosas. ¡Hay que ver la atención apasionada con que siguen, por ejemplo, cualquier explicación leal sobre nuestros problemas vitales de nuestro comercio exterior! Aquí toda indiferencia desaparece y la preocupación patriótica se advierte en la expresión reconcentrada, en la contracción de los músculos, en los gestos nerviosos, alusivos a la urgencia de los grandes remedios. Si dicha indiferencia no puede atribuirse a la causa alegada, es indudable que debe achacarse a la materia misma, tal como hoy se dicta. Sabido es que, aparte de la guerra de la independencia, enseñada con acento antiespañolista, los motivos de exaltación que ofrecen nuestros manuales son la Asamblea del año XIII, con sus reformas ¡liberales!, el gobierno de Martín Rodríguez, la Asociación de Mayo ¡tan intelectual!, las campañas “libertadoras” de Lavalle, Caseros y –gloriosa coronación- las presidencias de Sarmiento y Avellaneda. Cuestiones de límites, no las hemos tenido; somos pacifistas. Guerra con Bolivia; pero ¿hubo tal guerra? En cuanto a la frontera oriental, es obvio que el Brasil sólo se ha ocupado de favorecernos, y que si alguna dificultad tuvimos, fue por culpa del “bárbaro” Artigas…Los alumnos se aburren mortalmente; no “le encuentran la vuelta a todo eso”. La historia. argentina, “telle qu’on la parte”, no conserva ningún elemento estimulante, ninguna enseñanza actual. Los argumentos heredados para exaltar a unos y condenar a otros han perdido toda eficacia. Nada nos dicen frente a los problemas urgentes que la actualidad nos plantea.
Historia convencional, escrita para servir propósitos políticos ya perimidos, huele a cosa muerta para la inteligencia de las nuevas generaciones. El trabajo de restauración de la verdad, proseguido con entusiasmo por un grupo cada vez mayor de estudiosos, no ha llegado a conmover la versión oficial, que pronto se solemnizará en una veintena de volúmenes bajo la dirección del doctor Ricardo Levene. Será sin duda un monumento; pero un monumento sepulcral que encerrará un cadáver. No es posible obstinarse contra el espíritu de los tiempos. Ante el empeño de enseñar una historia dogmática, fundada en dogmas que ya nadie acepta, las nuevas generaciones han resuelto no estudiar historia, simplemente. Con lo que ya llevamos algo ganado. Nadie sabe historia, ni 1a verdadera ni la oficial. No hay un abogado, un médico, un ingeniero que (salvo casos de vocación especial) sepan historia. Y es porque, en las lecciones que recibieron, sospechan confusamente la existencia de una enorme mistificación.
No entraré a considerar las causas que dieron origen a lo que llamo versión oficial de nuestra historia ni la legitimidad de la misma, porque ello nos llevaría a enfrentarnos con los problemas fundamentales del conocimiento histórico. Diré solamente que dicha versión no se ha independizado, que sigue siendo tributaria de la escrita por los vencedores de Caseros, en una época en que se creía que el mundo marchaba, sin perturbaciones, hacia la felicidad universal bajo la égida del liberalismo y en que no sospechaban los conflictos que acarrearía la revolución industrial, ni la expansión del capitalismo, ni la lucha de clases, ni el fascismo, ni el comunismo. Impuesta por Mitre y por López tiene ahora por paladín al arriba citado doctor Levene, lo que, en mi entender, es altamente significativo. Fraguada para servir los intereses de un partido dentro del país, llenó la misión a que se la destinaba; fué el antecedente y la justificación de la acción política de nuestras oligarquías gobernantes, o sea, el partido de la “civilización”. No se trataba de ser independientes, fuertes y dignos; se trataba de ser civilizados. No se trataba de hacernos, en cualquier forma, dueños de nuestro destino, sino de seguir dócilmente las huellas de Europa. No de imponernos, sino de someternos. No de ser heroicos, sino de ser ricos. No de ser una gran nación sino una colonia próspera. No de crear una cultura propia, sino de copiar la ajena. No de poseer nuestras industrias, nuestro comercio, nuestros navíos, sino entregarlo todo al extranjero y fundar, en cambio, muchas escuelas primarias donde se enseñara, precisamente que había que recurrir a ese expediente para suplir nuestra propia incapacidad. Y muchas Universidades, donde se profesara como dogma que el capital es intangible y que el Estado (sobre todo, el argentino) es “mal administrador”. Era natural que, para imponer esas doctrinas, no bastara con falsificar los hechos históricos. Fue necesario subvertir también la jerarquía de los valores morales y políticos . Se sostuvo, con Alberdi, que no precisábamos héroes, por ser éstos un resabio de barbarie, y que nos serían más útiles los industriales y hasta los caballeros de industria; y que la libertad interna (¡sobre todo para el comercio!) era un bien superior a 1a independencia con respecto al extranjero. Se exaltó al prócer de levita frente a1 caudillo de lanza; al civilizador frente al “bárbaro”. Y todo esto se tradujo a la larga en la veneración del abogado como tipo representativo, y en la dominación efectiva de quienes contrataban al abogado. Con este bagaje y sus consecuencias –un pacifismo sentimental y quimérico, un acentuado complejo de inferioridad nacional- nos encontramos ante un mundo en que todos estos principios han fracasado. La solidaridad universal por el intercambio, que postulaba el liberalismo, se ha roto definitivamente. Vivimos tiempos duros. El imperialismo del soborno ha sido suplantado por el imperialismo de presa. Hay que ser, o perecer. ¿Cómo no van a sonar a hueco los dogmas oficiales? ¿Cómo pretender que nuestros jóvenes se entusiasmen con una “enfiteusis” u otra genialidad por el estilo, cuando les está golpeando los ojos 1a realidad política de una crisis mundial, con surgimiento y caída de imperios? Es la angustia por nuestro destino inmediato lo que explica el actual renacimiento de los estudios históricos en nuestro país, con su consecuencia natural: la exaltación de Rosas. Frente a las doctrinas de descastamiento, un anhelo de autenticidad; frente a las doctrinas de entrega, una voluntad de autonomía; frente al escepticismo, que niega las propias virtudes para simular las ajenas, una gran fe en nuestro pueblo y en sus posibilidades. Las condiciones del mundo actual demuestran que Rosas tenía razón y que las soluciones de nuestro futuro se encontrarán en los principios que él defendió hasta el heroísmo, y no en los principios de sus adversarios, que nos han traído al pantano moral en que hoy estamos hundidos hasta el eje. Basta lo dicho para expresar que la nuestra no es una posición simplemente “historiográfica” y que nos interesan muy poco los pleitos por galletita más o menos que puede plantear un doctor Dellepiane. Los hechos son conocidos y en este terreno la batalla ha sido totalmente ganada con los trabajos de Saldías, Quesada, Ibarguren, Molinari, Font Ezcurra etc., que han puesto en descubierto la mistificación unitaria. Lo más importante, reside hoy, a mi entender, en la interpretación y valorización de los hechos ciertos, en la forma realizada por algunos de los citados y, principalmente, por Julio Irazusta en su breve pero admirable “Ensayo”. Nadie niega que Rosas defendió la integridad y la independencia de la República. Nadie niega que esa lucha fue una lucha desigual y heroica y que terminó con un triunfo para 1a patria. Nadie niega que durante las dos décadas de su dominación, debió resistir a la presión externa aliada con la traición interna y que, cuando cayó, había ya una nación argentina. Contra estos altos méritos sólo se invocan objeciones “ideológcas”, promovidas por los “speculatists" que, al decir de Burke, pretenden adecuar la realidad a sus teorías y cuyas objeciones son tan válidas contra el peor como contra el mejor gobierno, “porque no hacen cuestión de eficacia, sino de competencia y de título”. (1). Frente a tal actitud, que implica -repito- una subversión de valores, se impone previamente una restauración de los valores menospreciados. Si fuera mejor, como opinaba Alberdi, la libertad interna que 1a independencia nacional; si fuera moralmente más sana la codicia que el heroísmo; si fuera más deseable la utilidad que el honor; si fuera más glorioso fundar escuelas que fundar una patria, tendría razón la historia oficial. Pero la filosofía política y la experiencia secular nos enseñan que los pueblos que pierden la independencia pierden también las libertades; que los pueblos que pierden el honor pierden también el provecho. Esto lo sabemos bien los argentinos. ¿Cómo no habríamos de volver los ojos angustiados al recuerdo del Restaurador? Rosas representa el honor, la unidad, la independencia de la patria. Mirada a la luz de principios razonables, la historia argentina nos muestra tres fechas crucia1es: 1810; el año 20 que vió la reacción armada contra la tentativa colonizadora a base del príncipe de Luca, y la resistencia de Rosas contra una empresa análoga, pero mas peligrosa. Si después del 53 seguimos siendo una nación, a Rosas se lo debemos, a la unión que se remachó durante su dictadura y que la ulterior tentativa secesionista no logro quebrar. Esto lo han reconocido hasta sus peones enemigos, empezando por el mismo Sarmiento. Siendo así ¿cómo no guardarle gratitud, cómo no admirar su grandeza? Yo creo que ésta es evidente y que quienes no la perciben padecen de incapacidad para percibir la grandeza en general y permanecerían igualmente impasibles -salvo su sometimiento pasivo al juicio heredado- ante la de un Bismarck o un Cronwell. Prueba de ello es que no pasa inadvertida a los observadores extranjeros que se asoman a nuestra historia, como ocurre con el mejicano Carlos Pereyra y con el alemán Oswald Spengler. La grandeza de Rosas pertenece al mismo orden que la reconocida por Carlyle a Federico II de Prusia, quien “ahorrando sus hombres y su pólvora, defendió a una pequeña Prusia contra toda Europa, año tras año durante siete años, hasta que Europa se cansó y abandonó la empresa como imposible” (2). Alemania le levanta estatuas a su héroe en todas las ciudades. Por eso es grande Alemania. Nosotros lo proscribimos al nuestro y tratamos de proscribir también su memoria, mientras les erigimos monumentos a quienes entregaron fracciones del territorio nacional y nos impusieron un estatuto de factoría. Porque era ¡un tirano!... Es decir, porque tuvo que sacrificar toda su energía y desplegar el máximo de su autoridad para salvar a la patria en el momento más crítico de su historia; porque persiguió como debía a quienes se empeñaban en fraccionar el territorio, y no obtuvo otro premio que la satisfacción de haber cumplido con su deber. Era, como dice Goethe, “el que DEBIA mandar y que en el mando mismo entra su felicidad”.

Wer befehlem soll
Muss im befehlem Seligkeit empfinlem.

La primera obligación de la inteligencia argentina hoy en la glorificación -no ya rehabilitación- del gran caudillo que decidió nuestro destino. Esta glorificación señalará el despertar definitivo de la conciencia nacional. Los tiempos están maduros para la restauración de la verdad, que será fecunda en consecuencias, porque entonces la historia volverá a despertar un eco en las almas, explicará los nuevos problemas y comunicará al corazón de nuestros adolescentes un legítimo orgullo patriótico. Esto es lo que hoy, trágicamente, falta. Los próceres de la historia heredada, los próceres CIVILES representan y hacen amar (cuando lo consiguen) conceptos abstractos: la civilización, la instrucción pública, el régimen constitucional. Rosas, en cambio, nos hace amar la patria misma, que podría prescindir de esas ventajas, pero no de su integridad ni de su honor.


(1) Reflexions on French Revolution, pág. 164.
(2) Frederick the. Great. T. I, pág. 21.
(3) Fausto. 2a parte, 4º acto.


Artículo publicado en la Revista del Instituto de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”, Año I, Número I. Enero de 1939.

jueves, 24 de febrero de 2011

La extensión guaraní de San Martín

Por Hugo Chumbita

Rosa Guarú era la indiecita que tuvo un niño, y la familia San Martín lo adoptó como propio, pero ella siguió en la casa cuidándolo, criándolo, hasta que se fueron a Buenos Aires. El niño tenía entonces unos tres años y le prometieron que iban a venir a llevarla a ella, pero no aparecieron más. Rosa Guarú los espero toda la vida. Cuando atacaron y quemaron Yapeyú, ella se fue a la isla brasilera, estuvo mucho tiempo allá y volvió. Levantó un ranchito por Aguapé, y mantenía la esperanza de que volvieran. Le tenía un gran apego a José Francisco. Nunca se casó, aunque tuvo otros hijos. Siempre preguntaba por San Martín. Este, cuando era jefe de los granaderos, le regaló un retrato o medalla que ella conservó siempre, y al morir, ya muy viejita, la enterraron con ese recuerdo del que era inseparable.
Visité Yapeyú en la búsqueda de la tumba de Rosa Guarú, con el fin de poder establecer los lazos de filiación con el General San Martín.
La búsqueda se centro en la localidad de Guaviraví, ahí examinamos los terrenos en busca de un cementerio privado de la Familia Cristaldo, sin saldo positivo en la expedición.
Una de las dudas que había en esta investigación era la cuestión “puntual de cuando Rosa Guarú pasa a ser Rosa Cristaldo”.
Los descendientes de Rosa Guarú, y presuntamente ella misma, llevaron el apellido español Cristaldo; entre los guaraníes no existía apellido, no se transmitía un apellido, sino que cada persona tenía su propio nombre; además, por disposición del gobierno correntino no se inscribían en los registros oficiales nombres indígenas.
Los nombres guaraníes no eran apellidos. Rosa era su nombre cristiano, y Guarú su nombre guaraní. Al inscribir a sus hijos, llevan el apellido del padre. De esto se desprende que los hijos de Rosa Guarú lleven el apellido de Cristaldo, y que ella también pase a reconocerse como Rosa Cristaldo. Además, por disposición del gobierno correntino no se inscribían en los registros oficiales nombres indígenas.
Estuvo en Guaviraví, ahí el intendente Raúl Cornalo colaboro estrechamente con el historiador. Por los testimonios de los pobladores más antiguos de Guaviraví, localidad que surgió al llegar el ferrocarril, se desprende que allí vivió una familia de descendientes directos de Rosa Guarú Cristaldo, que conservó la memoria de la estrecha vinculación de ella con la familia del teniente gobernador de Yapeyú Juan de San Martín.
Rosa Cristaldo, que vendría a ser biznieta de Rosa Guarú Cristaldo, nació, vivió y murió en las chacras de Guaviraví, entre 1871 y 1936, y lo mismo su hijo Pedro Telmo Cristaldo (1888-1972). De ellos desciende una rama familiar de la que viven muchas personas, en la ciudad de Corrientes, en Santo Tomé y en Buenos Aires, con algunos de los cuales ya teníamos contacto y consideramos la posibilidad de hacer un estudio de ADN para averiguar qué proporción de rasgos amerindios tienen sus ancestros.
La tumba de Rosa Guarú Cristaldo podría estar en alguno de los antiguos cementerios de las inmediaciones de Yapeyú, y más probablemente en Aguapé, en el cementerio que hoy se encuentra dentro de la chacra que perteneció a Francisco Sampallo. El cementerio de Guaviraví es posterior a la fecha de la muerte de Rosa Guarú Cristaldo.
Es necesario continuar la revisión bibliográfica y la búsqueda en archivos, incluso en La Cruz, Santo Tomé y Paso de los Libres, para lo cual hemos obtenido la colaboración de algunos historiadores locales, funcionarios municipales y descendientes de las familias Cristaldo y Bonpland.
La editorial Catálogos publicará en breve un libro en co-autoría con el genealogista Diego Herrera Vegas, “en el que transcribimos y comentamos las partes más importantes del manuscrito de Joaquina de Alvear, la hija de Carlos de Alvear, en el cual aparece la revelación de que José de San Martín era hijo natural del brigadier Diego de Alvear y “una indígena correntina".

miércoles, 16 de febrero de 2011

Brigadier General Juan Facundo Quiroga ¡Presente!

Por Leonardo Castagnino


“Artigas, López, Güemes, Quiroga, Rosas, Peñalosa, como jefes, como cabezas y autoridades, son obra del pueblo, su personificación más espontánea y genuina. Sin más título que ese, sin finanzas, sin recursos, ellos han arrastrado o guiado al pueblo con más poder que los gobiernos. Aparecen con la revolución: son sus primeros soldados” (Alberdi, Juan Bautista. Los Caudillos. Colección Grandes Escritores Argentinos, 3; W. Jackson, Inc. Buenos Aires) (AGM-PLA.p.165)

“No teniendo militares en regla, se daban jefes nuevos, sacados de su seno. Como todos los jefes populares, eran simples paisanos las maás veces. Ni ellos ni sus soldados, improvisados como ellos, conocían ni podían practicar la disciplina. Al contrario, triunfar de la disciplina, que era el fuerte del enemigo, por la guerra a discreción y sin regla, debía ser el fuerte de los caudillos de la independencia. De ahí la guerra de recursos, la montonera y sus jefes, los caudillos: elementos de la guerra del pueblo: guerra de democracia, de libertad, de independencia”. (Alberdi, Juan Bautista. Grandes y pequeños hombres del Plata. Edit. Garnier Hnos. Bibl. de Grandes Autores Americanos, París).(AGM-PLA.p.173)

Entre la correspondencia cruzada entre Rosas y Quiroga, se definen sus posiciones políticas:

“Ud sabe– le decía Quiroga -, porque se lo he dicho muchas veces, que no soy federal, soy unitario por convencimiento; pero sí con la diferencia de que mi opinión es muy humilde y yo respeto demasiado la voluntad de los pueblos, constantemente pronunciada por el sistema de Gobierno Federal, por cuya causa he combatido con constancia contra los que han querido hacer prevalecer por las bayonetas la opinión a que yo pertenezco, sofocando la general de la República…” y agrega “…es justo que ellos obren con plena libertad, porque todo lo que se quiera, o pretenda en contrario será violentarlos, y aún cando se consiguiese por el momento lo que se quiere, no tendría consistencia, porque nadie duda que lo que se hace por al fuerza, o arrastrado de su influjo, no puede tener duración, siempre que sean contra el sentimiento general de los pueblos” (Carta de Quiroga a Rosas. Tucumán 12 de enero de 1832. Enrique M. Barba. Correspondencia de Rosas y Quiroga en torno a la organización nacional. La Plata 1945)

Rosas le responde: “…cuando veo el respeto que ha consagrado a la voluntad de los pueblos pronunciados por el sistema federal, me es Ud. más apreciable. Por ese respeto, que creo la más fuerte razón de convencimiento, yo soy federal y lo soy con tanta más razón, cuando estoy persuadido de que la federación es la forma de gobierno más conforme a los principios democráticos con que fuimos educados en el estado colonial…” (Carta de Rosas a Quiroga. Borrador de Maza con correcciones y adiciones de Rosas. Arch. Gral. de la Nación, S.5,c.28,A a, A 1) (AGM. Proceso al liberalismo Argentino. p.219)


Reseña

Juan Facundo Quiroga, caudillo y militar, fue uno de los máximos exponentes del federalismo argentino, nació en San Antonio de los Llanos (La Rioja) en 1788.

Sus padres fueron José Prudencio Quiroga (sanjuanino) y Juana Rosa de Argañaraz (riojana), criollos de ilustre abolengo hispano, siendo descendiente por los Quiroga (casa con solar originario de Galicia) de los reyes visigodos Reciario II y Recaredo I “el Católico” y de varios guerreros que participaron en la conquista del Nuevo Mundo.

Por línea materna descendía de los Argañaraz, familia de alta estirpe establecida en La Rioja, descendiente del conquistador Francisco de Argañaraz y Murguía quien fundó San Salvador de Jujuy en 1593 y que fue también antepasado del general Martín Miguel de Güemes.

A los 20 años, Facundo es encargado por su padre de la administración y conducción de sus arrias de ganado, viajando por Mendoza, San Luis, Córdoba y otras provincias. En 1812 pierde el ganado de su padre en el juego y para lavar esta afrenta decide enrolarse en el ejército junto al coronel Manuel Corvalán, quien reclutaba soldados para el Ejército Grande del general San Martín en Buenos Aires.

Facundo ya alistado en la compañía de infantería que estaba al mando del capitán Juan Bautista Morón, permaneció un mes recibiendo instrucción militar, hasta que el comandante Corvalán consigue que se le dé la baja por pedido de Prudencio Quiroga, quien perdona a su hijo de ese error de juventud.

En 1814 se casa con María de los Dolores Fernández y Sánchez, señorita de la sociedad riojana, pero sigue viviendo en casa de sus padres en San Antonio.

Los generales Belgrano y San Martín reciben grandes colaboraciones de Quiroga, quien le remite ganado e insumos destinados a la guerra emancipadora, obteniendo el riojano el título de “Benemérito de la Patria”.

El 31 de enero de 1818 es nombrado Comandante Militar de los Llanos, reemplazando a Fulgencio Peñaloza. Por esos tiempos el prestigio de Quiroga es inmenso en toda la región. A él acuden todos los paisanos que necesitan algo de cualquier especie que sea: ayuda pecuniaria, protección contra una injusticia, recomendación para el gobierno, certificación de hombría de bien.

En ese escenario, en su condición de hombre más rico de Los Llanos y de Comandante Militar de las Milicias, pronto comenzará a actuar Facundo Quiroga, cuyo nombre y cuyas hazañas no han de tardar en recorrer todos los caminos de la República, llenándolos de admiradores y de asombro.

En el mes de diciembre de 1818, recibe orden del gobierno riojano de marchar a Córdoba por asuntos de su cargo militar y también por sus negocios de hacendado.

A fines de enero de 1819, regresa a La Rioja cruzando la provincia de San Luis. Cuando llega a esta ciudad, es detenido por el gobernador Dupuy por causa de desconfianza y recelos hacia su persona. Allí permanece alojado en el cuartel. Mientras dura su detención, el 8 de febrero se produce la sublevación de los prisioneros realistas presos en San Luis. Son todos oficiales y altos jefes del ejército hispano vencidos en Salta, Chacabuco y Maipú. Facundo ayuda a reprimir este movimiento y se lo manda poner en libertad.

En esos tiempos es felicitado por Tomás Godoy Cruz por su participación en la lucha contra la banda de los Carrera, y en carta del 24 de noviembre de 1820 le expresa:

“Puede usted gloriarse del haber merecido esta distinción en el suceso de San Antonio en que, según instruido por el señor gobernador de La Rioja, ha tenido usted una parte principal, cortando las alas a los muchos Carrera de la provincia de Cuyo y excusando, a más de cien mil habitantes el consecuente sobresalto por tal banda de salteadores y asesinos, pues a tales extremos habrá necesariamente conducido a la tropa el frenesí y perversidad de su desnaturalizado y execrable jefe”.

En 1823 es elegido gobernador de su provincia y extendió su influencia a las provincias vecinas.

Con la llegada de Bernardino Rivadavia a la Presidencia en 1826, se establece un sistema unitario que viola las autonomías provinciales. Con empresarios londinenses ha creado varias entidades comerciales, industriales y de fomento. Una de ellas es la “River Plate Agricultural Association” y la otra es la “River Plate Mining Association”. La primera tendrá a cargo la explotación agrícola de las feraces tierras de la provincia de Buenos Aires, que por la ley de enfiteusis se cederán gratuitamente a la “River Plate Agricultural Association” para colonos ingleses. Mientras que la segunda se apoderará, también gratuitamente de las minas de plata de la Rioja, explotada por los riojanos con bastante éxito.

La oligarquía porteña apoya al nuevo gobernante y se mandan expediciones a reprimir a las provincias federales. En La Rioja el presbítero Castro Barros denuncia en la Sala de Representantes al gobierno de Rivadavia y a la persona misma del Presidente por su persecución a la Iglesia Católica. La Sala riojana resuelve no reconocer en esa provincia a Rivadavia como Presidente de la República, ni ley alguna emanada del Congreso General Constituyente, “hasta la sanción general de la Nación”, y declarar la guerra a toda provincia e individuo que atentase contra la religión católica.

El Congreso General era solamente “Constituyente”, y por lo mismo no podía tener la facultad ejecutiva de nombrar Presidente de la República. Además, de acuerdo con lo resuelto por el mismo Congreso, la Constitución debía ser previamente aprobada por las provincias, y ésta que se hacía regir había sido rechazada.

La Constitución unitaria de 1826 era centralista y establecía: “La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana, consolidada en unidad de régimen” (art. 7°); “en cada provincia habrá un gobernador que la rija, bajo la inmediata dependencia del Presidente de la República” (art. 130); “el Presidente nombra los gobernadores de las provincias” (art. 132).

Fue por indicación de Castro Barros, quien pasaba largas temporadas en casa de Facundo, y de cuya familia era una especie de capellán, que éste levantó su pendón con la inscripción de “Religión o Muerte”, que por otra parte se avenía perfectamente con el sentimiento del riojano, que era muy religioso y que diariamente leía los evangelios al extremo de saberlos de memoria.

Rivadavia envió a Tucumán al coronel Gregorio Aráoz de La Madrid para que organizara un contingente con el fin de reforzar el ejército que luchaba en la guerra que se había iniciado con el Brasil. La Madrid depuso al gobernador tucumano y se unió a los gobernadores de Salta y Catamarca, Arenales y Gutiérrez, formando una alianza contra el resto de las provincias que enfrentaban a Buenos Aires. Quiroga marchó contra La Madrid y lo venció el 27 de octubre de 1826 en la batalla de El Tala.

Ocupó después Tucumán y volcó la situación en el Noroeste argentino y Cuyo, controlando las provincias de Catamarca, La Rioja, San Juan y Mendoza. Fue en esa batalla cuando Facundo enarboló por primera vez su bandera, respondiendo a un contexto que había llegado a identificar a los unitarios con la irreligión.

La Madrid en sus “Memorias”, la describe como una: “bandera negra con dos canillas y una calavera blanca sobre ellas y la siguiente inscripción: Rn. O. M. (Religión o Muerte)”. La calavera y las dos canillas no representaban la muerte física, como generalmente se cree, ni tampoco ninguna similitud con el pendón usado por los piratas, sino al cordero pascual, el Agnus Dei, el manso cordero que se sacrificó por los hombres y triunfó sobre la muerte. Es decir, significó religión o muerte eterna.

En carta a un amigo cuyo nombre no menciona, Quiroga afirma el 28 de enero de 1827 desde San Juan:

“¿que recelo puedo tener al poder, del titulado presidente, ni de cuantos conspiran en mi contra para hacerme desaparecer de sobre la tierra, y hacerse campo a la realización del inicuo proyecto de esclavizar las provincias y hacerlas gemir ligadas al carro de Rivadavia, para de este modo fácilmente enajenar el país en general y hacer también desaparecer la religión de Jesucristo, que igualmente es a donde se dirigen los esfuerzos del titulado presidente y sus secuaces? O de no ¿qué quiere decir esa tolerancia de cultos sin necesidad y esa extinción de los regulares? Pero acaso se dirá que esto no es minar por los cimientos el edificio grande que tanto costó al Salvador del mundo”.

El 5 de julio de 1827 se produce la batalla del Rincón de Valladares entre las tropas riojanas y santiagueñas al mando de Quiroga contra los unitarios mandados por La Madrid y sus aliados mercenarios colombianos de pésimos antecedentes. Tomadas por el anca, las caballerías de La Madrid se desarticulan, se atropellan, se enmarañan. Las lanzas riojanas y santiagueñas hacen un estrago espantoso. Una hora después el ejército federal, que parecía vencido, es dueño del campo, mientras no queda, de las fuerzas tucumanas, ninguna otra formación que un resto del escuadrón de colombianos al mando del célebre coronel Matute. Facundo, usando de una misma táctica, ha vencido nuevamente a La Madrid.

Celoso de su victoria, ordena al comandante Angel “Chacho” Peñaloza que persiga a La Madrid con los que huyen en dirección al norte. Dispone la asistencia a los heridos y la entrega de los cadáveres a sus deudos.

La Madrid escapa a Bolivia y pide asilo al general Sucre. Los caudillos y gobernadores de provincia, al ver alejado del gobierno a Rivadavia, se aprestaron a reconciliarse con Buenos Aires y a contribuir a la guerra contra el Brasil.

Tras el interinato de Vicente López en la presidencia, el 13 de agosto de 1827 asume como gobernador el coronel Manuel Dorrego, figura popular del partido federal.

Manuel Dorrego se apresuró a restablecer la concordia de la familia argentina; abrió comunicaciones con los caudillos Facundo Quiroga, Juan Bautista Bustos, Juan Felipe Ibarra y Estanislao López.

Dorrego propuso a los caudillos un tratado, mediante el cual se daría al país, por el órgano de un Congreso, una Constitución Nacional.

El 1° de diciembre de 1828 se sublevó, en la madrugada, la primera división del ejército a las órdenes del general Juan Lavalle. Pocos días después, el 13 de diciembre, Dorrego es fusilado en Navarro sin tener juicio previo y en forma contraria al derecho de gentes.

La noticia del fusilamiento de Dorrego consternó a la opinión pública. Los pueblos del interior se indignaron y los gobiernos hicieron oír sus protestas ante crimen tan alevoso. El general José María Paz toma Córdoba y entabla negociaciones con Facundo, pero éste apresta su ejército, con auxiliares de otras provincias, y se dispone a desalojar a Paz de Córdoba. Y nuevamente, labradores, gauchos llaneros, viñateros, carreteros, indígenas y morenos todos, vuelven a dejar sus herramientas de trabajo y formar el ejército de La Rioja a las órdenes de su caudillo, para enfrentar al ejército que atacaba las autonomías provinciales.

Los montoneros de Facundo son derrotados en la Tablada, el 23 de junio de 1829, conociendo la amargura de la derrota. Numerosos prisioneros riojanos son fusilados, entre ellos oficiales de alta graduación.

Paz derrota nuevamente a Quiroga en la batalla de Oncativo, el 25 de febrero de 1830. En esta batalla cae prisionero el general Félix Aldao, quien sufre humillaciones por parte del coronel unitario Hilarión Plaza quien lo hace montar en un burro y lo obliga a entrar así a la ciudad de Córdoba.

Facundo se establece en Buenos Aires y pide ayuda al gobernador Juan Manuel de Rosas, quien le facilita tropas. A comienzos de 1831 vence al coronel Pringles en Río Cuarto y a La Madrid en la Ciudadela, el 4 de noviembre. Con esta última victoria se pacifica todo el norte argentino y en diciembre del mismo año envía una circular a todos los gobernadores pidiéndoles apoyo en la guerra contra los salvajes, la que se llevó a cabo en 1833 con la Campaña al Desierto.

Respecto a las ideas constitucionales del riojano, éste en carta a Rosas del 4 de septiembre de 1832 afirmaba:

“No me mueve otro interés que el bien general del país. Primero es asegurar el país de la consternación en que lo tiene un enemigo exterior y bárbaro, que desarrollar los gérmenes de su riqueza a la sombra de las leyes que deben dictarse en medio de la tranquilidad y del sosiego, y verá aquí justificado su pensamiento en orden a la Constitución”.

En la Expedición al Desierto, Quiroga se hizo cargo de las divisiones del Centro y del Oeste, que confió a los generales Ruiz Huidobro y Aldao, combinada con la del general Rosas, ganando territorios para la soberanía nacional y rescatando numerosos cautivos.

En 1834 se instaló con su familia en Buenos Aires y frecuenta la sociedad porteña, trabando una gran amistad con Encarnación Ezcurra.

El 18 de diciembre de 1835, el gobierno porteño le encomienda una misión diplomática ante los caudillos de Salta y Tucumán, viajando hacia el norte. Rosas lo acompañó hasta la Hacienda de Figueroa (San Antonio de Areco), enviándole una carta con sus ideas sobre la organización nacional y le ofreció una escolta, pues había versiones de un plan para asesinar al caudillo riojano por parte de los hermanos Reinafé, que gobernaban Córdoba.

El 16 de febrero de 1835 Facundo fue asesinado en Barranca Yaco (Córdoba) junto al doctor José Santos Ortiz (ex gobernador de San Luis y figura prestigiosa del federalismo) y otros miembros de su comitiva, por una partida de sicarios al mando del capitán de milicias Santos Pérez. Un niño de 12 años, que sirve de postillón y llora aterrado, es degollado también. La galera en que viaja Quiroga es también internada en el monte; se borran con tierra las huellas de sangre y se saquea a los muertos. Allí mismo se reparten ropas y dinero. Cuando ya la tarde declina, la partida abandona el lugar del crimen. Durante la noche se desencadena una tormenta que borra todas las huellas. Por todo el país corre la noticia del asesinato del general Quiroga.

Poco después Rosas en carta a Estanislao López afirma: “Con respecto al infame atentado cometido en la persona del ilustre general Quiroga, ya estamos conformes con nuestro compañero el señor López, gobernador de Santa Fe sobre los poderosos motivos que hay para creer que la opinión pública no es equivocada al señalar por todos los pueblos que los unitarios son los autores y los Reinafé, de Córdoba, los ejecutores de tan horrendo crimen”.

La viuda del general Quiroga, reclama, el 8 de enero de 1836 el cadáver de su esposo. Rosas dispone que su edecán, el coronel Ramón Rodríguez vaya a Córdoba en busca de los restos mortales del caudillo riojano. Rodríguez marcha acompañado de una nutrida escolta y de una carroza, lo más suntuosa que fue posible construir, y toda pintada de rojo.

El 7 de febrero los restos mortales de Quiroga son depositados en la iglesia de San José de Flores, dictando el gobierno el consiguiente decreto por el cual se le rinden al difunto general honores apoteósicos. El 19 de febrero de 1836 su cadáver recibió un homenaje en la iglesia de San Francisco y fue trasladado al cementerio de la Recoleta.

En 1877, se erigió cerca del pórtico de la entrada un pequeño monumento de mármol blanco representado a una dolorosa con una placa que lleva la siguiente inscripción:

“Aquí yace el general Juan Facundo Quiroga. Luchó toda su vida por la organización federal de la República”.

Bibliografía:
PEDRO DE PAOLI, Facundo. Vida del brigadier general don Juan Facundo Quiroga víctima suprema de la impostura, Buenos Aires, 1952.
JORGE MARIA RAMALLO, La religión de nuestra tierra, Buenos Aires, 2006.
LA GAZETA. COM

martes, 15 de febrero de 2011

Souvenir con restos del General Manuel Belgrano

Por el Prof. Jbismarck

Oración a la bandera
¡Bandera de la Patria, celeste y blanca, símbolo de la unión y de la fuerza con que nuestros padres nos dieron independencia y libertad; guía de la victoria en la guerra, y del trabajo y la cultura en la paz; vínculo sagrado e indisoluble entre las generaciones pasadas, presentes y futuras; juremos defenderla hasta morir antes que verla humillada! ¡Que flote con honor y gloria al frente de nuestras fortalezas, ejércitos y buques, y en todo tiempo y lugar de la Tierra donde éstos la condujeran; que a su sombra la Nación Argentina acreciente su grandeza por siglos y siglos, y sea para todos los hombres mensajera de libertad, signo de civilización y garantía de justicia!
Joaquín V. González


Precisamente Joaquin V. González fue actor de un episodio desgraciado donde buscó apropiarse como “souvenir” de parte de los restos del Creador de la Bandera:
el 4 de septiembre de 1902, el gobierno de Roca, decidido a cumplir la última voluntad del prócer, que había sido "poder descansar en una tumba austera", había convocado a una "suscripción popular" para levantar un mausoleo hecho de los mejores materiales de la época: mármoles y escultores italianos.
El diario de los Mitre comentó: "Se verificó ayer a las dos de la tarde la exhumación de los restos del General Belgrano que, como se sabe, estaban sepultados en el atrio de la Iglesia de Santo Domingo y deben depositarse en el mausoleo cuya inauguración se efectuará el mes próximo". Los Ministros del Interior y de Guerra, Joaquín V. González y el Coronel Pablo Ricchieri, presidieron el acto en que se levantó la losa del suelo. No había vestigios del ataúd sino algunos clavos y tachuelas, y los huesos estaban dispersos y destruidos por la acción del tiempo. Señala “La Nación” "A medida que se extraían se depositaban en una bandeja de plata, que sostenía uno de los monjes del convento. Las tibias se descubrieron en la tierra colocadas casi paralelamente, pero al sacarlas quedaron reducidas a pequeños fragmentos. (...) Se han encontrado en relativo buen estado algunos dientes. El escribano Enrique Garrido levantó un acta que firmaron Carlos Vega Belgrano, nieto del prócer, Manuel Belgrano, bisnieto, Armando Claros, el Dr. Luis Peluffo, el Reverendo Padre Becco, prior de la orden dominicana, el mayor Ruiz Díaz y los ministros del gabinete. La urna fue depositada bajo el altar mayor esperando la terminación de los trabajos del suntuoso mausoleo".
Sin embargo el diario “La Prensa” dio otra versión: "En el sepulcro del General Belgrano. Exhumación de sus restos. Un acta defectuosa. Repartición de dientes entre los ministros….. en la tumba de Belgrano se encontraron varios dientes en buen estado de conservación, y admírese el público: esos despojos sagrados se los repartieron buena, criollamente, el ministro del Interior y el ministro de Guerra. Ese despojo hecho por los dos funcio¬narios nacionales que nombramos debe ser reparado inmediatamente, porque esos restos forman parte de la herencia que debe vigilar severa¬mente la gratitud nacional; no son del Gobierno sino del pueblo entero de la República y ningún funcionario, por más elevado o irresponsable que se crea, puede profanarla. Que devuelvan esos dientes al patriota que menos comió en su gloriosa vida con los dineros de la Nación".
¿Cuáles fueron los motivos del robo? Increíble: tanto González como Ricchieri admiradores del Gral Bartolomé Mitre (el Héroe que liberó al Paraguay de la tiranía de López..) robaron los dientes para que su admirado los observe….
Ricchieri declaró que había retirado el diente del General Belgrano con el objeto de consultar al General Mitre sobre "la conveniencia de engarzarlo en oro, para colocarlo luego con los demás restos en la urna del monumento".
La edición de Caras y Caretas del 7 de septiembre incluyó un artículo titulado "El Mausoleo a Belgrano": "Sólo unos pocos dientes consérvanse en buen estado y si la oportunidad no hubiera sido tan impropia, habríase celebrado la ocurrencia de un chusco al ver la curiosidad con que los ministros examinaban los caninos del gran hombre y establecer la comparación mental con los afilados y mordientes de los políticos actuales...". En el mismo número podía verse una caricatura de Belgrano levantándose de la tumba con una leyenda que dice: "Hasta los dientes me llevan! ¿No tendrán bastante con los propios para comer del presupuesto?".

Bibliografía

Sáenz, Jimena “Todo es Historia” Nro 38. “La exhumación de los restos de Belgrano”

lunes, 14 de febrero de 2011

Rosas y el cuatrero

Por Lucio V. Mansilla

Estamos en la estancia "del Pino". Mejor dicho: están tomando el fresco bajo el árbol que le da su nombre a la estancia, don Juan Manuel Rosas y su amigo el señor don Mariano Miró (el mismo que edificó el gran palacio de la plaza Lavalle, propiedad hoy día de la familia de Dorrego).

De repente (cuento lo que me contó el señor Miró) don Juan Manuel interrumpe el coloquio, tiende la vista hasta el horizonte, la fija en una nubecilla de polvo, se levanta, corre, va al palenque donde estaba atado de la rienda su caballo, prontamente lo desata, monta de salto y parte... diciéndole al señor Miró: “Dispense, amigo, ya vuelvo”.

Al trote rumbea en dirección a los polvos, galopa; los polvos parecen moverse al unísono de los movimientos de don Juan Manuel. Miró mira: nada ve, Don Juan Manuel apura su flete que es de superior calidad; los polvos se apuran también. Don Juan Manuel vuela; los polvos huyen, envolviendo a un jinete que arrastra algo. Don Juan Manuel con su ojo experto, ayudado por la milicia gauchesca, tuvo la visión de lo que era la nubecilla de polvo aquella, que le había hecho interrumpir la conversación. “Un cuatrero”, se dijo, y no titubeó.

En efecto, un gaucho había pasado cerca de una majada y sin detenerse había enlazado un capón y lo arrastraba, robándolo. El gaucho vio desprenderse un jinete de las casas. Lo reconoció, se apuró. Don Juan Manuel se dijo: “Caray..." De ahí la escena... Don Juan Manuel castiga su caballo. El gaucho entonces suelta el capón con lazo y todo, comprendiendo que a pesar de la delantera que llevaba no podía escaparse por bien montado que fuera, si no largaba la presa.

Aquí ya están casi encima el uno del otro. El gaucho mira para atrás y rebenquea su pingo (a medida que don Juan Manuel apura el suyo) y corta el campo en diversas direcciones con la esperanza de que se le aplaste el caballo a don Juan Manuel.

Entran ambos en un vizcacheral. Primero, el gaucho; después, don Juan Manuel; pero el obstáculo hace que don Juan Manuel pueda acercársele al gaucho. Rueda éste; el caballo lo tapa. Rueda don Juan Manuel; sale parado con la rienda en la mano izquierda y con la derecha lo alcanza al gaucho, lo toma de una oreja, lo levanta y le dice:

– Vea, paisano, para ser buen cuatrero es necesario ser buen gaucho y tener buen pingo... Y, montando, hace que el gaucho monte en ancas de su caballo; y se lo lleva, dejándolo a pie, por decirlo así; porque la rodada había sido tan feroz que el caballo del gaucho no se podía mover. La fuerza respeta a la fuerza; el cuatrero estaba dominado y no podía escurrírsele en ancas del caballo de don Juan Manuel, sino admirarlo, y de la admiración al miedo no hay más que un paso. Don Juan Manuel volvió a las casas con su gaucho, sin que Miró por más que mirara, hubiera visto cosa alguna discernible...

– Apéese, amigo – le dijo al gaucho, y enseguida se apeó él, llamando a un negrito que tenía. El negrito vino, Rosas le habló al oído, y dirigiéndose enseguida al gaucho, le dijo:

– Vaya con ese hombre, amigo.

Luego volvió con el señor Miró, y sin decir una palabra respecto de lo que acababa de suceder, lo invitó a tomar el hilo de la conversación interrumpida, diciéndole:

– Bueno, usted decía...

Salieron al rato a dar una vuelta, por una especie de jardín, y el señor Miró vio a un hombre en cuatro estacas. Notado por don Juan Manuel, le dijo sonriéndose.

– Es el paisano ése...

Siguieron andando, conversando... La puesta del sol se acercaba; el señor Miró sintió unos como palos aplicados en cosa blanda, algo parecido al ruido que produce un colchón enjuto, sacudido por una varilla, y miró en esa dirección. Don Juan Manuel le dijo entonces, volviéndose a sonreír, haciendo con la mano derecha ese movimiento de un lado a otro con la palma para arriba, que no dejaba duda:

– Es el paisano ése...

Un momento después se presentó el negrito y dirigiéndose a su patrón, le dijo:

– Ya está, mi amo.
– ¿Cuántos?
– Cincuenta, señor.
– Bueno, amigo don Mariano, vamos a comer...

El sol se perdía en el horizonte iluminado por un resplandor rojizo, y habría sido menester ser casi adivino para sospechar que aquel hombre, que se hacía justicia por su propia mano, sería en un porvenir no muy lejano, señor de vidas, famas y haciendas, y que en esa obra de predominio serían sus principales instrumentos algunos de los mismos azotados por él. Don Juan Manuel le habló al oído otra vez al negrito, que partió, y tras de él, muy lentamente, haciendo algunos rodeos, ambos huéspedes.

Llegan a las casas y entran en la pieza que servía de comedor. Ya era oscuro. En el centro había una mesita con mantel limpio de lienzo y tres cubiertos, todo bien pulido. El señor Miró pensó: “¿quién será el otro...?"

No preguntó nada. Se sentaron, y cuando don Juan Manuel empezaba a servir el caldo de una sopera de hoja de lata, le dijo al negrito que había vuelto ya:

– Tráigalo, amigo –. Miró no entendió.
A los pocos instantes entraba, todo entumido, el gaucho de la rodada.

– Siéntese, paisano – le dijo don Juan Manuel, endilgándole la otra silla. El gaucho hizo uno de esos movimientos que revelan cortedad; pero don Juan Manuel lo ayudó a salir del paso, repitiéndole – : Siéntese no más, paisano, siéntese y coma.

El gaucho obedeció, y entre bocado y bocado hablaron así:

– ¿Cómo se llama, amigo?
– Fulano de tal.
– Y, dígame, ¿es casado o soltero?... ¿o tiene hembra?...
– No señor – dijo sonriéndose el guaso – ¡si soy casado!
– Vea, hombre, y... ¿tiene muchos hijos?
– Cinco, señor.
– Y ¿qué tal moza es su mujer?
– A mí me parece muy regular, señor...
– Y usted ¿es pobre?
– ¿Eh!, señor, los pobres somos pobres siempre...
– Y ¿en qué trabaja?...
– En lo que cae, señor...
– Pero también de cuatrero, ¿no?...

El gaucho se puso todo colorado y contestó:

– ¡Ah!, señor, cuando uno tiene mucha familia suele andar medio apurado...
– Dígame amigo, ¿no quiere que seamos compadres? ¿No está preñada su mujer?–

El gaucho no contestó. Don Juan Manuel prosiguió.

– : Vea, paisano; yo quiero ser padrino del primer hijo que tenga su mujer y le voy a dar unas vacas y unas ovejas, y una manada y una tropilla, y un lugar por ahí, en mi campo, y usted va a hacer un rancho, y vamos a ser socios a medias. ¿Qué le parece?...

– Como usted diga, señor.

Y don Juan Manuel, dirigiéndose al señor Miró le dijo:

– Bueno, amigo don Mariano, usted es testigo del trato, ¿eh?...

Y luego, dirigiéndose al gaucho agregó:

– Pero aquí hay que andar derecho, ¿no?...
– Sí, señor.

La comida tocaba a su término. Don Juan Manuel, dirigiéndose al negrito y mirándolo al gaucho, prosiguió:

– Vaya amigo, descanse; que se acomode este hombre en la barraca, y si está muy lastimado que le pongan salmuera. Mañana hablaremos; pero tempranito, vaya y vea si campea ese matungo, para que no pierda sus pilchas... y degüéllelo... que eso no sirve sino para el cuero, y estaquéelo bien, así como estuvo usted por zonzo y mal gaucho... – Y el paisano salió.

Y don Mariano Miró, encontraba aquella escena del terruño propia de los fueros de un señor feudal de horca y cuchillo, muy natural, muy argentina, muy americana, nada vio...

Un párrafo más, y concluyo.

El cuatrero fue compadre de don Juan Manuel, su socio, su amigo, su servidor devoto, un federal en regla. Llegó a ser rico y jefe de graduación.




Fuentes:
- Tomado de “Rosas, visto por sus contemporáneos” de José Luis Busaniche
- Castagnino Leonardo. Juan Manuel de Rosas, Sombras y Verdades
- La Gazeta Federal: www.lagazeta.com.ar

sábado, 12 de febrero de 2011

Los padres de Don Juan Manuel de Rosas

Por Lucio V. Mansilla
Nuestro postulado es que no se puede escribir, ni ensayando , la historia de una época representada por un hombre en el que se concentran todos los poderes, los más formidables, como disponer de la vida, del honor, de la fortuna, de sus semejantes, sin buscar en sus antepasados, sino todo el misterio de su alma, algo así como la clave de algunos de sus rasgos prominentes, geniales; rasgos, que llegan a ser, en ciertos momentos, como un contagio, bajo la influencia de su extraña, complicada y poderosa ecuación personal.
Siendo un hecho observado que en el dominio de los sentimientos se operan variaciones espontáneas, útiles o perjudiciales, no se puede negar entonces que esas variaciones representan un papel notable en lo que llamaremos la evolución del sentimiento moral, según los principios de la ética y los fenómenos de atavismo.
Es una ley de subhumana justicia que cada individuo ha de experimentar los beneficios y los perjuicios de su propia naturaleza, con todas sus consecuencias, piensan los grandes sociólogos. Soy de su opinión. Pero sostengo que teniendo, como tenemos, dentro de nosotros mismos un poder que se llama la voluntad , somos susceptibles resistiendo a las "presiones ambientes" de transformarnos y de transformar a los otros en el sentido del bien común. "La sociedad existe en beneficio de sus miembros; no sus miembros en beneficio de la sociedad". De ahí, pues, la necesidad de establecer ciertos antecedentes, tratándose de personajes representativos, decir por ejemplo: quiénes fueron sus padres, cuál era su posición social, cómo los educaron, cuál era su temperamento, qué gustos tenían, qué cualidades, qué defectos.
Hay también que bosquejar a grandes rasgos el estado social, los usos y costumbres; hay que ver cómo se pensaba; cuáles eran las ideas, las preocupaciones anteriores a ese pasado histórico, y, naturalmente, las reinantes en el momento contemporáneo; hay que esbozar las transformaciones diversas operadas con más o menos lentitud, según el mayor o menor grado de cristalización de los espíritus, a fin de iluminar un tanto el escenario en que los personajes se mueven, siquiera con una débil luz; por último, hay que prefigurar lo mejor posible esos personajes.
Para explicarnos a Mahoma necesitamos conocer su nacimiento, su infancia, su juventud, sus amores, su vida apacible sin ambición. Carlyle nos lo muestra así; en sus Héroes, lo mismo que nos lo muestra a Cromwell, casado prematuramente, trabajando tranquilo en su granja. Los que meditan y trabajan son siempre llamados a prevalecer. "Lo espiritual es el alma de lo temporal". Por consiguiente, para comprender los actos necesitamos conocer las emociones íntimas que son los arietes de la acción.
Hecho todo eso, y sólo entonces, es posible arribar, con alguna imparcialidad, a fijar la parte de responsabilidad que en la obra del bien o del mal corresponde al pueblo, a la sociedad, a sus representantes, a los que lo acaudillan.
Todo otro criterio histórico es pueril.
Entender el presente es inquirir el pasado; y, bien conocido lo actual, la mirada reflexiva penetra en lo porvenir, a la manera que el lente maravilloso nos ayuda, revelándonos que lo invisible para el ojo desnudo es un mundo fecundo, en cuya atmósfera hay seres, formas, ideas para el sabio.
La familia de Rozas era colonial, noble de origen por ambas ramas, siendo más antigua la prosapia materna.
No revolveremos pergaminos. Nos lo prohíbe la índole de lo que en literatura se entiende por "ensayo", no con relación al autor, que puede haber producido mucho, sino referentemente al asunto.
Don León Ortiz de Rozas y doña Agustina López de Osornio representaban no sólo dos familias nobiliarias de distinto linaje, y alcurnia, sino dos naturalezas distintas.
Según doña Agustina, su marido era un plebeyo de origen. En sus disputas ella se lo hacía sentir. "¿Y tú quién eres? solía decirle. Un aventurero ennoblecido, por otro que tal (se refería a don Gonzalo de Córdoba, del cual fue soldado el primer Ortiz, diremos. Don León había sido capitán del Rey), mientras que yo desciendo de los duques de Normandía; y, mira, Rozas, si me apuras mucho, he de probarte que soy pariente de María Santísima".
Por lo demás ambos eran buenos cristianos, católicos, piadosos sin ser gente de mucho confesionario y se llevaban muy bien.

Don León era bondadoso, paciente, aunque de cuando en cuando tenía sus arranques, como más adelante se verá. Pero en el hogar, en la familia, en la administración de los cuantiosos bienes de la comunidad, no tenía voz ni mando. Vivía sano, contento, leyendo un poco, jugando al truco en su escritorio con algunos predilectos, haciendo versos de circunstancias, presidiendo la mesa con solemnidad, mesa en la que antes y después de comer se rezaba, dando gracias a Dios por no faltar el pan cotidiano.
Ese pan cotidiano era siempre abundante y suculento. Aunque llegaran de improviso los parientes y amigos que llegaren, siempre sobraba, lo suficiente para la numerosa servidumbre de tan larga familia. No había muchos adornos en la mesa, de cuando en cuando algunas flores. Vino se tomaba poco. Los niños no lo probaron. El lujo de doña Agustina consistía en la pulcritud del mantel y limpieza de los cubiertos de plata maciza. Nada de fuentes con tapa, todo estaba a la vista; "pocos platos, pero sanos, era su divisa, y que el que quiera repita". Así, solía decir: "Déjame, hija, de comer en casa de Marica (se refería a la célebre misia María Thompson de Mandeville) que allí todo se vuelve tapas lustrosas y cuatro papas a la inglesa, siendo lo único abundante su amabilidad. La quiero mucho, pero más quiero el estómago de Rozas".
Doña Agustina, por otra parte, no podía ocuparse más de lo que se ocupaba en su marido; lo cuidaba con esmero, ella misma le hacía el moño de los zapatos de paño negro, de lo más fino, y el nudo de la ancha blanca corbata; y, después de mirarse en la reluciente pechera de la camisa brillante como un espejo, le ponía con gracia el sombrero, alto de copa, y le presentaba el bastón de caña de junco con puño de oro, hecho lo cual don León salía a hacer sus visitas, después de la misa en San Juan o San Francisco, llevando los encargos, memorias y recuerdos de su consorte para los amigos y parientes.
Y doña Agustina daba a luz todos los años un descendiente rollizo bien conformado. El primer fruto de sus entrañas fue una niña que se llamó Gregoria, el segundo Juan Manuel. Ambos se enlazaron en la familia de los Ezcurra, gente de origen solariego, de lo mejor. Después vinieron dieciocho partos más, todos coronados por un éxito completo.
Aquí es el caso de consignar una circunstancia curiosa, sugestiva, interesante en extremo. La mayor parte de la guerra civil argentina ha girado alrededor de dos grandes ejes políticos: Rozas y Lavalle. Pues bien, estas dos familias eran íntimas; todos los Rozas tomaron leche del seno de una Lavalle, fecundísima como su amiga predilecta Agustina, y todos los Lavalle, leche del seno de ésta.
Otra peculiaridad. Todos los Lavalle y todos los Rozas han tenido el rostro bello, prevaleciendo los rubios sin mezcla. Y más aún, las mujeres han sido más inteligentes que los hombres, pareciéndose éstos por cierta afición a la vida rural y por ciertos caracteres muy acentuados de tenacidad en sus ideas y en sus propósitos.
Debemos agregar para que esta pincelada se complete, hasta cierto punto, que si las dos familias se combatieron jamás se odiaron; de modo que cuarenta años más tarde, muerto Lavalle en los confines de la patria después de su lucha desesperada y el dictador en el extranjero, los Lavalle y los Rozas sobrevivientes que han podido abrazarse lo han hecho con emoción, lo que prueba que la sangre era caliente, pero no maligna, sangre pura, sin mezcla, sangre verdaderamente colonial. Distinguimos así entre sangre de origen español y lo que después ha dado el producto criollo mestizo. Y distinguimos ex profeso; porque, valga lo que valiere nuestra teoría científica, asignamos suma importancia a los antecedentes etnológicos.
De lo dicho más arriba no debe deducirse que don León Ortiz de Rozas fuera un hombre adocenado, ni débil, hasta el punto de dejarse llevar de las narices por su consorte. No. Su aparente debilidad eran condescendencia y amor, mezclados con una gran confianza en las cualidades sólidas de su cara mitad, diligente, activa, movediza, trabajadora, ordenada, económica, caritativa, y a la vez imperiosa. En cuanto a su honestidad era proverbial. Jamás las malas lenguas la tildaron por ese lado. De ahí, sin duda, de ese conjunto de aptitudes y disposiciones, venía su espíritu autoritario, rayano a veces en la infalibilidad, puesto que cuando ella decía sí o no, así, y no de otro modo, tenía que ser.
Dos anécdotas de indiscutible autenticidad (para el autor) explicarán y comprobarán cómo es que había paz y concordia, en aquella casa, que era vasta, que tanta familia contenía, que poseía esclavos y que arrastraba coches enganchados o tirados por buenos caballos y mulas, lo que en aquellos tiempos era propio sólo de gente muy acaudalada.
Una noche, viviendo en la calle de la Defensa ahora, la casa está intacta, serían así como las dos de la mañana, se sintió ruido en las azoteas. Es de advertir que don León y doña Agustina tenían aposentos separados; criando ella casi siempre, no quería que su marido fuera turbado en su sueño. Sentir el ruido, poner el oído, pensar ¡ladrones! y llamar a una huérfana que la acompañaba, diciéndole "anda y cierra la puerta de Rozas no sea que oiga y que se moleste", fue todo uno. Encarnación, que así se llamaba la muchacha, obedeció callandito. Y doña Agustina se levantó, tomó de un rincón la vara de medir (en casi todas las casas la había), y, sin más armas, subió por una escalera del fondo y puso en fuga a dos pájaros que, en efecto, parecían dispuestos a descolgarse. Sólo al día siguiente se supo lo acontecido.
He ahí un rasgo característico de doña Agustina, que todos los viernes hacía enganchar el coche grande, guiado por un alto cochero mulato, excelente hombre, llamado Francisco, para irse por los suburbios a distribuir limosna entre los menesterosos reales y traerse a su casa, donde había una sala hospital, alguna enferma de lo más asqueroso, que colocaba en el coche al lado mismo de una de las hijas, la que estaba de turno, y a la cual le incumbía el cuidado de la desgraciada hasta el momento en que sanaba o el cielo disponía otra cosa.
Otro perfil completará su fisonomía enérgica. Su hijo estaba en armas, acaudillando huestes de la campaña: nos referimos al que fue dictador y al golpe de estado de Lavalle. El gobierno, las autoridades estaban en la ciudad. La policía mandó tomar los caballos y mulas de los particulares. Doña Agustina contestó que ella no tenía opinión, que no se metía en política; pero que siendo las bestias para combatir a su hijo no podía facilitarlas.
La policía insistió. A la tercera intimación la casa estaba cerrada: doña Agustina, hablando por la ventana con el comisario, le hizo comprender que todo era inútil, que si quería echar abajo las puertas las echara. Fue menester hacerlo, las órdenes eran perentorias, y se hizo: en el fondo, donde estaban las caballerizas, los caballos y las mulas yacían degollados. El comisario, hombre cortés, que tenía gran consideración por la señora, ante aquel espectáculo observó: "Misia Agustina..." y ella no dijo más que esto: "Mire, amigo, y ahora mande usted sacar eso, yo pagaré la multa por tener inmundicias en mi casa; yo, no lo haré".

En páginas subsiguientes hemos de ver otros casos de singular persistencia, entre la madre y el hijo, el dictador, y de conciencia firme en ella.
Vamos ahora con un acto de don León a demostrar que, en efecto y como lo dejamos dicho, su debilidad no era intrínseca.
La estancia en que veraneaban era el conocido Rincón de López, cerca de la boca del río Salado. El 1° de noviembre, las cosas pasaban todos los años así de igual manera, doña Agustina iba al escritorio de don León, y presentándole el sombrero y el bastón, le decía: "Dame el brazo", y salían y subían en la galera llegando a los tres o cuatro días a la estancia. Una vez allí, don León se metía en su escritorio y doña Agustina montaba a caballo, mandaba parar rodeo y tomaba cuenta y razón prolija de todo.
Una ocasión sucedió que don León le dijo a doña, Agustina: "Agustina, sabes que hace años que no visitamos la huerta, ¿quieres que demos un vistazo?" Curiosidad o deferencia, doña Agustina aceptó. Llegados a un poyo de granito, que hemos visto, se sentaron; estaba sobre la margen del río; don León, con modos de equívoca amabilidad, preguntó: "¿No es cierto Agustinita que yo te quiero mucho?" Doña Agustina, que como todos nuestros abuelos hacía el amor como si fuera una pontificación a horas fijas, viendo aquellos modos inusitados en verano, bajo los árboles, repuso apartándose: "Rozas, ¿por qué me faltas al respeto de esa manera?" "No es eso. No". Y sacando de la faltriquera unas cuerdas, le dijo: "¿Ves esto? pues es para probarte que el hombre es el hombre, que si te dejo gobernar no es por debilidad sino por el inmenso amor que te tengo, porque te creo fiel"; y dicho y hecho, la trincó y le aplicó suavemente unos cuantos chaguarazos, más simulados que fuertes, en cierta parte.
Doña Agustina no hizo resistencia, ni habló; don León la dejó en el sitio, salió triunfante de la huerta, y nunca jamás se volvió sobre el incidente, ni nada se alteró en el manejo de la casa y hacienda.
Así cuando el general Mansilla se casó con la hija menor de aquellos, doña Agustina (era muy camarada con don León, aunque hubiera bastante diferencia en las edades), don León le dijo: "Mire, amigo, aunque usted es viudo y ha de tener experiencia, le diré porque le quiero: creo que Agustinita es muy buena; pero puede ser que alguna vez necesite..." y le contó el caso. Agustinita no necesitó.
La casa de Rozas era muy visitada. Don León tenía sus relaciones; doña Agustina las suyas, estando ésta más o menos emparentada con las grandes familias de García Zúñiga, Anchorena, Arana, Llavallol, Aguirre, Pereyra, Arroyo, Sáenz, Ituarte, Peña, Trápani, Beláustegui, Costa, Espinosa y muchas otras.
Los López Osornio habían venido de España directamente al Río de la Plata; los Rozas, en parte lo mismo, y de Chile y el Perú a Buenos Aires, y algunos a Cuyo. Por esta razón, don León tenía menos parientes que su mujer. La intimidad de ésta con familias principales como las de Pueyrredón, Sáenz Valiente, Liniers, Rábago, Terrero y otras, era estrechísima. Las hijas de la dilecta matrona doña Magdalena Pueyrredón, Florentina, Juana y Dámasa, nacieron en sus brazos, como nacieron algunos de sus nietos, entre ellos el hombre político y jurisconsulto Eduardo Costa, de grata memoria; Necochea, Las Heras, Olavarría, Guido, Alvear, Olaguer Feliú, Balcarce, Saavedra, Pinedo, López, Maza, Rolón, Soler, Iriarte, Viamont, Alvarez y Tomas, Torres, Sáenz Peña, Larrazábal, Garretón, Irigoyen, Alzaga, Azcuénaga, Castro, Zapiola y otros de esa estirpe eran de la tertulia de Rozas. Y como sus hijas Gregoria, Andrea, María, Manuela, Mercedes, Agustina, se habían casado con hombres de pro, Ezcurra, Saguí, íntimo de Rivadavia, Baldez, Bond, médico norteamericano notable, y Rivera (descendiente de Atahualpa, el último inca del Perú sacrificado por Pizarro), que hizo sus estudios en Europa, siguiendo las cátedras de Dupuytrén -ya puede calcularse lo que sería aquella casa antes y después que Prudencio, hijo segundo de don León, se uniera a la familia burguesa de Almada, en primeras nupcias (Gervasio, el menor, no se casó), y Juan Manuel a doña Encarnación de Ezcurra.
La memoria que don León dejó entre los suyos y entre todos los que le conocieron fue la de un hombre sin reproche. En cuanto a doña Agustina, era algo más que simpatía, consideración y respeto lo que infundía. Había nacido para imponerse y dominar, y se imponía y dominaba. Sus hijos la amaban con delirio. Hemos oído a uno de sus vástagos decir repetidas veces esto: "Si mi madre tenía vicios, quiero parecerme a ella hasta en sus defectos".
Otro, Gervasio, contaba un día después de la caída de su hermano: "Juan Manuel me mandó una vez un oficio con este rótulo: Al señor coronel de milicias don Gervasio Rozas; lo devolví sin abrirlo, diciéndole al propio, que había hecho cuarenta leguas: No es para mí. Volvió cuatro días después. Dentro de un sobre para el señor don Gervasio Rozas venían los despachos. Contesté devolviéndolos de nuevo so pretexto de que el estado de mi salud no me permitía aceptar el honor que se me hacía". Y a guisa de comentario espontáneo, agregó: "Juan Manuel lo que quería era tenerme bajo sus órdenes como subalterno. No teniéndome siendo sólo lo que éramos -hermanos-, de miedo de madre no se habría atrevido a hacerme nada, sabiendo, como sabía, que yo no estaba del todo muy conforme con todos sus procederes".
Cuando don León pasó a mejor vida, doña Agustina hacía ya años que no se levantaba de la cama; estaba tullida. Pero asimismo de todo se ocupaba: de su casa, de su familia, de sus parientes, de sus relaciones, de sus intereses, comprando y vendiendo casas, reedificando, descontando dinero, y siempre constantemente haciendo obras de caridad y amparando a cuantos podía, a los perseguidos con o sin razón por sus opiniones políticas. Y hubo vez en que riñó por mucho tiempo con su hijo por negarse éste a poner en libertad a un perseguido, del que ella decía: "Ese señor (Almeida) no es unitario ni es federal, no es nada, es un buen sujeto; y así es como Juan Manuel se hace de enemigos porque no oye sino a los adulones". El entredicho duró hasta que el dictador fue a pedir perdón de rodillas, anunciando que el hombre estaba en libertad.
Uno de los actos de doña Agustina que más acentúan sus caracteres complejos de mujer caritativa y prepotente es su testamento. Estos documentos no mienten, siendo una secuela legal que puede compulsarse.
Necesitamos para mejor inteligencia de las cosas decir que de la unión entre doña Manuela y el doctor Bond, ya citados, le quedaron huérfanos a doña Agustina varios nietos, de los que fue tutora y curadora: Enriqueta, Franklin, Carolina y Enrique, que murió. Doña Agustina los cuidaba y los amaba con la más tierna y exagerada solicitud, a título de que eran muy desgraciados no teniendo padre ni madre.
Resolvió, pues, hacer su testamento. Tenía un escribano condiscípulo y amigo, hombre seguro, de toda su confianza, con el que se tuteaba. Lo mandó llamar.
-Montaña, quiero hacer mi testamento.
-Bueno, hija.
-Siéntate y escribe.
Montaña se acomodó en una mesita redonda estilo imperio que conserva la familia, y doña Agustina, que tenía una excelente memoria, mucho orden y todas sus facultades mentales intactas a pesar de sus años y de sus achaques dolorosos, comenzó a dictar.
-Agustinita, eso que dispones no está bien.
-¿Por qué?
-Porque lo prohíbe la ley.
-¡Que lo prohíbe la ley! ¡já, ja, já! ¿Qué, yo no puedo hacer con lo mío, con lo que hemos ganado honradamente con mi marido, lo que se me antoje? escribí no más, Montaña.
-Pero, hija, si no se puede, si no será válido; no seas porfiada.
-¿Qué no se puede? escribí no más, que vos no sos el del testamento, sino yo, y ya verás si se puede...
-Pues escribiré y ya verás.
-Ya veremos.
Montaña siguió escribiendo, y la señora disponiendo bien.
Montaña arguyó nuevamente: "Eso tampoco se puede", y la señora redarguyó: "Ya verás si se puede; escribí, nomás, escribí".
Montaña agachó la cabeza, siguió, y las mismas contradicciones se repitieron unas cuantas veces más...
-Bueno; lee ahora, Montaña.
Montaña leyó.
-Perfectamente, agregá ahora: Sé que lo que dispongo en los artículos tales y cuales es contrario a lo que mandan las leyes tales y cuales (cita todas tus leyes) [4] . Pero también sé que he criado hijos obedientes y subordinados que sabrán cumplir mi voluntad después de mis días: lo ordeno.
Y el testamento, que era una monstruosidad legal, se cumplió. La señora favorecía a sus tres nietos a tal punto, que todos ellos heredaban más que sus hijos.

Sin ese testamento, ¡cuántas tristezas futuras no se habrían evitado! Las leyes son reflejos de una moral cualquiera; violarlas es perturbar un principio de justicia distributiva. No se produce el acto sin que alguno padezca. Así, he aquí una verdad casi evangélica: "Administrar justicia, es montar la guardia velando por los derechos del hombre, es hacer la sociedad posible".
El testamento se abrió; la primogénita, doña Gregoria, dijo: "Vayan a ver qué dice Juan Manuel". Así se hizo. Don Juan Manuel no leyó, diciendo: "Que se cumpla la voluntad de madre". Los otros de ambos sexos, sabiendo lo que había dicho el hermano mayor, contestaron lo mismo sin leer. Sólo Gervasio, el hermano menor, se lo hizo leer. Meditó, y después de reflexionar, dijo: "Que se cumpla la voluntad de madre. Pero vayan a decirle a Juan Manuel y a Prudencio que nosotros somos ricos, que de lo nuestro se tome para integrar la hijuela que a las hermanas mujeres corresponde..."
Y así se hizo, y la voluntad prepotente de doña Agustina López de Osornio prevaleció contra la ley, cumpliéndose lo que al testar y lanzando su quos ego le decía al curial refractario, plenamente convencida de su infabilidad : "Ya verás como se puede ".
De tamaña mujer nació Rozas.

viernes, 11 de febrero de 2011

Los que odiaron al Gral. José de San Martín

Por Vicente D. Sierra
Muchos militares que hasta su llegada al país eran considerados hábiles guerreros a caballo, no ocultaron su rencor a quien les demostró que carecían de tal habilidad y les enseñó el arte de la guerra por la caballería, dotándola de armas de nuevo tipo, entre otras la lanza, que hizo fabricar con cañas tacuaras. En alguna época, para desacreditarlo ante la opinión popular, se le llamó "el rey José", difundiendo y dejando que se creyera, que su afán era coronarse rey del país. Es que estaba adornado de una integridad moral que no le permitió ser hombre de ninguno, para serlo sólo de su ideal emancipador. Hasta los caudillos populares, como Juan Bautista Bustos, Estanislao López, Francisco Ramírez y Gervasio José de Artigas, desconfiaron en algún momento sobre la lealtad de San Martín, desconcertados por una conducta que no se acomodaba al módulo dominante, o engañados por José Miguel Carrera. Entre los que lo odiaron se destacan dos personajes de singularísimo prestigio intelectual: Sarmiento y Alberdi, y otro de mal ganado prestigio político: Bernardino Rivadavia. Los dos primeros figuran entre los acreditados enemigos de Rosas, y es evidente que por tal motivo, miraron a San Martin sin ningún amor y trataron de negarle los derechos al procerato con que hoy ocupa un puesto de honor en el panteón de nuestros héroes.
En una de las piezas del epistolario de Yungay, Sarmiento, con fecha 9 de julio de 1852, escribía a Alberdi:
".. .Desmadryl hace un Panteón de hombres célebres de Chile: la obra es acabada. Se necesita la biografía de San Martín, y usted podría hacerla breve, espiritual, saisisante, instructiva. San Martín fue una víctima; pero su expatriación fue una expiación. Sus violencias, pero sobre todo, la sombra de Manuel Rodríguez, se levantó contra él y lo anonadó. Haga usted resaltar este hecho para precavernos. Esta justicia silenciosa, pero inflexible que lo alejó para siempre de la América. Hoy es Rosas el proscripto. Sus afinidades las encuentra en el apoyo que prestó al tirano por lo que usted ha dicho: por el sentimiento de repulsión al extranjero. El ejército de los Andes se sublevó en Lima por razones generales; pero el sentimiento, la pasión eficiente, fue el resentimiento que causaba a los argentinos, el verse despojados de su bandera, esto es, de su gloria nacional, para izar las nuevas banderas de los estados libertados, dándoles el aire de condottieri. También él se sublevó contra su gobierno en las Tablas, y su ejército se sublevó contra él. ¿Se encargará usted del trabajo? Fundemos de una vez nuestro tribunal histórico. Seamos justos, pero dejemos de ser panegiristas de cuanta maldad se ha cometido. San Martín castigado por la opinión, expulsado para siempre de la América, olvidado veinte años, y rehabilitado por ios laicos, como Montt, el doctor, el letrado, es una digna y útil lección".
Alberdi ya había escrito antes del pedido de Sarmiento una biografía de San Martín, pero se negó a hacerla en las condiciones impuestas, por lo que el 2 de setiembre de 1852 Sarmiento le volvió a escribir, diciendo: ".. .Yo le indiqué a usted que escribiese la biografía de San Martin, porque ya lo había usted hecho antes, insinuando que podia hacerse justicia ahora, etc. Sin ser mi ánimo que fuese una detracción, porque yo no aconsejaría a nadie nada que no fuese honorable. Creía que una alabanza eterna de nuestros personajes históricos, fabulosos todos, es la vergüenza y la condenación nuestra".
Pero Alberdi escribió sobre San Martin algunas páginas que, posiblemente, habrían gustado a Sarmiento. Lo hizo en su obra "Grandes y pequeños hombres del Plata", para destacar que, si algún día un poeta como Byron, "señor o milord y no lacayo", visitara estos pueblos y recogiera sus crónicas y le¬yendas, "no serán los Carrera los menos apreciados". Veamos otros conceptos de Alberdi:
"Fue fortuna para Chile que la Revolución Argentina tuviera que buscar en su territorio el camino que debia llevarla a la libertad de las cuatro provincias argentinas del Norte. Pero si San Martin hubiera faltado, Chile no habría carecido de libertadores, y en el Perú mismo hubiese sido reemplazado como lo fue, en efecto, por Bolívar. Su ausencia no perjudica más que a la República Argentina, a quien le costó cuatro provincias... Ningún hombre es necesario en este mundo cuando la Providencia ha creado la necesidad de un gran cambio".
Como se ve, Alberdi acusa a San Martin de haber abandonado las provincias del Alto Perú para libertar a Chile y usar a este país para pasar al Perú. Alberdi no dice que fue el Congreso rivadaviano de 1826 el que dispuso que dichas cuatro provincias estaban en libertad de hacer lo que les viniera en gana: independizarse, o unirse a las del Río de la Plata. Alberdi no dice que Bernardino Rivadavia abandonó a San Martín en el Perú. No dice que la prensa rivadaviana se burló prácticamente del emisario que San Martín envió a Buenos Aires en demanda de apoyo militar para atacar en la frontera de las cuatro provincias altoperuanas, pero dice que cuando la Providencia interviene no necesita de hombre alguno. ¡Soberbia lección de metodología histórica! En virtud de ella, el autor de "Bases" agrega:
"A Chile le habrían sobrado igualmente los libertadores, y, sin San Martin, repito, no habría tardado en ser libre por los Carrera. Esos si que eran el genio de la acción y de los recursos. ¡Nada menos fueron que mártires de su impaciencia de acción liberal y patriótica!"
Para Alberdi, San Martin ni siquiera se destacó como militar; no le encuentra ningún rasgo genial, y se pregunta: "¿Dónde está entonces el genio de San Martin? ¿En que pasó cañones a través de los Andes? ¿Por eso seria otro ANIBAL? Comparaciones pueriles". Evidentemente, si sólo se hubiera tratado de pasar cañones, no seria otro Aníbal, ya que éste no los pasó en los Alpes, puesto que aún no se habían inventado. Pero la torpeza de Alberdi llega a tal punto que dice: "La gloria en el arte del transportar es muy preciosa, pero pertenece más bien a la Industria"; de lo que cabe deducir que el paso de los Andes pudo haber sido hecho —según Alberdi— por cualquier empresa de mudanzas...
Este odio a San Martin fue de tal magnitud en la época de Rivadavia, que el encargado en Buenos Aires de negocios de Chile, Zañartú, escribió refiriéndose al gobierno de Buenos Aires dice: ''Los hombres odian a San Martin, una ruta tan contraria a la opinión general, que este solo principio cada día pierde más su partido, a pesar de que materia de rentas y Gobierno, hecho cosas buenas". El dia 28, una nueva carta, informaba que gobierno de Tucumán había pedído ser provisto de armas para habilitar una expedición de 600 hombres se preparaban para enviar al Perú a apoyar a San Martin, y decía: "Pero todo se le negará. Todo lo que sea obrar conforme las ideas de San Martin, se reprueba aunque tenga la aceptación verbal".
Desde Bruselas, el 20 de octubre de 1827, San Martin escribía a O'Higgins, y al referirse a la renuncia de Rivadavia, decía:
"Ya habrá usted sabido la renuncia de Rivadavia; su administración ha sido desastrosa, y sólo ha contribuido a dividir los ánimos; él ha hecho una guerra de zapa, sin otro objeto que minar mi opinión suponiendo que mi viaje a Éuropa no ha tenido otro objeto que el de establecer gobiernos en América, he despreciado tanto sus groseras imposturas, como su innoble persona".
¿Cómo explicar este irracional odio a San Martin? El lo dijo, carta a O'Higgins, desde Montevideo, el 5 de abril de 1829: "La situación de este país (se refiere a la República Argentina) es tal que al hombre que lo mande no le queda otra alternativa que la de someterse a una facción o dejar de ser hombre público; ESTE último partido es el que yo adopto".
Para comprender estas palabras hay que recordar que en aquel entonces, Lavalle se habla dirigido a San Martin para encontrar en él un elemento que lo sacara del enredo en que habia caido al encabezar la revolución de diciembre de 1828 y el asesinato de Dorrego. San Martin pudo ser entonces el hombre que salvara a los rivadavianos del lio en que se hablan metido por odio a cuanto oliera a pueblo, y San Martin se negó. San Martin era el que en 1812 puso fin al Primer Triunvi¬rato, expresión neta del localismo porteño y de su minoría dirigente mercantilizada; el mismo San Martín que, ante el alzamiento de los pueblos en 1820, se negó a salvar a la Oligarquía del puerto. Ese San Martín que se negó a entrar en los cuadros de la politiquería sucia de los prohombres del liberalismo rivadaviano, tenia que ser odiado por aquellos que lo odiaron. Herederos de ese odio fueron Alberdi y Sarmiento; aumentado en ellos el desapego al héroe, por el hecho de que legara su sable de Chacabuco y Maipú a Juan Manuel de Rosas, el hombre que consolidó la independencia nacional, como con verdad, dijo el héroe de los Andes.
Pero San Martin era un prestigio legitimo; a tal punto, que más tarde, Alberdi y Sarmiento variaron sus puntos de vista sobre él, condicionándolo a olvidar que no habla sido político, sino puramente militar; confundiendo los términos, o sea política con politiquería. Ningún gran general, y San Martin lo fue, puede no ser político, ya que las guerras son esencialmente actos políticos. Justamente, de alta y trascendental política fue la campaña de Chile y Perú; de la más elevada política fue dejar terminar la campaña a Bolívar. Toda política tiene una finalidad, y San Martín fue leal a la suya; a tal punto, que hasta supo emprender el duro camino del renunciamiento, con tal que su finalidad se realizara, sacrificando su gloria. Política que no podía comprender un Rivadavia, inflado de vanidad hasta lo grotesco, y menos un Sarmiento tan pagado de si mismo, que cuando en 1857 Mitre lo hizo elegir, junto con Vélez Sársfield, miembros de la legislatura local, en carta privada informando sobre tal favor, decía:
"Es una felicidad para Buenos Aires que hayamos sido nombrados senadores; era menester que algunos hombres de talento y de capacidad entrasen en las Cámaras para dirigir la PLEBE e ilustrar el juicio de TANTOS IMBECILES QUE HEMOS INTRODUCIDO".

miércoles, 9 de febrero de 2011

Lucas Piriz...otro Héroe de Paysandú...

Por Leopoldo Amondarain

En el Uruguay han escrito la Historia los vencedores (al igual que en la Argentina)y muchos tampoco la conocen porque los convencieron sus "ideólogos" que todo lo anterior, incluyendo los que hicieron la Patria, porque no opinaban como ellos, eran tránsfugas, ladrones, explotadores y entreguistas, caen por ignorancia en pecados capitales e irreverentes.
En el Cementerio de Salto yacen los restos mortales del General Lucas Píriz. La tumba de marras parece que estaría, tal vez por falta de deudos, sufriendo injusto descuido o abandono y por ende integrando un conjunto de similares que pasarían a poder de la Comuna como es de rigor y estilo. Según parece, se habrían realizado las publicaciones del caso de todos los años a regularizarse los impuestos y de aparecer alguien, sería el titular del panteón. Esto es lo corriente. Pero los restos que allí descansan no son corrientes precisamente. Es un héroe, nada menos. El general Lucas Píriz. Para los que conocen historia integró una pléyada de los que hicieron el país. Fue el segundo jefe de la Heroica Paysandú. O sea, el mando inmediato del General Leandro Gómez.
No nació en la Patria Oriental, sino en Entre Ríos (1806), aunque fuera mucho más oriental que muchos. Su familia se trasladó y compró campo en Paysandú y desde entonces se integró a todas las gestas nacionales incluyendo las de la Independencia.
Cruzada de libertadores (1825), que sirvió hasta las postrimerías de la guerra contra el imperio brasileño (1828). ¡Casi nada! Militar del Libertador General Manuel Oribe y al igual que su Jefe profundamente legalista. Impidieron con don Manuel, los golpes de estado organizados por Lavalleja contra el gobierno electo del pardejón Rivera.
Un quebranto institucional en ese momento, ameritaba una muy probable intervención "porteña o cambá" muriendo nonato el "paisito" (1832). Rivera obviamente, como era su costumbre, cuando a Oribe le tocó presidir su ejemplar gobierno, los traiciona y da "su" golpe de estado (1838) teniendo Lucas Píriz, junto con don Manuel, exilarse en la Argentina. Federal de siempre sirve allí con Oribe y participa en las principales gestas heroicas e invictas (Famaillá, Quebracho Herrado, etc.) del Libertador. Sin perjuicio de estos servicios, en 1847 integra las fuerzas de Servando Gómez en la toma de Salto, donde es nombrado Jefe Político, máxima autoridad del departamento. Obviamente, enfrenta y lucha contra la mal llamada "revolución" del Gral. Añanmenbuí de Venancio Flores donde es nombrado coronel y pasa a prestar servicios en Paysandú. Allí le cupo el honor de organizar la defensa de la Heroica hasta el nombramiento del entonces coronel Leandro Gómez, pasando a ser su segundo. Leandro es inmolado por la coalición asesina unitaria mitrista, el imperial Tamandaré brasileño y por la ridícula infame "cruzada" de la "canalla" colorada de Flores con su "goyo geta" Suárez, Pancho Belén y demás criminales vernáculos (1.2.865) y Lucas Píriz muere en batalla unas horas antes, tal vez el 1.1.865 enfrentando a pecho descubierto, con un "piquete" de sólo 25 hombres, a un avance masivo de hordas imperiales. Los muros destrozados por las bombas invasoras de la Heroica fueron testigos de su gallarda y corajuda figura luchando y cayendo, nimbado de gloria, defendiendo la soberanía nacional como siempre lo hizo su Partido Blanco y sus jefes entre los que se forjó, incluyendo a Leandro Gómez. Porque entre las muchas condecoraciones históricas, nadie le puede negar o desmentir su calidad de soldado blanco de Oribe. Nunca sirvió barbas extranjeras. Tenía las suyas propias ganadas en los campos patrios en defensa de la libertad y soberanía, y no de ideologías foráneas. Por todo esto y bastante más que por falta de espacio se nos queda en el tintero, esos gloriosos huesos de Lucas Píriz, por ignorancia o mala fe, no pueden ir a parar a un osario público a ser incinerados como un vulgar NN. ¡Sus huesos aún tienen fragancia a Patria Vieja! ¡Propia de los que la forjaron y nos hacen sentir distintos como orientales dignificados!
Entre los dignos destinos que como póstumo descanso le puede caber a sus patrios huesos, puede pensarse en el Panteón Nacional, la Catedral de Salto como se acostumbraba en la época o el propio panteón de Leandro Gómez en Paysandú, "su Heroica", junto a su último gran Jefe. ¡Sería de justicia! ¡Viva Lucas Píriz! !Viva la Patria! ¡Vivan los blancos!

Ricardo Levene

Por el Dr. Sandro Olaza Pallero

Ricardo Levene nació en Buenos Aires el 7 de febrero de 1885. Estudió en el Colegio Nacional obteniendo el título de bachiller y se graduó como doctor en Jurisprudencia y Leyes en la Universidad de Buenos Aires en el año 1906.
Fue Profesor de Historia en el Colegio Nacional Mariano Moreno (1906-1928), alternando la actividad docente con la de publicista. Hacia 1911 inició su labor como docente universitario en la Facultad de Filosofía y Letras como profesor suplente de Sociología en la Cátedra de Ernesto Quesada.
A partir de entonces dictará clases en distintas universidades argentinas, como la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. En la primera casa de altos estudios se había incorporado como profesor adjunto en Introducción al Derecho, cátedra del doctor Carlos Octavio Bunge y a la muerte de éste lo reemplazó.
A lo largo de su vasta trayectoria profesional desempeñó numerosos cargos en diversos congresos, instituciones y certámenes científicos. Desde 1915 fue miembro de número de la Junta de Historia y Numismática Argentina y Americana resultando elegido presidente de la misma entre 1927-1931 y 1934-1938. A partir de ese momento le tocó presidir la transformación de la Junta en Academia Nacional de la Historia, cuya presidencia ejerció hasta el momento de su fallecimiento por un ataque al corazón en Buenos Aires el 13 de marzo de 1959.
Participó en la gestión de proyectos culturales que hasta ahora sobreviven como la fundación del Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires que actualmente lleva su nombre o la creación de la Comisión de Museos, Monumentos y Lugares Históricos que presidió desde 1939 hasta 1946. Junto con Rómulo D. Carbia, Emilio Ravignani y Diego L. Molinari, fue protagonista de la renovación historiográfica de la Nueva Escuela Histórica Argentina. En su bibliografía, Ricardo Levene concatenó la aspiración a la verdad científica con la inquietud por la formación de la “cultura histórica” de los argentinos.
Fue Director del Instituto de Historia del Derecho desde su fundación, que él mismo promovió a fines de 1936, y profesor titular de Introducción al Derecho. Señala Mariluz Urquijo que Levene en su Historia del Derecho Argentino, iniciada en 1945 y concluida poco antes de su fallecimiento, “a diferencia de la Introducción que había surgido casi de la nada, su Historia recoge tanto las investigaciones propias como los resultados de la labor ajena, realizada en buena parte merced al estímulo del mismo Levene. Así como la Introducción marcó un punto de partida, la Historia señala la madurez de un impulso que los muchos discípulos de Levene están obligados a no dejar declinar”.
En enero de 1945, las autoridades surgidas del golpe del 4 de junio de 1943 lo designaron Vocal de la Comisión del Consejo Nacional de Estadísticas y Censos para la realización del IV Censo Nacional. En junio del mismo año, una resolución del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública lo nombró vocal-representante de esa dependencia para el Consejo Superior del Instituto Sanmartiniano. La llegada al poder de Juan Domingo Perón no modificará esta situación, pues Levene no sólo conservó sus cargos –excepto la Presidencia de la Comisión de Museos, Monumentos y Lugares Históricos-, sino que fue convocado para participar en diversas funciones ejecutivas.
En su función de Presidente de la Academia Nacional de la Historia, compartió la Comisión Nacional de Honor de ese congreso con el Presidente Perón; el Vicepresidente Quijano; el Ministro del Interior Borlenghi y el gobernador bonaerense Mercante. Según Martha Rodríguez, el gobierno peronista “por lo menos durante el decenio 45-55 mantuvo una clara posición frente a los orígenes históricos y culturales del país, que no difería demasiado de la que en sus investigaciones históricas proponían R. Levene y el resto de los miembros de la ANH.
Al intento del peronismo de asociar los símbolos y mitos patrios –que eran los que rescataba también la ANH- con su movimiento, se agrega su revalorización de lo hispánico. Es posible encontrar entonces, ciertas similitudes entre los resultados de las investigaciones históricas de Levene y varios de sus colegas en la academia, y la usina intelectual del peronismo, de la que emana la posición oficial del régimen”.
En esa época se creó una comisión para revisar la actuación política de Juan Manuel de Rosas, que tuvo un gran debate en el gobierno peronista, especialmente a través del revisionismo representado entre otros por el Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, lo que resultó en una consulta del Ministerio de Educación a la Academia Nacional de la Historia. Este proyecto que de aprobarse hubiera provisto un importante soporte institucional al revisionismo histórico, fue elevado a la Academia, quien aprobó el siguiente dictamen: “Los miembros de la mesa directiva que suscriben consideran que las instituciones dedicadas a los estudios históricos existentes en el país vienen realizando una intensa labor de investigación y crítica histórica de todas las épocas del pasado argentino, que es el alto objetivo de toda verdadera revisión histórica. Las publicaciones que se llevan a cabo (…) y entre ellas la “Historia de la Nación Argentina” que edita esta Academia, son muestra inequívoca de la constante preocupación científica y patriótica de los historiadores argentinos (…) Tales investigaciones se llevan a cabo sin pasión sectaria y con amor a la verdad histórica…”.
Cuando se produjo el fallecimiento de Levene, el decano Francisco P. Laplaza por resolución n° 2938/59 del 13 de marzo de 1959 dispuso realizar homenajes a su memoria, entre ellas una comisión que estaría presente en su sepelio e integrada por los profesores doctores Ricardo Zorraquín Becú, Samuel W. Medrano, Mario C. Belgrano, Federico Torres Lacroze, Julio César Cueto Rúa, Fernando L. Sabsay, Fernando N. Barrancos y Vedia, Genaro R. Carrió, Remo F. Entelman, Carlos E. Alchourrón y María Isabel Azaretto de Vázquez. Zorraquín Becú en su oración fúnebre al maestro Levene destacó sobre su vocación docente: “Esa vocación se nutría de un gran amor a la cultura, a las instituciones y a la juventud. Sabía ayudar, promover y suscitar el entusiasmo y la consagración de otros, y llevaba en su corazón ese deseo de servir a la patria difundiendo y alentando los estudios”.

Fuentes:
MARILUZ URQUIJO, José M., “Ricardo Levene y la Historia del Derecho”, enRevista del Instituto de Historia del Derecho n° 10, Buenos Aires, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, 1959.
RODRÍGUEZ, Martha, “Cultura y educación bajo el primer peronismo. El derrotero académico institucional de Ricardo Levene”, en PAGANO, Nora y RODRÍGUEZ, Martha (Comp.), La Historiografía Rioplatense en la Posguerra, Buenos Aires, Editorial La Colmena, 2001.