lunes, 31 de octubre de 2022

Los Degolladores

 Por Juan Manuel Vigo


Como se degollaba, don Pascasio?
Esta pregunta se la oímos hacer hace medio siglo a don Pascasio Rivas, un cordobés que anduvo en muchas y que también vio muchas ,
—Y... lo más fácil. Se le metía el cuchillo debajo de la oreja, detrás de la carretilla y se lo hacia bandear al otro lado. Después no había más que cortar p’adelante. Igual que a las ovejas.
El famoso gaucho alzado Ledesma, un temible asesino que, por el destino, fue a morir en duelo criollo a manos de un pobre agente de policía (allá por mil ochocientos noventa y tantos), contaba en los fogones de las islas de Verde, frente a Saladero Cabal:
—Yo he degoyau de todo y a veces por curiosidá. M’entretenia hasta con loj perroj y cualisquier bicho. Y dispuej loj soltaba pa ver ande iban a parar. El que va a cáir maj le Jo ej el cristiano'*.
En nuestra historia del siglo pasado abundan los casos de degüellos, tal vez porque fuimos durante ese lapso un pueblo eminentemente ganadero. La mayor industria que tuvimos en el litoral, por no decir la única importante, el saladero, era una verdadera orgia de sangre. Al animal se lo enlazaba, desjarretaba y degollaba en medio de una batahola de gritos y perros, y entre charcos de sangre y pisando achuras y residuos. La muchachada de la ciudad y de los pueblos iba a los saladeros y mataderos a entretenerse viendo degollar reses. Se simulaban yerras, y naturalmente se “degollaban reses”, para lo cual no faltaban los que se prestaban a ser novillos y los que la oficiaban de “degolladores”.
Alguna vez oimos a nuestras abuelas referirse a los tiempos en que eran niñas: —“Teníamos que esconder las muñecas porque los muchachos las degollaban para jugar”.
Cuando habla que sacrificar un animal no se pensaba sino en degollarlo, aunque se tratase de un caballo de carrera que habla sufrido una quebradura incurable. El dueño lo mandaba degollar, porque asi lo determinaba la costumbre. Y no se le ocurría abreviarle a la pobre bestia los sufrimientos pegándole un tiro, aunque estuviese con el revólver en el cinto y los ojos llenos de lágrimas.
Un tal Argumedo, hijo de un comandante entrerriano, contaba.
—“Mi padre me enseñó a degollar. La primera volada me la dio cuando tenia catorce años. Al principio cuesta y uno se embadurna entero. Pero después se hace baquiano”.
Ha sido precisamente un pintor entrerriano, Cesáreo Bernardo de Quirós, quien ha dejado uno de los documentos más dramáticos de esos tiempos. Se trata de los cuadros “Los degolladores y “El matadero’, que se exhiben en el Museo Nacional de Bellas Artes. El de “Los degolladores”, sobre todo, horroriza por su tremendo realismo, acentuado por el violento colorido, con predominio del rojo, como casi toda la obra de ese artista. Allí se ve también una manta extendida sobre los pastos, donde se han ido arrojando las prendas de plata quitadas a los condenados. Era el pago que a veces recibían los degolladores para cumplir su oficio.
Cesáreo Bernaldo de Quirós tuvo buenos motivos de inspiración en su tierra natal, sobre todo con los procedimientos de don Justo José de Urquiza, que, según la tradición, mandaba degollar a los ladrones. Se cuenta que hubo quien perdió la cabeza por haberle robado una sandía. A Santa Fe fue a parar uno que se escapó arañando de que don Justo lo hiciese degollar por uno de estos delitos. Cayó a la ciudad de Estanislao López ostentando un gran claro sobre la frente, donde no le había quedado sino uno que otro pelito. Tomado firmemente de los cabellos, en el momento en que le arrimaron el cuchillo dio un tremendo cabezazo hacia atrás y escapó. El frustrado degollador se quedó bramando de indignación con el mechón entre los dedos, mientras el otro ganaba el monte con tan buenas ganas de disparar que no lo alcanzaron ni con perros. “Jamás volveré a degoyar sin haberlos maneado antes”, fue el amargo comentario del burlado...
No es para extrañarse de que aquél dejase el jopo en manos de su presunto degollador. En trance de morir, el ser humano suele adquirir fuerzas descomunales. Cuando degollaron en Cayastá, siglo pasado, al conde Tessieres de Bois Bertrand con toda una numerosa familia, en uno de los hechos más dramáticos que es posible imaginar, un muchacho de catorce años, en un descuido de los asesinos que habían cerrado todas las puertas de la residencia para no dejar uno vivo, escapó a través de una sólida reja doblando los hierros. Cuando después se hizo la reconstrucción del crimen, el pobre chico no pudo hacer pasar siquiera la cabeza por el sitio por donde él mismo había escapado en un momento de desesperación.
Muchas veces, por circunstancias especiales —venganzas personales, odios políticos profundos, etc.-— los degolladores prolongaban el suplicio. Tal es lo que ocurrió en Tucumán con el doctor Marco Avellaneda. Dicen que lo ultimaron con un cuchillo desafilado y mellado, y como el degollador, probablemente a propósito, demoraba la faena, el doctor Avellaneda le gritó: “Apure, apure. ”
Degüello también por venganza fue el que ocurrió en La Cimbra (Santa Fe> con el hotelero suizo Antonio von Will, quien había venido de Nueva York para atender un negocio de su hermano, que debia viajar a Suiza. En esos días se produjo la revolución de 1893 y los radicales tomaron el pueblo de Helvecia, distante 16 kilómetros de Cayastá. El gobierno mandó tropas, a las que se agregaron varios cientos de irregulares y merodeadores. Von Will aprovechó que se detuvieron en las proximidades de Cayastá y corrió a avisar a Helvecia. Allí los revolucionarios esperaron prevenidos a sus adversarios y les hicieron treinta muerto, entre los que cayó el comandante de milicias Camilo Romero. Retomado más tarde el gobierno, su hermano Benito, también comandante, sacó una noche sigilosamente a von Will y lo hizo degollar junto a un arroyo. En venganza por la muerte de su hermano —y también, sin duda, por ser gringo y meterse en las cosas nuestras— ordenó al victimario:
—Degoyalo a lo chancho y removele el cuchiyo.
Es decir, que le clavara el cuchillo en la garganta, hacia abajo, y le hurgara la herida hasta verlo morir.
En condiciones también muy crueles —si es que se puede agregar mayor crueldad a un degüello— fue muerto el coronel Santa Coloma, apenas terminó la batalla de Caseros.
No bien cayó prisionero, fue llevado a presencia del traidor Urquiza, quien ordenó secamente:
—Deguellenló por la nuca. Asi paga las que ha hecho.
No era faena fácil eso de degollar por la nuca. Había que cortar primero los músculos de la parte posterior del cuello, para abrir camino hasta la columna vertebral. Alli, con el filo del cuchillo, se buscaba una articulación de las vértebras para seccionar la columna y llegar luego a la garganta. Si el degollador le erraba a la articulación en los primeros intentos o se ponia nervioso, como el verdugo que, según Maurois, decapitó a María Estuardo, el trabajo se prolongaba. Lo más probable entonces, era que se decidiese a cortar en cualquier parte hachando a machetazos el espinazo. La sección de la médula abreviaba la agonía.
En su historia de Corrientes, el doctor Florencio Mantilla relata las alternativas del degüello de Pago Largo, de acuerdo a lo que le refiriera un testigo. Dice que alinearon a los prisioneros y los fueron contando. Cada diez sacaban uno y lo degollaban. Cuando llegaron al otro extremo, comenzaron de nuevo en sentido Inverso. La oficialidad de las fuerzas entrerrianas presenciaba el espectáculo, festejando lo que le causaba gracia. También andaba entreverado el mayor Calventos, quien se paseaba sobando cuidadosamente una lonja de, piel fresca:
-Esta se la saqué del lomo a Berón de Astrada.. .
Se dice que con ella fabricó una manea que mandó a Rosas.
En el cuadro de Quirós los degollados aparece con las manos atadas a la espalda y los pies también amagados. Asi se los degollaba más fácil, pues los prisioneros —sobre todo si eran de agallas se defendían como podían.
Por ejemplo, el valiente coronel Chllavert, que murió atacando a sus verdugos a puñetazos y puntapiés, había sido jefe de la artillería rosista en Caseros. Pero Chllavert se resistió por un motivo distinto; Urquiza quiso hacerlo fusilar por la espalda. Cayó acribillado a bayonetazos, golpes de sable y culatazos. Pero no le dio a Urquiza, el gran traidor, el gusto de que lo vieran morir como un traidor, que nunca lo había sido y menos a su Patria. Todo lo que se acaba de relatar causa horror y no es para menos. Pero ello no ha sido algo exclusivo de los argentinos y menos de “los tiempos del rosismo”. Tampoco nuestros comandantes de campaña eran tan refinados cómo para inventar suplicios como los que los hombres de toga mandaron aplicar a Tupac Amarú, condenándolo a ser descuartizado atando sus miembros a cuatro caballos, mientras mandaron cortar la lengua y después degollar a su esposa, sus hijitos y todos los parientes más o menos cercanos. El caballero don Martín de Alzaga, héroe durante las Invasiones Inglesas, mandó aplicar tormento a un pobre infeliz acusado de difundir noticias de la Revolución Francesa. Rodeado de toda la aparatosidad legal y procesal de circunstancias, el verdugo le amarró las manos y le fue introduciendo cuñas de hierro debajo de cada uña. La sesión indagatoria se repitió dos veces. En la primera se le destrozaron las uñas de los dedos de una mano; en la segunda se le mutiló la otra. Encima resultó que el pobre prójimo era inocente.
El ambiente en que se vivió durante el siglo pasado en nuestro país bien pudo producir gente insensible y bárbara. Pero de alguna pasta muy buena debe estar amasado el espíritu de nuestro pueblo cuando, a pesar de ello, jamás permitió un linchamiento ni acepta la pena de muerte y ni siquiera admite que se realicen corridas de toros... No deja de ser alentador este largo camino recorrido por los argentinos desde la frecuentación de esos degüellos que hemos relatado y el respeto por la vida ajena que actualmente forma parte de nuestra modalidad nacional.