martes, 9 de octubre de 2012

El Tambor de Tacuarí

por Quiroga Micheo, Ernesto La campaña libertadora del Paraguay tocaba a su fin. Emprendida la retirada hasta el río Tacuarí, en cuyas cercanías las fuerzas de Belgrano sostuvieron en el transcurso del día 9 de marzo de 1.811 diversos encuentros, una de las intrépidas columnas, compuesta de 235 soldados, se puso en movimiento sobre su enemigo, que en número de cerca de 2000 hombres con seis piezas de artillería, avanzaba con la arrogancia que le inspiraba la superioridad numéricay su reciente triunfo. La infantería, formada en pelotones en ala,marchaba gallardamente con las armas a discreción, al son del paso de ataque que batía con vigor sobre el parche un tamborcillo de doce años de edad, que era al mismo tiempo lazarillo del comandante Vidal, que apenas veía; pues hata los niños y los ciegos fueron héroes en aquella jornada. La caballería, dividida en dos pelotones de 50 hombres cada uno, marchaba sobre los flancos sable en mano, haciendo enarbolar la última enseña del ejército expedicionario al Paraguay. Los cañones con bocas ennegrecidas por un fuego de cerca de seis horas, eran arrastrados a brazo por los artilleros. Ibañez conducía el ataque, y el General Belgrano, observando con atención al enemigo, dirigía los movimientos de aquel puñado de soldados. Repentinamente cesó el fuego y disipándose las nubes de humo que oscurecían el campo de batalla, se vio a la línea paraguaya recogerse sobre sus costados, guarneciéndose en el bosque y abandonando, en el medio del campo, los cañones con que hacía fuego.
La fuerza moral había triunfado sobre la fuerza numérica. El General Belgrano habiendo conseguido imponerse al enemigo, había obtenido la única victoria que era de esperarse; y aprovechándose del asombro causado por el valor de sus tropas, envió a su vez un parlamento al jefe paraguayo, quien lejos de pensar en hacer efectiva su arrogante amenaza de la mañana, sólo pensaba en precaverse de la derrota. Así consta en el mismo testimonio del enemigo. Mientras el parlamento se dirigía al campo adversario, los soldados patriotas descansaban orgullosamente sobre sus armas, Belgrano, de pie en lo alto del "Cerro de los Porteños", pudo entregarse a la satisfacción viril de haber salvado con su fortaleza de ánimo la gloria de las armas revolucionarias, y con ellas, las últimas reliquias de su pequeño ejército. ¿Existió el Tambor de Tacuarí? En la historia escrita del Tamborcito se deben analizar tres aspectos: a) el valiente comportamiento de un niño en la batalla de Tacuarí, b) su presunta muerte en acción, y c) su individualización como Pedro Ríos. a) El valiente comportamiento de un niño Mitre fue el primero que divulgó esta tradición. En su Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina editada por primera vez en 1857, unas escuetas líneas relatan el episodio: «La infantería, formada en pelotones de ala, marchaba gallardamente con las armas a discreción, al son de paso de ataque que batía con vigor un tamborcillo de doce años que era, al mismo tiempo, el lazarillo del comandante Vidal, que apenas veía: pues hasta los niños y los ciegos fueron héroes en aquella jornada". En ningún párrafo narra su muerte en acción. La segunda persona que aparentemente se ocupó de esta historia fue Rafael Obligado. El vate era muy amigo de don Carlos Miguel Vega Belgrano, con quien se carteaba. Este señor era nieto del prócer, por lo que es posible que el poeta oyera de sus labios esta tradición. Además, Obligado recorrió el país con el fin de recoger cuentos, leyendas y tradiciones para usar como temas en sus poesías. Estuvo en Corrientes en 1897, y con motivo de ese viaje escribió A Corrientes, cuyos versos finales son muy significativos: “¡Corrientes Tierra natal de los héroes sin historia de los mártires sin gloria, de los dolientes hogares! Dame sol, dame azahares, dame asilo en tus memorias. La poesía El Tambor de Tacuarí está fechada en 1909. Obligado, y especialmente Mitre, conocieron a muchos guerreros de la Independencia, alternaron con ellos, y escucharon de sus labios, o de los de sus familiares, numerosos episodios históricos. Mitre, al referirse a Falucho, dejó constancia que conoció cómo murió, gracias a un relato escrito y a varios orales, por lo que se debe aceptar que escuchó de alguien lo ocurrido en Tacuarí. En base a esto, considero que se debe admitir como cierto que allí un tamborcito se comportó heroicamente a pesar del fragor de la batalla. Es evidente que durante varios años no se habló de que el muchachito hubiera muerto en acción. Podría ser una prueba de ello la resolución del Consejo Nacional de Educación del 8 de marzo de 19 1 2, que fijó las fechas para la conmemoración de los niños heroicos. En sus considerandos se dice lo siguiente: “Con el propósito de fijar dos fechas del año para que se recuerde en la escuela á los niños que merecieron por sus actos heroicos la gratitud de la patria, y considerando que entre los pequeños héroes argentinos cuya abnegación y valor exalta la historia, se destacan el "Tambor de Tacuarí" y las "Niñas de Ayohuma", por sus acciones gloriosas realizadas el 9 de marzo de 1811 y el 14 de noviembre de 1813, respectivamente...” b) Presunta muerte La primera referencia escrita que se encontró sobre la muerte del niño está datada el 9 de julio de 1924. Ese día, el historiador Gómez, en su discurso pro- nunciado en la plaza 25 de Mayo de Corrientes, dijo: “ ... cuando Belgrano cruzó la provincia (... ) en su marcha hacia el norte, cruzó el pueblo de Concepción, se enroló un niño, sereno como nuestro cielo y fervoroso en sus pasiones como la roja flor de los ceibales. Su nombre se ha perdido en el horror de la trajedia para inmortalizarse por el poeta, como el "Tambor de Tacuary" y su figura surge en el recuerdo entre el hierro del coraje y la metralla ( ... ), sino el redoblado jadeante y épico del heroico tamborcillo, recostado en la cureña doblada de un cañón, en el repecho ardiente de la colina, su ropa en harapos flamea como una bandera, su pecho abierto, sus cabellos revueltos por el beso de la gloria, su rostro jubiloso de heroísmo, ponen en la tarde la nota más grande del heroísmo. Y es recién cuando la metralla enemiga quiebra su vida como un lirio y cesa el redoblado estupendo de los parches ..." . Curiosamente, en el tratado de historia de su provincia natal no menciona el episodio, a pesar de que su obra se publicó cuatro años después de que el mismo Gómez gestionara el emplazamiento de un monumento al niño héroe en 1929.
Tampoco refiere el episodio otro autorizado comprovinciano, Manuel Florencio Mantilla, en su Croníca histórica de la provincia de Corrientes. Fue autor de numerosos trabajos históricos, algunos relacionados con conocidas tradiciones, como la del sargento Cabral y la de Falucho, y, sin embargo, en su vasta bibliografía no hay referencia alguna sobre el Tamborcito. La segunda mención que se encontró sobre la muerte del niño está fechada en 1929, y pertenece a Francisco Atenodoro Benitez, autor del que nos ocuparemos más adelante. Dice textualmente: “El Tambor de Tacuarí redoblaba sin cesar el paso de ataque que le habían ordenado sus superiores, hasta que cayó en el puesto de honor y sacrificios...”. Posiblemente todas las referencias posteriores estén basadas directa o indirectamente en las afirmaciones de Gómez y Benitez. La nota de Enrique M. Mayochi, publicada en la revista de La Nación, es una mera versión resumida del trabajo del señor Díaz Ocanto sin verificación de las fuentes, según referencias verbales de los mismos Mayochi y Diaz Ocanto. El 9 de marzo de 1974 apareció en el diario Época, de Corrientes, una nota de Ramón Juan Blaneo en la que se dice: “no obstante, años después, cuando era conducido enfermo desde Tucumán a Buenos Aires, en un descanso en suelo cordobés Manuel Belgrano recordó que a la fecha del combate librado en Tacuarí el niño había adquirido aceptable destreza en el Tambor. De otro modo no se justificaba el valiosísimo papel que asumió en la batalla final”. En otra parte agrega: “Lo recuerdo y me estremezco -decía el general Celestino Vidal hacia el mina¡ de su vida-; me parece estar viéndolo avanzar impasible a mi lado. Y lo he visto caer y abandoné la lucha para socorrerlo. Murió de dos disparos en el pecho. Estoy seguro de que su muerte fue mi salvación, porque al detenerme, no caí como cayeron casi todos los del ala donde estábamos nosotros”. Las afirmaciones atribuidas a Belgrano documentarían su presencia en la batalla, las de Vidal, su muerte. Blanco me dijo que vio lo afirmado por Belgrano en una fotocopia que le mostró otro historiador, de una tradición relatada por Pastor Servando Obligado y publicada en una revista. En ella, Obligado contaba que un soldado, que acompañó a Belgrano en su último viaje a Buenos Aires, le oyó narrar eso al prócer. La revisión que se efectuó de los diez tomos de las tradiciones de Obligado no reveló la existencia de una narración semejante (ver notas 27 a 36), ni tampoco se encontró un tema vinculado en el índice de la segunda serie que nunca se editó. Cabe destacar que dicho autor publicó además sus escritos en revistas como Caras y Caretas, por lo que es posible que exista ese relato aunque no se lo haya podido encontrar. Con respecto a lo afirmado por Vidal, esto surgiría de papeles que conservarían descendientes del general. En el Archivo General de la Nación existe un legajo con documentos de este militar, pero en el mismo no había nada relacionado con el Tamborcito. El parte elevado por Belgrano, ya mencionado, dice textualmente: “sólo cuento once muertos y doce heridos”. En el mismo no hay referencia al acto heroico del Tamborcito, pero cabe admitir que Belgrano no debió de informarlo a la Junta por considerarlo, quizá, uno de los tantos héroes de esa memorable jornada. El autor tiene la impresión de que una mala interpretación de algunos versos de la poesía de Obligado contribuyeron a la leyenda de su muerte en acción. Se basa para decir esto en la explicación que le daban sus maestros a algunas estrofas. Decían que el niño habla dejado de reir porque había sido herido; y que la frase “echa su alma sobre el parche” significaba que habla expirado porque su espíritu se había separado de su cuerpito. Como bien se puede apreciar, la lectura de esas líneas indica algo completamente distinto: “ya no ríe, porque ve a sus compañeros caer muertos o heridos o, sim- plemente, porque está impresionado por el fragor de la batalla, pero el niño se sobrepo ne al temor o a la tristeza, y bate el parche con tal energía que lo lace hervir. Solamente las últimas estrofas podrían interpretarse forzadamente como indicando su muerte: Y se cuenta que de ahí por América cundieron hasta en Maipó, hasta en Junín los redobles inmortales del Tambor de Tacuarí. Lo antedicho es solamente una impresión personal sin ningún valor histórico. Sería interesante que si algún lector conociese algo más al respecto o supiese donde se puede consultar la tradición de Pastor S. Obligado, que trata sobre este episodio, o los documentos del general Celestino Vidal, lo comunique a la escuela. c) Su individualización como Pedro Ríos El doctor Francisco Benitez escribió(refiriéndose a la entrada de Belgrano en Yaguareté Corá, actual Concepción): «...Por esas tradiciones se sabe: que después de rezar sus oraciones, el general Belgrano, al salir del templo, se encontró en el atrio de la iglesia con algunos paisanos que solicitaron su incorporación a la campaña libertadora, y que entre estos apareció un niño de 12 años, lleno de decisiones, que pedía insistentemente ir con el ejército, para poner al servicio de la revolución el fervor de sus entusiasmos juveniles. Otras crónicas agregan que el general Belgrano dudó al principio de la conveniencia de llevar a este niño a sufrir los peligros y los azares de una expedición tan ardua, cuando el padre del valiente paisanito, allí presente (de apellido Ríos, y que en otros tiempos habla sido maestro de una escuela rural), dijo que no sólo prestaba su consentimiento, sino que rogaba que se lo aceptara, y que al entregar este hijo, era la única ofrenda que él como hombre ya anciano y enfermo podía ofrecer a la patria. Entonces el Comandante Don Celestino Vida¡, que llegó a ser más tarde general, hombre cegatón, que veía a muy corta distancia, pidió al general que se lo aceptara al niño para servirle de compañero y de guía en la campaña, y el futuro héroe fue incorporado a las filas del ejército». Decía además Benitez que el héroe ensayó en aprender el redoble del tambor, y que el pueblo de Yaguareté Corá «sólo tenía unas 40 o 50 casas». Evidentemente, fue Benitez el que recogió la tradición de la muerte en acción del niño y su individualización como Pedro Ríos. Vale la pena hacer algunos comentarios sobre el relato de Benitez. La incorporación de muchachos y aun niños como tambores y pífanos era común en los ejércitos de la época, así como el ingreso de muchachitos como grumetes en los buques de guerra o mercantes. Gesualdo cita un decreto de la Comandancia General de Armas de 1814, por el cual se disponía que la policía recogiera a los muchachos que vagaban por las calles para que reemplazaran la falta de músicos en los regimientos recientemente formados. Ya en las invasiones inglesas los niños fueron regimentados, y muchos de ellos fueron tambores. En 1851, por un decreto de Rosas, los niños de 12 años eran incorporados como tambores al ejército. El pedido del padre -un hombre viejo y enfenno que quizás ve próxima su muerte y con ella la posibilidad de dejar huérfano a su hijo, orfandad que generalmente se acompañaba de indigencia- es perfectamente lógico. El pobre hombre ve en el ingreso al ejército la posibilidad de que su hijo inicie una carrera, sin imaginar el desgraciado final.
A esto cabe agregar lo que se afirma en la nota de Epoca “la falta de constancia sobre la época de su nacimiento. Yaguareté Corá (que así se llamó Concepción) contaba con una capilla, de reciente construcción, que dependía del curato de San Roque. Es tradición que los bautizados allí durante mucho tiempo no fueron anotados. Por ello tampoco figura en los libros parroquiales de San Roque. La única referencia existente sobre su nacimiento fue la que dejó el general Celestino Vidal, el militar que más conversó con el niño, quien, a poco de incorporado, le recordó que hacia 2 meses había cumplido doce años. De modo que el nacimiento debe ubicarse en septiembre de 1799”. Belgrano había entrado a Yaguareté Corá el 26 de noviembre de 1810. En el mismo periódico se afirma que es tradición que el niño se llamaba Pedro, y el padre, Antonio, y que el tambor cumplió un papel relevante en el ataque al campamento enemigo de Yuquerí, el 19 de enero de 1811, que desembocó en el drama conocido como batalla de Paraguarí. El pequeño tuvo la misión junto a setenta soldados y catorce peones de fortificar las carretas del parque de armas y el hospital de campaña. Esta noticia la habría dado, en 1816, el mismísimo Vidal. La falta de constancia del nacimiento del niño es otro hecho habitual de esos años. Es que en los medios rurales de antaño era frecuente esto, ya por haraganería de los sacerdotes o por ignorancia o incapacidad de los mismos. Según Blanco, el historiador Federico Palma encontró en Concepción, en el censo de 1859, un Pedro Ríos que, de acuerdo a la edad declarada, habría nacido en 1799. Si bien puede tratarse de un homónimo, especialmente si se considera que Ríos es un apellido relativamente común, este hallazgo arroja serias dudas a la individualización como Pedro Ríos del Tamborcito de Tacuarí. La tradición oral Como se dijo antes, los historiadores contemporáneos omiten las referencias al acto heroico del muchachito, basados en la falta de información documental, información que a lo mejor existe, pero que no se ha podido confirmar. Esa actitud es errónea. Los que ya estamos entrados en años hemos recibido de nuestros mayores una riquísima tradición oral que hoy día casi se ha perdido. Antes era frecuente --en las veladas o durante las comidas-- escuchar cuentos, anécdotas y viejas historias. Personalmente recogí de ese modo valiosos datos que me han permitido orientarme en algunas de mis investigaciones. ................................................................................................................................................... Toda la información existente sobre el Tamborcito de Tacuarí proviene aparentemente de una tradición oral. No debe haber dudas sobre la presencia del niño en el combate. Surge de Mitre y Obligado, personas que recibieron información directade guerreros de a independencia o de sus familiares. Su presunto deceso surge de una fuerte tradición correntina; es perfectamente lógico admitir que si un niño se encuentra en medio de un combate pueda caer herido de muerte por una bala. ..................................................................................................................................................... Con respecto a la individualización como Pedro Ríos, el hallazgo de Federico Palma plantea serias dudas. Creo que es un error despreciar una tradición porque no se la pueda confirmar con pruebas documentales que, por otra parte, tal vez existían. Como resultado de esta investigación se puede llegar a las siguientes conclusiones: a) Que el conocimiento del valiente comportamiento de un niño en Tacuarí proviene de una transmisión oral recogida por Mitre y, tal vez, Rafael Obligado; b) Que no pudieron encontrarse pruebas documentales sobre el episodio, pero existen referencias de ellas en la bibliografía consultada; c) Que la información sobre su muerte en acción y su individualización como Pedro Ríos proviene de un autor correntino, Francisco Benitez, quien la recogió de sus ancestros. d) Que cabe admitir su muerte en Tacuarí, pero existen dudas de que el Tamborcito haya sido Pedro Ríos; e) Que la tradición oral es una importante fuente histórica que no debe ser despreciada, pero que, dentro de lo posible, debe confirmarse con pruebas documentales, y f) Que la tradición del Tamborcito de Tacuarí no es un mito que se haya abierto paso en la maraña de los orígenes históricos sin partida de nacimiento. Legitima las tradiciones el investigar recuperando pruebas documentales y la historia oral. Así, este personaje heroico -que muchos conocimos a temprana edad, en el paso por la escuela primaria- confirma su existencia desde el lugar de los mitos de aquella etapa fundacional de la Nación. AUTOR: Quiroga Micheo, Ernesto, Revista “Todo es Historia” N° 368, pag. 20 a 28. BIBLIOGRAFIA: Mitre, Bartolomé, Obras Completas, Honorable Congreso de la Nación, Buenos Aires, 1940. Obligado, Rafael, Poesías, Espasa Calpe Argentina S.A. Buenos Aires-México, 1941. Consejo Nacional de Ecucación, Conmemoración de la Niños Heroicos, Monitor de la Educación Común, año XXX, Tomo XL. N° 471 del 31 de marzo de 1912. Díaz Ocanto, Juan Carlos, El niño héroe era correntino, Instituto Belgraniano, Corrientes, 1991

La Universidad de Buenos Aires en los Gobiernos de Rosas

Por Jorge María Ramallo 1. — HISTORIA RETROSPECTIVA La Universidad de Buenos Aires fue erigida el 12 de agosto de 1821 —siendo Gobernador de la Provincia el general Martín Rodríguez y Ministro de Gobierno Bernardino Rivadavia-, gracias al empeño del Pbro. Dr. Antonio Sáenz, que fue su verdadero fundador y su primer Rector; y organizada por decreto del 8 de febrero de 1822 en seis Departamentos, a saber: el de Primeras Letras, que comprendía las escuelas de la ciudad, los suburbios y la campaña; el de Estudios Preparatorios, constituido en un principio por el Colegio de la Unión del Sud; y los de Cien­cias Exactas, Medicina, Jurisprudencia, y de Ciencias Sa­gradas, que eran propiamente las facultades. Sobre la dirección y organización administrativa nada se dispuso. “El decreto de erección había creado una Universidad con fuero y jurisdicción académica, dotándola de prefectos, Rector y Cancelario y Tribunal Literario, pero, las funciones no habían sido determinadas, vacío que tampoco llenó el decreto del 8 de febrero”. El Rector “quedó reducido a ser un simple canal de comunicación entre la Universidad y el Ministro, de quien dependía”. La Universidad no tuvo autonomía directiva ni económica, “pues el presupuesto de la Universidad quedó supeditado al general de la provincia, a pesar de que exis­tían propiedades y rentas afectadas al sostenimiento de los estudios”. En semejante situación, la Universidad fue una rama administrativa, que se agregó a las ya existentes, muy conforme con la tendencia centralizadora del Minis­terio de Gobierno. (1) Los Departamentos iniciaron sus funciones en marzo de 1822, pero recién en 1823 se reglamentaron las condicio­nes de ingreso en las facultades mayores. “Durante los años 1822 a 1824, el doctor Sáenz se dio a la tarea de organizar bajo su dirección el funcionamiento de las aulas, de mejorar el Departamento de primeras letras y de fundar nuevas escuelas, especialmente en la campaña, cumpliendo su misión con tanto amor y entusiasmo que la enseñanza primaria adquirió su máximo esplendor. Entre tanto el Ministro se daba a la tarea de decretar, nuevas fun­daciones, sin reparar en que las existentes necesitaban ser apuntaladas para no precipitarse en el derrumbe tan pronto como les faltase su apoyo personal”. (2) En octubre de 1824, a raíz de la situación de abandono en que se encontraban algunas cátedras, el Rector se vio obligado a elevar una extensa nota al Gobernador Las Heras, expresando que si no se arbitraban serias medidas, la Universidad amenazaba convertirse en “una reunión de farsantes”.
Esta situación se agudizó con el fallecimiento del Dr. Sáenz, acaecido el 23 de julio de 1825, que fue reemplazado por el Pbro. Dr. José Valentín Gómez, después de las su­cesivas renuncias del mismo Gómez, Diego Estanislao Zavaleta, Julián Segundo de Agüero y Mariano Zavaleta. Esto da una idea de la crisis por la que se atravesaba. El Dr. Gómez asumió el cargo con carácter provisorio, y el 10 de abril de 1826 fue confirmado. Valentín Gómez llevó a cabo, entre 1826 y 1827, una serie de reformas que modificaron parcialmente la organi­zación anterior. En el orden administrativo fueron supri­midas las prefecturas, y sus funciones concentradas en el rectorado. Se creó luego el cargo de Vicerrector y se con­fió al cuerpo de catedráticos la representación de la Uni­versidad. En el orden científico, los estudios universitarios se dividieron en generales y especiales. Los generales se subdividieron a su vez en preparatorios y de ciencias funda­mentales. Y los especiales, que comprendían a los Depar­tamentos de Ciencias Exactas, Medicina, Jurisprudencia, y Ciencias Sagradas, sufrieron algunas modificaciones sola­mente en el primero. En cuanto al gobierno interno, se fijó el período de clases entre el 19 de marzo y el 12 de diciembre, se creó el cargo de Bedel General, y los de Bedeles de aulas, con obli­gación de llevar la asistencia de profesores y alumnos. El 7 de febrero de 1828, siendo Gobernador entonces el coronel Manuel Dorrego, se produjo la separación del De­partamento de Primeras Letras, después de lo cual presentó el Rector un proyecto de reorganización total de los estudios universitarios que no pudo considerarse a causa de la situación caótica en que se encontraba la provincia pro­vocada por la revolución de Lavalle del 12 de diciembre. Pese a ello, no se dejó de lado la idea de reformar la Universidad, y el 12 de octubre de 1829, el Gobernador interino Juan José Viamonte nombró una Comisión en­cargada de estudiar el problema y proponer las medidas necesarias, que estuvo integrada por Diego Estanislao Za­valeta, José León Banegas, Mariano Andrade, Justo García Valdés y Vicente López y Planes.
2. — PRIMER GOBIERNO DE ROSAS En tal estado se encontraba la Universidad de Buenos Aires cuando se recibió del cargo de Gobernador de la Pro­vincia el coronel Juan Manuel de Rosas, el 8 de diciembre de 1829, por el término de tres años. La comisión designada por Viamonte presentó un in­forme el 10 de marzo de 1830, que lleva las firmas de Pedro Vidal, Vicente López y Planes, Avelino Díaz y Pedro de Angelis. Este último “fue a todas luces el mentor de la co­misión”. “El proyecto presentaba un vicio insanable, señalado por el Doctor Valentín Gómez como error que debía evi­tarse. Suponía la Universidad en condiciones de elevarse a la categoría de las europeas y que el país se encontraba en condiciones para hacer esa brillante equiparación. Hacía abstracción total del estado real de la Universidad y en lugar de propender al mejoramiento de la enseñanza creaba un complicado mecanismo, cuyo funcionamiento, no sin tropiezos a veces, sólo ha sido posible sobre la base de una extensa cultura universitaria y de inteligencia directiva. Es innegable que el proyecto fue aprobado por el Ministro de Gobierno. Basta para demostrarlo su asiento en el libro de acuerdos, del cual ha sido tomada la copia co­nocida, y la firma del Ministro puesta al pie del documento. Por otra parte, en el diario oficial se dio noticia de su aprobación. ¿Por qué entonces se hizo un silencio absoluto en torno al proyecto, que en principio estaba aprobado? La clave del problema no encierra para nosotros nin­gún misterio, ni es atribuible tampoco a causas fortuitas que impidieran a Rosas realizar durante su primer gobierno la reforma universitaria, La causa única por la cual el proyecto quedó archivado débese exclusivamente a la opo­sición del doctor Gómez…”. (3) Pocos meses después, el 20 de agosto de 1830, el Dr. Gómez renunció a su cargo de Rector. El Gobierno nombró en su reemplazo al Pbro. Dr. Santiago Figueredo, natural de la Banda Oriental y egresado de la Universidad de Cór­doba, quien era un gran orador y tuvo a su cargo la oración fú­nebre en la Catedral en honor de Dorrego. En calidad de Vicerrector, fue designado el Pbro. Dr. Paulino Gari; pero debido al mal estado de salud del primero, el segundo se hizo cargo de la Rectoría interinamente. Al finalizar el año 1832, Rosas deja el poder sin haber tomado ninguna medida de importancia con respecto a la Universidad durante todo el curso de su primer Gobierno. Ésta conserva su estructura anterior, tal como venía fun­cionando hasta entonces. Al año siguiente, por fallecimiento del Dr. Figueredo, el Dr. Gari es nombrado Rector de la Universidad, cargo que desempeñó durante la mayor parte de la administra­ción de Rosas. En ese año se procede a la postergada reorganización “en la forma en que subsistió hasta 1852, para lo cual fue necesario rever toda la organización administrativa y docente desde 1821″. En tanto se procedía a esta reforma, Rosas se hallaba en plena campaña del Desierto. La reforma fue realizada por una comisión que inte­graron los doctores José Valentín Gómez, Diego Estanislao Zavaleta y Vicente López y Planes, y está contenida en el “Manual o Colección de decretos orgánicos de la Universi­dad”, que fue aprobado por el Gobernador Viamonte por decreto del 17 de diciembre de 1833. Posteriormente fue pu­blicado por Pedro de Angelis. Según lo dispuesto en el “Manual”, los estudios uni­versitarios comprendían un ciclo preparatorio o de ciencias y letras, y una etapa superior que debería efectuarse en las facultades mayores. En consecuencia, la Universidad fun­cionó a partir de ese momento en base a cinco Departamen­tos: el de Estudios Preparatorios, y los de Ciencias Exactas, Medicina y Cirugía, Jurisprudencia y Ciencias Sagradas. Prácticamente mantenía su estructura, pero introducía en cambio un reordenamiento de las cátedras que integraban cada Departamento, agregando algunas y quitando otras. El gobierno de la Universidad estaría a cargo de un Consejo de la Enseñanza y Administración, integrado por el Rector y un profesor por cada Departamento, nombrados todos por el Gobierno. A este Consejo le correspondería re­solver todos los asuntos de enseñanza, administración y economía, nombrar por mayoría de votos los catedráticos y empleados mientras no pudieran realizarse concursos, for­mar el presupuesto, revisar las cuentas anuales, publicar anualmente una exposición del estado de la Universidad y representar a la institución en los actos públicos. El Rector concentraba la autoridad administrativa y ejecutiva. Como quedaba suprimido el Vicerrector, en caso de necesidad debía ser reemplazado por el catedrático del Departamento de Jurisprudencia que fuese miembro del Con­sejo. Había además un Secretario de la Universidad, que desempeñaba igual función en el Consejo. Esta reforma comenzó a regir desde el siguiente perío­do lectivo, es decir, a partir del 1º de marzo de 1834. 3. — SEGUNDO GOBIERNO DE ROSAS a) Organización: De modo que, al llegar Rosas por segunda vez al poder, el 13 de abril de 1835, la Universidad de Buenos Aires con­taba solamente con un año de experiencia en su nueva or­ganización. Al poco tiempo, por decreto del 11 de mayo de ese año, el Consejo fue suprimido a instancias del Rector, Dr. Gari, quien sostuvo que entorpecía el funcionamiento de la Uni­versidad y reducía al Rector a un simple ejecutor. Posteriormente, por decreto del 14 de diciembre, se fi­jó definitivamente la organización estructural de la Univer­sidad, cuyo personal administrativo debía ser el siguiente: un Rector, un Secretario, un Prosecretario y un Bedel Gene­ral; el docente se reducía en algunas cátedras que fueron suprimidas, y el de servicio, quedaba constituido por un por­tero y un ordenanza. Todas estas modificaciones obedecían a la necesidad de a justar el presupuesto al plan de econo­mías que había comenzado a aplicarse, para cubrir el défi­cit que afectaba a la Provincia y que se iba acumulando año tras año. Por esa época se toma una medida interesante, por la cual los graduados en Medicina que habían cursado estudios a expensas del Estado, fueron obligados a prestar servicios en el ejército durante tres años o en tres campañas, y los practicantes, empleados en servir en los hospitales durante dos años. h) Funcionamiento: En los tres primeros años del segundo Gobierno de Ro­sas la Universidad desarrolló sus actividades sin inconve­nientes, pero al llegar el año 1838, el grave conflicto a que se vio sometido el país determinó la adopción de serias me­didas que perturbaron su funcionamiento, pero sin que por ello tuviese que cerrar sus puertas un solo día. “El bloqueo francés —escribe Salvadores— paralizó en 1838 las operaciones mercantiles y la provincia perdió su única fuente de recursos, mientras era necesario defender la Capital, levantar ejércitos para sostener la guerra con­tra Bolivia, auxiliar a las provincias, cubrir los compromi­sos administrativos y aprestarse para la defensa interior. Entonces Rosas, dice un autor, (se refiere a Ernesto Quesada), acudió sin vacilar a la más estricta economía, suprimió primero lo superfluo, desprendiéndose él mismo de sus co­modidades de gobernante, después lo útil y por último lo necesario, para conservar únicamente lo indispensable. Entre lo útil y necesario estaban la instrucción pública y las instituciones de asistencia social. No existió decreto de supresión de las partidas del pre­supuesto, pero las notas que se remitieron al Rector de la Universidad, Presidenta de la Sociedad de Beneficencia e Inspector General de escuelas, fueron publicadas en el Re­gistro Oficial. Si a partir desde esa fecha los establecimientos hubie­ran quedado suprimidos, los libros de la Universidad apa­recerían en blanco y en los archivos no existiría un solo pa­pel que se refiriese a las escuelas. Por el contrario, tanto la Universidad como las escuelas para varones y para niñas continuaron abiertas”. (4) “El presupuesto de la Universidad —anota Gálvez—, fijado en más de treinta y cinco mil pesos anuales para 1838, baja a dos mil novecientos…” A partir de entonces, privada la Universidad de sufi­ciente apoyo económico, —solamente recibió pequeñas par­tidas para su sostenimiento—, los alumnos debieron abonar una cuota mensual de treinta pesos, que fue aumentando progresivamente hasta 1852, en que llegó a setenta y cinco. Aunque es preciso destacar que los alumnos notoriamente pobres podían concurrir libremente, sin cargo. Para sobrellevar esta situación algunos profesores se avinieron a dictar gratuitamente sus clases, con un despren­dimiento y abnegación que les honra. El Gobierno promovió la realización de suscripciones públicas que prosperaron merced al patriotismo de muchos hombres distinguidos. “Entre los suscriptores por fuertes cantidades —afirma Saldías— figuraban los Anchorena, Te­rrero, Suárez, Zimmerman y los capitalistas más conocidos de Buenos Aires”. De esta manera Rosas hacía contribuir a las personas más adineradas. La inscripción no disminuyó sensiblemente, y con el co­rrer de los años fue aumentando en forma progresiva hasta equilibrar y aun superar las cifras anteriores. En la Facul­tad de Jurisprudencia, por ejemplo, entre 1831 y 1837 se graduaron de 11 a 12 por año, luego fue describiendo una curva, y en 1850 se recibieron 18, y en 1852, 17. Cabe recor­dar que entre 1826 y 1830, las tesis no fueron más que 14. En la Facultad de Medicina, entre 1824 y 1837, egresó un promedio de 5 alumnos por año, en tanto que, entre 1838 y 1852, el promedio se elevó a 11. Debiéndose destacar que en 7 cursos los graduados fueron más de 11, y en 1847 lle­garon a 23. “La única facultad que dejó de existir fue la de ciencias exactas, que podía considerarse inexistente desde su funda­ción. En cuanto a la de ciencias sagradas, no produjo más de una decena de graduados hasta 1848″. Resulta interesante consignar aquí que no sólo la Uni­versidad de Buenos Aires pudo superar los inconvenientes propios de la guerra que trajeron al Plata las naciones euro­peas aliadas de los unitarios, sino que en la otra margen del Río, el brigadier general Manuel Oribe, segundo Presidente del Uruguay, funda por decreto del 27 de marzo de 1838 la Universidad Mayor de Montevideo. Esta no pudo iniciar sus actividades por la revolución de Rivera y las intrigas de los unitarios. Recién en 1850, en la Villa de la Restauración, localidad situada dentro del campo sitiador de Montevideo, se instala la Academia de Jurisprudencia, cuyas autorida­des fueron el Dr. Francisco Solano Antuña y el Dr. Joaquín Requena, este último egresado de la Universidad de Córdoba. c) Requisitos: En su primer Gobierno, Rosas había dispuesto que los que aspirasen a desempeñar empleos públicos debían ser adictos a la causa nacional de la Federación. Las propuestas para nombramientos de maestros debían acompañarse de una nota con detalle de las cualidades del aspirante y un certi­ficado de que llenaba las calidades exigidas. Igual proce­dimiento se aplicó en la Universidad para la designación de catedráticos. A partir del 3 de febrero de 1832 se impuso la divisa punzó como distintivo obligatorio para los empleados civi­les y militares, los catedráticos de la Universidad y todos los que por la naturaleza de sus ocupaciones pudiesen ser considerados empleados públicos. Ya en el segundo Gobierno se reafirmaron las anterio­res disposiciones que habían caído en desuso, a las que se agregaron luego otras. El 2 de junio de 1835, el Rector “… se dirigió al minis­tro de Gobierno manifestando encontrarse persuadido de la necesidad de inculcar a los jóvenes el sistema de gobierno adoptado, encontrando conveniente que en la fórmula de ju­ramento que se prestaba para recibir los grados, a continua­ción de la frase “bajo el régimen republicano representativo” se agregase “federal” a fin de que los que violasen fuesen tratados como traidores. Rosas mandó dar las gracias al Rector y el 20 de junio expidió un decreto, por el cual todo individuo que debiese prestar juramento en el desempeño de algún cargo, agregaría en la fórmula hasta entonces em­pleada el de ser “constantemente adicto y fiel a la causa nacional de la Federación y que no dejará de sostenerla y defenderla en todos los tiempos y circunstancias, por cuan­tos medios estén a su alcance…” Las disposiciones mencio­nadas, algunas de las cuales tuvieron sus inspiradores en los dirigentes de la instrucción pública, culminaron en el decreto del 27 de enero de 1836, por el cual se dispuso que nadie recibiría título universitario sin producir información sumaria de haber sido obediente y sumiso a las autoridades y adicto a la causa federal. Desde entonces, todos los títu­los que expidió la Universidad fueron acompañados de la in­formación correspondiente”. (5) Estas medidas se adoptaron para lograr la seguridad del Estado amenazada por la reacción unitaria. Al respecto es importante destacar, como lo hace Julio Irazusta, que: “La dictadura fue sólida y duró, porque se inició con medi­das defensivas, y las siguió adoptando cuantas veces lo con­sideró necesario”. Como veremos más adelante, estos requisitos no impi­dieron que los profesores dictasen normalmente sus clases, y que se graduasen gran número de estudiantes. Por último, completando esta serie de disposiciones, de­bemos citar el decreto del 25 de mayo de 1844, por el que se fijaron las condiciones requeridas para enseñar. “Los considerandos hablan de que la educación pública no sólo debe perfeccionar la razón, sino también garantizar el orden religioso, social y político; que ello echa los cimientos del espíritu nacional y el gobierno debe velar porque no se en­señen doctrinas contrarias a las costumbres, principios polí­ticos y tranquilidad del Estado, y porque “se formen ciuda­danos capaces de desempeñar con buen éxito los empleos públicos”; que cualquier desvío de esa línea “viene a ser más funesto por el abuso mismo de la ilustración adquirida sin la dirección conveniente”; y para eso los educacionistas debían reunir condiciones de sólida virtud, sana moral re­ligiosa, buenas costumbres y patriotismo inequívocamente acreditado”. El párrafo final daba la razón decisiva, válida ayer y hoy para explicar, si no justificar, las tentativas bien intencionadas del monopolio estatal de la enseñanza: “estas consideraciones son más importantes en el país que ha establecido su sistema político después de oscilaciones profun­das, y aún defiende con gloria la independencia nacional”. La reglamentación no imponía exigencias contrarias al derecho natural, ni nada que no fuese sensato y lógico”. (6) d) Rectores: Como hemos adelantado, fue Rector durante la mayor parte de esta época el Pbro. Dr. Paulino Gari, teólogo y ci­vilista de nota que se desempeñó desde 1833, hasta su falle­cimiento acaecido a fines de 1849, “actuó durante casi toda la administración de Rosas, de quien fue un servidor incon­dicional”. En el momento de su muerte era canónigo de la Catedral y miembro de la Junta de Representantes por la sexta sección electoral de la ciudad de Buenos Aires. A Gari le sucedió el Pbro. Dr. Miguel García, canónigo diácono de la Catedral, quien conservó el cargo hasta el 26 de junio de 1852, —cuatro meses después de Caseros—, en que fue declarado cesante —según expresa Cutolo— “ante la resistencia que le ofrecían los estudiantes derivada por la defensa del reglamento de la Universidad, y por el aumento de las cuotas y su consiguiente pago de multas”. Aunque la verdadera causa debe verse en su actuación prominente du­rante la época federal. El Dr. García actuó además como Presidente de la Junta de representantes desde 1840 hasta la caída de Rosas; y como deán de la Catedral y vicario en ejercicio después de la muerte del Obispo Medrano en 1851, hasta el año siguien­te en que se llenó la vacante con el nombramiento de Monse­ñor Escalada. En el Rectorado de la Universidad se nombró en su reemplazo al Dr. Francisco Pico, quien renunció al mes si­guiente, y luego al Dr. José Barros Pazos. Era la primera vez, desde la fundación de la Universidad, que llegaba un lai­co a cargo tan eminente. e) Profesores: Durante esta época se desempeñaron en calidad de pro­fesores, brillantes personalidades, cuyos nombres permanecen desconocidos en muchos casos, por el manto de tinieblas con que se ha pretendido cubrir este período de nuestra historia. No fueron “curanderos” y “pleitistas”, como afirma ligeramente Ramos Mejía, sino verdaderos catedráticos de enver­gadura. En el Departamento de Medicina y Cirugía fueron pro­fesores: de Materia Médica y Patología, el Dr. José Fuentes Arguibel, desde 1829 hasta 1852; de Anatomía y Fisiología, el Dr. Saturnino Pineda, desde 1835 hasta 1836, en que fue separado; el Dr. Ireneo Portela, que era miembro de la Le­gislatura, hasta 1843, en que emigró a Montevideo, y el Dr. Claudio Mamerto Cuenca, médico y poeta, hasta 1852 en que fue muerto cobardemente en la batalla de Caseros (7); de Partos, el Dr. Francisco Javier Muñiz, eminente hombre de ciencia cuyo nombre lleva hoy un policlínico de nuestra ciu­dad; de Clínica Quirúrgica, el Dr. Martín García, que “dota­do de un espíritu evangélico hizo de su profesión un verda­dero apostolado descollando por sus virtudes cristianas”; de Clínica y Nosografía, el Dr. Miguel Rivera, que estudió en Francia donde fue discípulo del célebre cirujano Guillermo Dupuytren y a su regreso a Buenos Aires se casó con Mer­cedes Rosas, hermana de Juan Manuel, fue profesor hasta 1836 en que fue reemplazado por el Dr. Francisco de Paula Almeira, que fue también Presidente del Tribunal de Medi­cina y se desempeñó como médico militar. En la Facultad de Jurisprudencia revistaron: en la cá­tedra de Derecho Civil y Derecho Natural y Público de Gen­tes, el Dr. Rafael Casagemas, desde 1832 hasta 1857, espa­ñol de origen, y en la de Derecho Canónico, el Pbro. Dr. Jo­sé León Banegas, teólogo. El Dr. Casagemas, llegado a Buenos Aires en 1825, se dedicó al ejercicio de su profesión de abogado. En 1832 fue nombrado profesor de la Universidad, por renuncia del Dr. Lorenzo Torres. Fue miembro del Consejo de la Enseñanza y Administración en 1834, y en 1844 recibió “una de las distinciones más hermosas que se le acordó en vista de sus relevantes cualidades de jurisconsulto”, y fue la designación de miembro suplente del Excelentísimo Tribunal de Recur­sos Extraordinarios por nulidad e injusticia notoria. El nom­bramiento le fue renovado anualmente, hasta 1848. Después de Caseros siguió dictando sus clases hasta 1857 en que re­nunció. En cuanto al Dr. Banegas, fue además profesor de Filo­sofía en el Departamento de Estudios Preparatorios. En el Seminario tuvo a su cargo las cátedras de Filosofía y Teo­logía. Después de la caída de Rosas renunció a sus cátedras y fue designado canónigo de la Catedral, luego fue fiscal eclesiástico y más tarde provisor y vicario general durante el obispado del Dr. Mariano José Escalada. Falleció en 1856. Fueron también profesores, en el Departamento de Es­tudios Preparatorios: Saturnino Salas, Martín Pedralves, José María Vayo, Pedro Parra, Ignacio Ferros, etc. Todos ellos fueron patriotas sinceros, que mantuvieron encendida la llama de la cultura en la Universidad, en una época difícil, en que los enemigos de afuera y las acechan­zas de adentro no hacían el clima más propicio por cierto, para que la juventud se inclinase a los estudios universi­tarios. Lamentablemente no se cuenta con una lista completa de los catedráticos de este período, pues se tropieza con la falta de constancias en los libros de la Universidad, señala­da por los investigadores.
f) Estudiantes: En torno a estos profesores se formaron los hombres que habrían de distinguirse más tarde en las distintas es­feras de la actividad pública nacional. “Educados en las escuelas que mantuvo el rosismo —es­cribe Gras— pudieron completar, sin obstáculos, su cultura universitaria, sin que los detuviera aquel juramento de fidelidad al régimen federal que no era, en el fondo, más que un mero formalismo burocrático. Esa juventud, criada y educada en Buenos Aires durante el gobierno de Rosas, se instruyó lo suficiente como para poder gravitar, después, en los destinos del país, cuando Urquiza la llamó a colabo­rar en su reorganización republicana. La dictadura no les impidió asociarse en cenáculos literarios ni coartó sus acti­vidades culturales. “De esos muchachos de entonces —ha escrito un enemigo de Rosas— (se refiere a Vicente G. Quesada), han salido muchos que se han distinguido en la ad­ministración, en la política, en las finanzas, en las letras, en la medicina, en la abogacía…”( 8) Citaremos, entre los graduados en Jurisprudencia, a Marcos Paz, Miguel Cané, Carlos Eguía, José Roque Pérez, Miguel Estévez Seguí, Vicente Fidel López, Carlos Tejedor, Santiago Viola, Pedro Parra, Rufino de Elizalde, Bernardo de Irigoyen, Federico Pinedo, Luis Sáenz Peña, José B. Gorostiaga, Pastor Obligado, Juan J. Álvarez, Miguel Nava­rro Viola, Eusebio Ocampo, José M. Vayo, Juan Agustín García, Juan F. Monguillot, Marcelino Ugarte, Benjamín Victorica, Alfredo Lahitte, Vicente G. Quesada, Juan F. Seguí, Adolfo Alsina, José Evaristo Uriburu. etc.; y entre los egresados de Medicina, a Claudio M. Cuenca, Teodoro Álvarez, Guillermo Rawson, Luis M. Drago, Carlos Durand, Federico Mayer, Manuel Láinez, José Malaver, etc. Y no sólo cursaron libremente sus estudios estos jóve­nes, sino que hasta constituyeron entidades estudiantiles, como refiere Gras, a través de las páginas de las “Memorias de un viejo”, de Vicente G. Quesada. En efecto, existió “una asociación estudiantil llamada: Sociedad de Murciélagos o de Vampiros que se reunía en el cuarto de Manuel Fluchi, sacristán de la Catedral, y en la que predominaban los es­tudiantes de medicina, alumnos de Claudio Mamerto Cuenca”. 4. — CONCLUSIONES A través del examen realizado, en base a las investiga­ciones que existen de ese período, —debidas en su mayor parte a historiadores poco afectos a la figura de Rosas—, arribamos a las siguientes conclusiones: 1. — La Universidad de Buenos Aires en la época de Rosas no dejó de funcionar un solo día, a pesar de los gra­ves inconvenientes apuntados, que no fueron provocados por el Restaurador, sino por sus enemigos. 2. — El número de estudiantes no disminuyó sino que, por el contrario, alcanzó su mayor índice en 1850. 3. — Las “fórmulas humillantes” a que aluden los de­tractores de Rosas, no impidieron que enseñaran los profe­sores y se recibieran regularmente los alumnos. 4. — Los Rectores fueron eminentes sacerdotes, que merecen el homenaje de las nuevas generaciones por el ce­lo con que mantuvieron el prestigio de la Universidad. 5. — Los profesores fueron tan ilustrados como los an­teriores, y no sufrieron persecuciones ni vejaciones porque, o fueron respetados y aun distinguidos, o se manifestaron como ardientes sostenedores del régimen federal. 6.— En la Universidad “rosista” se graduaron la mayor parte de “los hombres que actuaron en la vida pública ar­gentina después de Caseros”. (i) y (2) Antonino Salvadores, La Universidad de Buenos Aires, págs. 47-50. (3) Antonino Salvadores, ob. cit, pág. 70. (4) Antonino Salvadores, ob. cit., pág. 145. (5) Antonino Salvadores, ob. cit., pág. 138. (6) Julio Irazusta, Vida política de Juan Manuel de Rosas, t. IV, pág. 244. (7) Ante la proximidad de las fuerzas aliadas, fue nombrado Cuen­ca, Cirujano Mayor del ejército federal. “El día de la batalla instaló el hospital de sangre en el Palomar de Caseros. En momentos en que cumplía su noble y humanitaria tarea, hicieron irrupción en aquel lugar, los jefes españoles al servicio de los colorados uruguayos, Palleja y Larragoristía, los que sin respetar lo solemne de aquel sitio le inmolaron bicoloramente”. (Boletín del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas, N° 4). (8)Mario César Gras, La cultura en la época de Rosas, pág. 52. BIBLIOGRAFÍA a) Obras fundamentales: Juan María Gutiérrez, Origen y desarrollo de la enseñanza pública y superior en Buenos Aires, Buenos Aires, 1868. Norberto Piñero y Eduardo L. Bidau, Historia de la Universidad de Buenos Aires, en Anales de la Universidad de Buenos Aires, tomo I, Buenos Aires, 1888. Antonino Salvadores, La Universidad de Buenos Aires desde su fundación hasta la caída de Rosas, en Biblioteca Humanidades, to­mo XX, La Plata, 1937. b) Obras auxiliares: José María Ramos Mejía, Rosas y su tiempo, Buenos Aires, 1907. Adolfo Saldías, Historia de la Confederación Argentina, tomo III, Buenos Aires, 1911. Emilio Ravignani, Un proyecto para organizar la instrucción pública durante el primer gobierno de Rosas, en Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, tomo I, Buenos Aires, 1922. Enrique Udaondo, Diccionario Biográfico Argentino, Bs. As., 1938. Julio Irazusta, Vida política de Juan Manuel de Rosas a través de su correspondencia, tomos II y IV, Buenos Aires, 1943-50. Vicente Osvaldo Cutolo, La enseñanza del Derecho Civil del Profesor Casagemas durante un cuarto de siglo, Buenos Aires, 1947 y La Facultad de Derecho después de Caseros, Buenos Aires, 1951. Manuel Gálvez; Vida de Don Juan Manuel de Rosas, Bs. As., 1949. Carlos Alberto Acevedo, La enseñanza de la ciencia de las Finanzas en la Universidad de Buenos Aires, desde su fundación hasta 1830, en Revista del Instituto de Historia del Derecho, Nº 2, Buenos Aires, 1950. Mario César Gras, La Cultura en la época de Rosas, en Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas, Nº 15-l6, Buenos Aires, 1951. Boletín del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones His­tóricas, Año IV, Nº 4, Buenos Aires, 1951. Juan O. Collazo, Verdadera fecha de la fundación de la Universidad Mayor, diario El Debate, Montevideo, 19 de julio de 1949. Aquiles B. Oribe, La Academia de Jurisprudencia, Montevideo