viernes, 22 de noviembre de 2019

Acto "Día de la Soberanía" 20 de Noviembre de 2019

20 de Noviembre de 1845, Vuelta de Obligado, recodo del río Paraná en las afueras de San Pedro: Cuando sonó el primer cañonazo enemigo, una verdadera ciudad flotante con 20 inmensos barcos de guerra y 110 barcos mercantes, Mansilla se dio cuenta que la cuarta guerra exterior del país comenzaba. El héroe dio la señal y el Himno Nacional Argentino estalló en la barranca, la Banda del Regimiento Patricios se esmeró como nunca y los cientos de pechos de acero cantando jurando “con gloria morir”.  Cantaban los artilleros, los infantes, los marineros, los jinetes, los jefes, los oficiales y los soldados, los veteranos de cien encuentros y los novicios que por primera vez, olían la sangre y la muerte.  Veteranos que cruzaron los Andes, otros que se habían batido con gloria contra el Imperio del Brasil, marineros héroes del río al mando de Brown.  La superioridad del enemigo era abrumadora. Los proyectiles franceses e ingleses hacían estragos, la tecnología era avasallante…los cañones de 80 golpeaban el vacío, asesinaban la nada; las granadas explosivas no acallaban la música ni podían matar la poesía.  Oficiales Británicos y franceses, con sus uniformes de gala, cubiertos de entorchados, dirigían con el catalejo el bombardeo implacable e impune.   ¿Quiénes eran esos locos vestidos de rojo punzó? Que morían cantando y luchando…Las barrancas de Vuelta de obligado ardieron en llamas y la lucha se prolongó durante ocho largas horas…las escuadras a pesar de sufrir grandes daños y barcos hundidos logró cruzar Pero la hazaña principal estaba cumplida, con el Himno entonado frente al adversario y que escucharían después los siglos.  Fue la primera gran batalla de la “Guerra del Paraná”, vinieron otras: Tonelero, Acevedo, San Lorenzo y culmina con la gran victoria Argentina en la Angostura del Quebracho el 4 de junio de 1846.  Los tratados posteriores confirmaron la gloria de la Confederación Argentina….el reconocimiento a la Soberanía sobre los ríos interiores.  



















jueves, 21 de noviembre de 2019

La Paz de Obligado

Por José Luis Muñoz Azpiri
Triunfante en París, la revolución de febrero de 1848, que da por tierra la monarquía orleanista y el ministerio de Guizot, Manuel de Sarratea, enviado argentino en Francia y amigo personal del nuevo Ministro de relaciones Exteriores, Alphonse de Lamartine, comunica a Buenos Aires que luego de una entrevista con el flamante Canciller, ha arribado al convencimiento de que toca a su fin la aventura en el Plata.  El gobierno provisional lo ha recibido oficialmente, dice, y, al despedirse la guardia del Ayuntamiento lo ha aclamado con un estentóreo “¡Vive la Republique Argentine!”. El vitor representa una expresión de solidaridad y simpatía con una victima triunfante de la prepotencia orleanista, unida con los republicanos en su victoria contra el enemigo común. Los libres del mundo responden: ¡Al gran pueblo argentino, salud! Así como en la revolución liberal de 1830, se coreó, en París, el nombre de Bolívar, recordábanse ahora los de la Argentina y Rosas, como llamas que ardían jubilosas junto al “feu sacré des republiques” encendidos entre las barricadas de Francia.
Resultado de imagen para manuel de sarratea
Sarratea extrae de los sucesos revolucionarios el mayor caudal de ventajas convencido de que la intervención platense es una aventura impopular en Francia – denomínase así a todo acto de gobierno que no triunfa – la cual a sido promovida y sustentada por el gabinete de Londres y la resignada complicidad del Rey Burgués y Guizot. París ha sido arrastrada al conflicto por la política de intimidación del “Foreing Office” cometiendo lo que el lúcido Tomás Guido, confidente de San Martín, definiría desde la corte del emperador brasileño como “el extravío más insensato y la afrenta más necia a la voluntad de su rival”. Toda abdicación es gravosa, tanto más si resulta improductiva, como ésta realizada por Guizot, quien ha visto agitarse contra su política claudicante la bandera subversiva del nombre y la causa del general Rosas, junto con los símbolos de la revolución republicana.
La táctica de Sarratea consiste en explotar los sentimientos populares contra Londres y tratar de provocar una fisura en la coalición, a ejemplo de lo sucedido en Buenos Aires, donde se ha abrumado a la inversa a los negociadores ingleses con el espectáculo de los “execrables” designios de Francia, opuestos a las intenciones de su aliado, con la conciencia de que todo el integrante de una gavilla recela de los movimientos de su colega. El enviado argentino se pone de acuerdo con Manuel Moreno, ministro de la Confederación en Londres y hermano del prócer de Mayo, para encontrarse en Aquisgrán y preparar un plan conjunto de acción destinado a separar a los aliados. La técnica del “divide ut imperam” permite tanto que reine el fuerte como que pueda defenderse mejor el débil.
El clima era propicio y Sarratea, viejo y venerable artista de combinaciones insospechadas, resulta un experto en beber los vientos. El “acuerdo cordial” que regía las relaciones de Inglaterra y Francia había comenzado a resquebrajarse desde tiempo antes., cuando manifestaciones y actos internacionales de Guizot relativos a Italia, Polonia y Suiza empezaron a ilustrar la contramarcha de Francia hacia el autoritarismo y la represión política. Lamartine había declarado en el Parlamento que la nación se había hecho “gibelina en Roma, clerical en Berna, austríaca en el Piamonte y rusa en Cracovia, pero en ninguna parte francesa y, en todas, contrarrevolucionaria”. Los errores denunciados por la oposición no se enmendaban y sólo habrían de desaparecer con la destrucción del régimen.
La política interna tampoco contribuían a reforzar el fondo liberal del “acuerdo” Francois Guizot, más empeñado en perdurar en el poder que en hacer buen uso de él y más cuidadosote la paz de su administración que la del país, gobernaba mediante la corrupción, acaso porque, en su tiempo, tal como aseguró Macaulay del primer Walpole, no existiese otra manera de gobernar. Se sostenía merced al apoyo que alcanzaba en las cámaras, formadas por parlamentarios cuyas actas representaban un sistema de compromiso culpable entre el dinero y el gobierno. Los personajes activos y egoístas, intrigantes y serviles de Balzac, obsesionados por la sed de oro y el escalamiento de posiciones públicas personificaban los ideales de esa sociedad que prosperaba en un clima de vicios y abusos. Acaudalados comerciantes, financieros y ricos industriales, decidían en toda cuestión de índole nacional a través de sus personeros burocráticos. Los principios de la representación política estaban cercenados y los campeones del derecho – así se presentaban en el Río de la Plata – no reconocían libertad de reunión ni de asociación, ni siquiera opción al trabajo, a sus propios compatriotas. Como las manos de los Cresos no eran ociosas, solían a veces perder sentido del tacto y .aparecían sus dedos untuosos mezclados en clamorosos casos de cohecho, peculado y venalidad.
¿Qué sucedía mientras tanto en la otra orilla respecto de la política con Sudamérica? Henry Palmerston, un heredero de la vieja familia de los Temple, ocupaba ahora el gobierno. Sus sentimientos eran contrarios a Guizot y a la prosecución de la alianza. En marzo de 1846 había censurado acremente en la Cámara de lo Pares ante Robert Peel, presidente del consejo de ministros, la intervención en América, demostrando que los hechos de los marinos ingleses eran actos bélicos, aún cuando el gobierno se empeñase en demostrar lo contario. Había existido un bloqueo, desembarco de tropas y asalto de baterías, captura de buques de guerra y oferta de venta de dichas naves, tal como si se tratase de presas de guerra; la oposición gubernativa no podía imaginar por cuales razones toda esta virulencia y actividad combativa debía interpretarse solamente como un experimento de persuasión diplomática.
A dicha interpelación había respondido Peel candorosamente que no existía guerra, por cuanto no se la había declarado, y que las naves debieron venderse por no existir personal apto para mantenerlas o cuidarlas; ninguna operación bélica había sido prevista, autorizada o aprobada por el gobierno de S.M., el cual confiaba galantemente en que los opositores no se asieran de esta oportunidad para provocar una discusión que “en la actualidad mucho lastimaría”.
John Russell, otro parlamentario, se sumó a los ataques de Palmerston, quién resultaba con este acto, sorpresivo amigo de un país que se oponía a la expansión imperial de la Corona, sin meditar aún en el proyecto que acariciaría con posterioridad, de despojar a dicha nación de la parte austral de su territorio, es decir, de la Patagonia. Sir John alegó que la venta de los barcos era una medida de guerra que no podía verificarse sin la previa reunión y autorización del consejo, noción elemental del derecho de naciones y medida administrativa que el presidente no podía menos que conocer y respetar. El primer ministro, acosado, optó por eludir la respuesta y formuló un elogio hacia la conducta de los soldados ingleses “cualesquiera hayan sido las instrucciones de su gobierno”, sin ver que no se trataba precisamente de los soldados, sino por el contrario, de las instrucciones y del gobierno.
Más tarde el diputado Cobden aportó leños a la hoguera y lo mismo hizo un sector de la prensa británica. El “Daily News” publicó un artículo importante sobre las negociaciones del Río de la Plata y la falsa política de Lord Aberdeen, origen del conflicto, a través del cual venía a luz todo el revés del tapiz diplomático. Manuel Moreno remitió el recorte a Arana recomendándolo por la justicia de sus ideas y la perfecta exactitud con que exponía la engañosa política de la intervención con el pretexto de la presunta garantía de independencia del Uruguay, por parte de Inglaterra y la menos presunta que se arrogaba, sin ningún derecho, Francia.
Desde que el “Morning Chronicle” donde se publicara una carta de San Martín sobre el conflicto, hacía más de dos años que no había aparecido en la prensa de Europa un artículo sobre nuestros problemas tan importante y oportuno que el que publicaba el “Daily” del 9 de agosto de 1849, por cuanto el medio usado por los agentes montevideanos en Londres para confundir la cuestión y desvirtuar los tratados propuestos, era el argumento de garantía de dicha independencia por los interventores y quedar la misma, sujeta a grave peligro. Aberdeen, al ver que el asunto no adelantaba, había pretendido dar marcha atrás con la misión Hood, pero luego, estimulado por la oposición a Palmerston e influido por los agentes orientales, pretendió desde las cámaras, dar a la intervención un peso que no podía tener en la balanza pública ni en los arreglos territoriales de Europa, tal como lo denunciaba, con precisión y firmeza, el “Daily News”.
En una palabra, el “acuerdo” incomodaba a Francia, tanto en su aspecto europeo como en la aparcería americana, y, en Inglaterra, desde Palmerston a un sector de la opinión pública y periodística, sin citar el comercio y las finanzas – los cariacontecidos accionistas del empréstito de los Baring –deseaban poner punto final al incidente. Una expedición “colonial”, equipada con los cañones y las banderas de Trafalgar, que no logra imponer la victoria después de tres años, compromete la política, el erario y el propio prestigio. Palmerston, sabiamente, ordenó la retirada y, un año más tarde, el 29 de noviembre de 1849 se firma la Convención Arana-Southern o Paz de Obligado que puso fin a la guerra.
El repliegue británico no alteraba, de cualquier modo, principios fundamentales de convivencia internacional o de política, por cuanto los motivos de la intervención no se relacionaban con la defensa de tratados y derechos humanos y, si, con algunas menudencias, como las que supo enumerar Guido en una carta que escribió a San Martín, desde Río de Janeiro, en 1846:
“La aduana de Montevideo. Las adquisiciones de una compañía inglesa. El tratado de comercio y navegación celebrado por Inglaterra con el gobiernillo de aquella plaza. El interés mercantil y político de aquella nación es que gobierne en la Banda Oriental una gavilla de hombres prostituidos miserablemente al extranjero. Si Oribe (presidente constitucional) triunfa, no será tan ancho el campo para los especuladores ingleses, ni habrá la docilidad de sus adversarios a la política de Inglaterra. Cualquier otro pretexto es historia de viejas, o, como decían nuestros padres, engañabobos…”.
Y como anticipándose a los argumentos de Sir Robert Peel en Londres y a los de sus prosélitos porteños del siglo XXI, embobados con los beneficios de una supuesta globalización, desautorizaba las intenciones pacíficas de “tales misioneros”, cuando encendían la guerra en la Banda Oriental, “cuando transportan expediciones militares a ocupar los puntos principales, cuando entran a sangre y fuego en nuestros ríos interiores, cuando se demuelen a cañonazos nuestras baterías y nos matan por cientos nuestros soldados y cuando saquean y queman nuestros buques neutrales y nacionales dentro de nuestros puertos; cuando se nos apresan y destruyen nuestras embarcaciones, cuando bloquean nuestras costas; por último, cuando habilitan al caudillo Rivera y le conducen de un punto al otro con una columna de extranjeros para invadir su propio país. ¿Si todo esto hacen en paz, qué se reservan estos caballeros para tiempos de guerra?"
Por lo visto, nada

jueves, 7 de noviembre de 2019

Siluetas de próceres vistas por un visitante sueco

Por José Luis Busaniche
SAN MARTÍN :
Este general llegó de Chile a Buenos Aires (mayo de 1818) unos días antes de lo que se esperaba, para evitar los homenajes preparados. Se fué directamente al Palacio Directorial. El día siguiente fui presentado a él y lo vi en los días siguientes casi a diario, siendo yo muy amigo y huésped frecuente de don Antonio de Escalada, su suegro.  Don Antonio me invitó a comer en su casa y así tuve la ocasión de ver a San Martín y conversar largamente con él, una vez casi todo un día. San Martín es hombre de estatura mediana, no muy fuerte, especialmente la parte inferior del cuerpo, que es más bien débil que robusta. El color del cutis algo moreno con facciones acentuadas y bien formadas. El óvalo de la cara alargado, los ojos grandes, de color castaño, fuertes y penetrantes como nunca he visto. Su peinado, como su manera de ser en general, se caracterizan por su sencillez y es de apariencia muy militar. Habla mucho y ligero sin dificultad o aspereza, pero se nota cierta falta de cultura y de conocimientos de fondo.  Tiene un don innato para realizar planes y combinaciones complicados. Es bastante circunspecto, tal vez desconfiado, prueba de que conoce bien a sus compatriotas. Con los soldados sabe observar una conducta franca, sencilla y de camaradería. Con personas de educación superior a la que él posee, observa una actitud reservada y evita comprometerse. Es impaciente y rápido en sus resoluciones. Algo difícil de fiarse en sus promesas, las que muchas veces hace sin intención de cumplir. No aprecia las delicias de una buena mesa y otras comodidades de la vida, pero, por otro lado, le gusta una copa de buen vino. Trabaja mucho, pero en detalles, sin sistema u orden, cosas que son absolutamente necesarias en esta situación recientemente creada. Hay motivos para reprocharle no haber actuado con energía y aprovechado las
victorias que sus tropas han ganado en Chacabuco y Maipú. Es difícil juzgar si esto tiene su origen en falta de energía o en intrigas políticas, demasiado complicadas para exponer aquí. Sus costumbres y sus hábitos de vida son sencillos, y lo han hecho sumamente popular. Espero tener ocasión de conocerlo mejor en Chile.

O’HIGGINS
O’Higgins, Director Supremo de Chile, es hombre de unos treinta y dos años, de estatura mediana, bastante corpulento, con cara redonda y rosada, que poco se asemeja a la de los criollos en general. Su rostro no da la impresión de un carácter firme ni apasionado. O’Higgins da la impresión de ser lo que es, un soldado bueno, honrado y franco. Ama la comodidad, cuando puede gozar de ella, y le repugna toda ocupación en que haya de concentrarse, lo mismo que los problemas complicados. Por eso se deja muchas veces convencer y acepta planes de cuyos propósitos o maquinaciones no se ha dado cuenta muy bien. San Martín ejerce mucha influencia sobre O’Higgins, especialmente porque este último está muy agradecido a su compañero de armas argentino, a quien es deudor de su elevación política actual. Sin embargo, ahora está tratando de independizarse de su compañero de armas argentino, con gran descontento de este último.
ANTONIO G. BALCARCE
Al salir de casa de O’Higgins me fui a hacer una visita al general Balcarce, jefe militar interino que tuve ocasión de conocer hace dos años en Buenos Aires siendo él Director interino. Este general, a pesar de su juventud, es un jefe lerdo, limitado y sin energía cuyo mérito principal consiste en haber
ganado la primera batalla sobre los españoles en la primera campaña de 1810 (Suipacha). Y basta de comentarios sobre este general que fuma y dormita.
TOMÁS GUIDO
Mi próxima visita fué a casa de don Tomás Guido, coronel, y ministro del gobierno de Buenos Aires ante el gobierno de Chile. Le entregué una carta de San Martín. Me recibió de manera muy cortés y diplomática y al día siguiente me retribuyó la visita. Este hombre no tiene otra cosa de notable que ser un debutante diplomático de un estado nuevo en un mundo nuevo. Como quizá he de ocuparme de él más adelante, daré aquí algunos de sus rasgos característicos, tal como pude observarlos. Es, literalmente, hombre pequeño, grave, cortés y ceremonioso, con una expresión de rostro entre mística y diplomática. Habla con voz muy apagada y ceceando, hace largas pausas, cuidado y prevenido a veces, en tono de misterio y con frecuencia en tono confidencial. En ocasiones parece advertir que se ha descuidado y se detiene en mitad de la frase. Estoy seguro de que podría contar mucho si quisiera y si no tuviera temor en hacerlo. También aparenta no tener conocimiento de cosas que todo el mundo sabe y de que él asimismo está informado, y habla confidencialmente sobre asuntos que uno sabe perfectamente bien que él no conoce sino de manera muy superficial.
JEAN ADAM GRAANER.

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Manuel Quintana

Por A. J. Pérez Amuchástegui
"Fue dogmático y estoico ante el deber", dijo de él Carlos Ibarguren, que fue subsecretario de Agricultura durante su presidencia. "El señor senador —había dicho Avellaneda en un debate— tiene aquellos secretos que convierten la palabra en magia y la elocuencia en poder." Manuel Quintana, porteño, nació el 19 de octubre de 1835, hijo de un estanciero del sur bonaerense, Eladio de la Quintana, y de doña Manuela Sáenz de Gaona y Alzaga, ambos de arraigado linaje colonial. De tradición familiar unitaria, Quintana actuó después de Caseros en el partido de Mitre. Se doctoró en Derecho en los días anteriores a Cepeda y en vísperas de otra batalla. Pavón, ingresó a la Legislatura de Buenos Aires, en 1860. No tenía la edad establecida por la Constitución para ser diputado; quiso alejarse, pero la Cámara resolvió aceptar su diploma. Al producirse la reincorporación de la provincia de Buenos Aires a la Confederación, se contó errtre los diputados nacionales electos para el Congreso de Paraná. No pudo incorporarse a dicho cuerpo en razón de ser rechazados los diplomas de los representantes de Buenos Aires. Sin embargo, después de Pavón, y ya durante el gobierno de Mitre, tuvo sobresaliente actuación en la Cámara de Diputados de la Nación. 
Resultado de imagen para manuel quintana
Después de actuar durante un tiempo en la Legislatura bonaerense, volvió en 1867 al Parlamento nacional y, desde 1868, presidió la Cámara joven. Dos años después fue elegido senador nacional, en la vacante dejada por Valentín Alsina. También tuvo sobresaliente desempeño en la Convención bonaerense elegida para reformar la Constitución provincial. "No hubo en el Congreso —dice Ibarguren— cuestión alguna de importancia, sea constitucional, política, administrativa, económica, financiera, jurídica o de cualquier otra naturaleza en cuya consideración él no participara aclarándola, objetándola y proponiendo una solución conforme a su saber y entender."
 En 1874, siendo senador, figuró entre los precandidatos para la futura presidencia de la Nación; pero la carencia de un partido que lo sostuviera hizo que su candidatura no prosperara. En 1878, a su regreso de un viaje a Europa, fue elegido diputado nacional por la provincia de Buenos Aires, y presidió la Cámara hasta 1880, en que se produjo su destitución por el Congreso de Belqrano, a raíz del apoyo brindado a Tejedor.   Junto con Roque Sáenz Peña desempeñó diversas misiones diplomáticas y se destacó en la Conferencia internacional Panamericana de 1889. Fue por dos veces ministro del presidente Luis Sáenz Peña, quien le confió la cartera del Interior.   Frente a los movimientos revolucionarios radicales del 93 actuó con singular energía, hasta que se alejó del ministerio en 1894. Se mantuvo desde entonces alejado de toda actuación pública —salvo una breve diputación—, hasta 1904, año en que fue elegido presidente de la República. Su último mensaje presidencial fue el de mayo de 1905. En la tarde del 12 de agosto de 1905, el coche de caballos que conducía al presidente de la República, doctor Manuel Quintana, marchaba al trote por la calle Santa Fe rumbo al sur. Eran las 14,25 de un día lluvioso y frío. El presidente se trasladaba desde su domicilio —Artes 1245— a la Casa Rosada, en compañía de su edecán, el capitán de fragata José Donato Alvarez. Al llegar a la esquina de Santa Fe y Maipú, frente a la plaza San Martín, un hombre bajó la escalinata del paseo y revólver en mano se adelantó a la calzada. Se aproximó al paso del coche, apuntó con el arma a la ventanilla y disparó, sin que saliera el proyectil. Corriendo junto al coche accionó repetidas veces el disparador, sin poder lograr su objetivo. De inmediato emprendió la fuga internándose en la plaza, seguido de cerca por el edecán del presidente y el comisario Felipe Pereyra, jefe de la custodia, quien viajaba en un coche detrás del cupé del doctor Quintana. El edecán resbaló en el húmedo empedrado, pero el comisario Pereyra logró apresar al fugitivo auxiliado por un subordinado. Quintana prosiguió su viaje dando muestras de absoluta tranquilidad.  El agresor fue identificado como Salvador Enrique Planas y Virella, español de veintitrés años, empleado en una imprenta de la Capital. Declaró haber procedido por propia iniciativa, ser anarquista, y haber pretendido dar muerte al presidente para lograr un cambio total en la conducción política. Para ello usó un revólver calibre 38, de cinco tiros, cuyos proyectiles se encontraban en mal estado. Se Instruyó sumario por tentativa de homicidio en la persona del primer magistrado; Planas y Virella confirmó sus declaraciones ante el doctor Servando E. Gallegos, juez de instrucción que actuó en el caso. Trece años de prisión le fueron asignados, lapso que fue reducido por la Cámara a diez.   Recluido en la ya demolida Penitenciaría Nacional, Planas y Virella emprendió tareas de auxiliar de tipógrafo en los talleres de Imprenta del establecimiento. No pasó mucho tiempo sin que los diarios se ocuparan nuevamente de este singular personaje. El 6 da enero de 1911, juntamente con otros doce presidiarios, fugó por un túnel practicado bajo los jardines que rodeaban al edificio. Nada se supo del autor de este primer atentado anarquista en la persona del primer magistrado.En diciembre de ese año, ya muy enfermo, siguió concurriendo a su despacho y atendiendo las tareas de gobierno. Alcanzó a gobernar 17 meses, en horas dramáticas y de gran agitación social Murió el 12 de marzo de 1906, a los siete meses de haber salvado su vida ante el atentado cometido por el anarquista catalán Planas y Virella. Era un hombre afable y en su conversación introducía frecuentes reflexiones y observaciones. "Cierta tarde de verano —cuenta Ibarguren—, mientras firmaba, molestábale una mosca con tanta insistencia que dejó la pluma para hacerme esta reflexión: «Mire usted lo limitado que es, en realidad, el poder de los hombres: ¡todo un jefe del Estado no puede con una mosca!»".