miércoles, 26 de diciembre de 2012

Heroica Paysandú: orígenes de la "Guerra de la Triple Infamia"

Por José María Rosa

“¡Heroica Paysandú! Yo te saludo
hermana de la tierra en que nací,
tus triunfos y tus glorias esplendentes
se cantan en mi patria como aquí”.


Cantaba el negro payador Gabino Ezeiza y sus estrofas han llegado hasta nosotros, aunque pocos saben su significado. ¿Para quién, que no sea alguien versado en historia dicen algo los nombres de Leandro Gómez, Lucas Piriz, Federico Aberastury, y tantos héroes de la “heroica” que se sacrificaron por el pueblo contra el imperialismo? ¿ Quién recuerda las estrofas de Olegario Andrade que hace cien años repiten todos, grandes y chicos...?

“¡Sombra de Paysandú! ¡Sombra gigante
que velan los despojos de la gloria.
Urna de las reliquias del martirio
¡Espectro vengador!
¡Sombra de Paysandú! Lecho de muerte
donde la libertad cayó violada
¡Altar de los supremos sacrificios!
Yo te voy a evocar...”


¿Quién sabe hoy, después de un siglo de historia falsificada y enseñanza colonialista en nuestras escuelas, que en Paysandú, tierra oriental, empezaría esa grande, esa tremenda epopeya de la guerra del Paraguay, donde todo un pueblo hermano fue sacrificado por defender al pueblo argentino y oriental de la prepotencia de los imperialistas? ¿Quién no supone que Bartolomé Mitre que tiene estatuas, avenidas, pueblos con su nombre, fue un gran presidente, precisamente porque la historia oficial ha borrado de sus capítulos a Paysandú y a la guerra del Paraguay?.

La misma lucha que tenemos hoy, la tenían nuestros abuelos hace una centuria. Por una parte estaba un pueblo que quería ser libre y ser dueño de sus destinos, por la otra una oligarquía empeñada en mantenerlo en condición deprimente. Aquél estaba defendido por sus caudillos – que en esos tiempos eran el “sindicato” de los gauchos y artesanos -; éstos se apoyaban en las fuerzas extranjeras, o que engañaban a los suyos.
Eso pasaba en la Argentina de hace cien años. Juan Manuel de Rosas, gran jefe popular idolatrado por su pueblo, y que supo resistir con gallardía los embates de Inglaterra y Francia aliados a la oligarquía de los unitarios argentinos, había caído derrotado en Caseros volteado por el propio ejército argentino sublevado por su jefe, Justo José de Urquiza, pasado al imperio de Brasil – con quien estábamos en guerra – y de quien recibió dinero, armas y soldados. Contra ellos se estrelló el pueblo en Caseros el 3 de febrero de 1852.
Pero un orden tan firme como el federal no se derrumba de la noche a la mañana. El pueblo tenía conciencia de su posición y si había cedido a las bayonetas nacionales y extranjeras, costaba hacerle perder sus privilegios.
No era posible un gobierno sin apoyo del pueblo, por lo menos sin engañar al pueblo. Y aquí viene el papel de Urquiza, que al día siguiente de Caseros se declara caudillo, calificó a los oligarcas de salvajes unitarios e impuso la divisa roja del federalismo, el color del pueblo en la Confederación Argentina desde los tiempos de Artigas, Facundo Quiroga y Rosas. Urquiza, traidorzuelo sin grandeza, lleno de apetencias y sediento de dinero se dijo jefe del pueblo, habló del partido federal y usó la divisa colorada, y desgraciadamente fue creído. Todo era una comedia arreglada con los oligarcas para poder dominar de manera definitiva. Mientras clamaba contra los salvajes unitarios y hablaba del pueblo y sus derechos, se los fue quitando uno a uno. E impidió que otros grandes y prestigiosos caudillos federales resurgieran, como Nazario Benavídez, el valiente sanjuanino, asesinado en la prisión de su ciudad natal.

Finalmente un día, cuando Urquiza creyó segura la cosa, se dejó vencer por Mitre. ¡Por Mitre, que jamás había ganado una batalla en su vida! Fue el vencedor aparente en la batalla de Pavón el 17 de setiembre de 1861, ya que Urquiza se retiró sin combatir dejando que a los federales los degollasen los mitristas.
Esto parece enorme, pero los documentos cantan. Urquiza se había arreglado con los mitristas por agentes norteamericanos y masones (está probado), comprometiéndose a perder la batalla de Pavón. A cambio de eso le dejarían el gobierno de Entre Ríos, gozar de su inmensa fortuna y acrecentarla con nuevos negociados; pero debería entregar a los pobres criollos que clamaban ¡viva Urquiza! creyéndolo un caudillo auténtico de los quilates de Rosas o Facundo cantaban la Refalosa partidaria y llevaban al pecho la roja divisa federal. Eso fue Pavón el 17 de setiembre de 1861.
Y ocurrió entonces que otro gran oligarca y degollador de gauchos – que en la historia oficial pasa por un viejito muy bueno, muy demócrata y muy amante del pueblo –, un tal Domingo Faustino Sarmiento, que pertenecía al partido unitario, aconsejó a Mitre el 20 de setiembre de 1861: “No ahorre sangre de gauchos, es un abono" que debemos hacer útil al país; la sangre es lo único que tienen de humanos.”. Y el ejército vencedor en Pavón se lanzó a degollar gauchos, siempre claro está que los ganchos no se hicieran mitristas. ¿Cuántos degollaron? El número lo ha ocultado cuidadosamente la historia oficial, pero los revisionistas lo sabemos: fueron más de 20.000 en dos años. Una cifra que espanta si tenemos en cuenta que la argentina de entonces apenas pasaba de un millón de habitantes
. Un uruguayo a las órdenes de Mitre – el general Venancio Flores - se paso a degüello casi todo el resto del ejército federal, en Cañada de Gómez 'el 22 de diciembre; los uruguayos. Sandes; Iseas, Arredondó, Paunero y el chileno Irrazaval degollaron a miles y miles de riojanos, cordobeses y catamarqueños. Por eso se levantó el General Ángel Vicente Peñaloza, el llamado el Chacho, que quería defender a los suyos. Chacho era un ingenuo que creía que Urquiza lo iba a ayudar a combatir a los mitristas. ¡Bueno!... No era culpa del Chacho solamente, porque todos los federales creían en Urquiza; decían que algún día Urquiza volvería de Entre Ríos para tomar la lanza y emprenderla contra los oligarcas. ¡Viva Urquiza! Y Urquiza vivía y aplaudía – en secreto – a Mitre y a Sarmiento. Así murió el Chacho; o mejor dicho lo asesinaron y Sarmiento mandó colgar su cabeza en lo alto de un palo. “No hay que ahorrar sangre de gauchos...” Y Urquiza que aparentaba alentar al Chacho lo alentó a Sarmiento.
Después de pavonizar la Argentina, los mitristas se fueron a pavonizar al Uruguay. Había allí un gobierno blanco, tradicionalmente amigo de los federales argentinos. No estaba a su frente un caudillo sino un abogado, don Prudencio Berro, buena persona que protegía a los criollos de su tierra. Por eso había que sacarlo; por eso y porque no les hacía mucho caso a los brasileños e ingleses que pretendían manejar al Uruguay. Como Mitre era aliado de los brasileños mandó al Uruguay al general uruguayo, pero que estaba a sus órdenes, Venancio Flores (el degollador de Cañada de Gómez) para que lo sacase al presidente Berro, se hiciera presidente él, y entregase el país a los brasileños e ingleses.
Claro es que para invadir el Uruguay, Mitre y Flores inventaron un pretexto. El presidente Berro andaba en conflicto con un canónigo de la Catedral de Montevideo expulsado de su cargo por meterse en política. ¡Ya estaba el pretexto! Aunque Mitre y Flores eran masones, levantaron en sus banderas una cruz y llamaron a su aventura “cruzada libertadora”. Y así se lanzó Flores el 19 de abril de 1863 a libertar y los brasileños le mandaron plata. Y los católicos (no hablo de los buenos católicos, sino de los zonzos) lo apoyaron... Pero los orientales se defendieron. Nada podían los soldados mitristas y el oro brasileño contra el coraje criollo. Y no eran solamente los orientales blancos, porque muchos argentinos federales cruzaron el río al comprender que en la otra Banda se libraba la batalla por la libertad y por el pueblo.
El emperador del Brasil, que se llamaba Pedro II, quería acabar cuanto antes con la “cruzada libertadora”. ¿Cómo era posible que un puñado de orientales resistiese a los batallones mitristas disfrazados de floristas y al dinero que se le mandaba desde Río de Janeiro? Y quiso intervenir en la guerra buscando un pretexto cualquiera: que la guerra civil era larga y molestaba a los brasileños con estancias en el Uruguay. Mitre dijo otro tanto. De la mano, Mitre y el emperador acabarían con los blancos uruguayos y pondrían a Venancio Flores en la presidencia de la República.
Pero entonces se oyó una voz desde el norte: el Paraguay. Gobernaba Paraguay un gran patriota que se llamaba Francisco Solano López, hombre de temple como se da pocas veces en la historia. La nuestra lo trata mal por haber hecho lo que hizo. No importa: mañana, cuando la Argentina sea de los argentinos, lo tratará muy bien; le levantaremos estatuas y borraremos la iniquidad de la guerra del Paraguay. López dejó oír su voz de alerta desde Asunción, cuando Mitre y Pedro II se disponían a comerse el Uruguay. “¡Cuidado!... ¡Manos afuera de la República Oriental, porque habría quien la protegiera! Al primer soldado brasileño o mitrista que atravesase sus fronteras, irían los paraguayos a protegerla.” Y no era un chiste. Paraguay entonces no era lo que es ahora, después de la guerra donde lo aniquilaron. Era un gran país, con ferrocarriles, telégrafos, hornos de fundición y gran riqueza. Todo eso lo ofrendaría Solano López en beneficio de sus hermanos orientales y argentinos que gemían bajo Brasil, Inglaterra y el mitrismo. Vendría a libertar el Río de la Plata el bravo y corajudo guaraní, ya que su defensor, que debió ser Urquiza, se estaba tranquilamente en su palacio San José.
El ministro inglés en Buenos Aires, Mr. Thornton quería destruir al Paraguay, que era un país libre de ellos, que se permitía tener fundiciones de propiedad del Estado y no comprarle géneros de Manchester o Birmingham. Fue Mr. Thornton quien anudó la alianza mitrista-brasileña para invadir el Uruguay y acabar con los blancos, asegurando que Paraguay no se metería.
Y aquí viene lo de Paysandú. El ejército brasileño cruzó la frontera en el invierno de 1864 y se fue contra la ciudad de Paysandú, defendida por el general Leandro Gómez con un puñado de hombres; la escuadra brasileña, después de ser abastecida de bombas por Mitre en Buenos Aires, remontó el río Uruguay y bloqueó Paysandú. La ciudad, defendida por ochocientos o mil voluntarios, estaba sitiada por un ejército de 20,000 brasileños y floristas (afortunadamente para el honor argentino no llegaron a tiempo los mitristas) y una escuadra poderosa de quince buques, entre ellos algunos acorazados, con los cañones más potente s de la época.
El 6 de diciembre empezó el sitio, el épico sitio de Paysandú. De Buenos Aires, de Córdoba, de Entre Ríos, de Corrientes, miles de voluntarios argentinos fueron a pelear y morir si fuese necesario junto a Leandro Gómez. Pero Urquiza no los dejó pasar; hasta último momento se esperó que el caudillo argentino, a quien todavía se tenía por jefe del partido popular, cruzase el río y liberara Paysandú. Pero enfrente de ella, en su palacio de San José, desde el cual se podían seguir los pormenores de la lucha, Urquiza se limitaba a prometer que iría. ¿Iría?. Ya lo habían comprado los brasileños – muy en secreto, pero los documentos han sido encontrados porque nada queda ajeno a la historia – por casi dos millones de francos.
Le compraron a un precio altísimo todos los caballos entrerrianos, y eso significó un negocio para Urquiza, que embolsó una diferencia de 390.000 patacones de plata (más o menos dos millones de francos oro, algo así como trescientos millones de pesos de nuestra moneda). La condición era que se quedara quieto, pero prometiéndole
a los suyos que iría a liberar a Paysandú. Porque si Urquiza no hubiese dado esta promesa y hubiese renunciado a la jefatura del partido federal, los argentinos solos hubieran liberado la ciudad.
Paysandú resistió 30 días el fuego de los cañones brasileños y la metralla de los regimientos floristas.
Con su guarnición reducida a poco más de doscientos hombres, sin municiones, sin velas siquiera para alumbrar las noches, Leandro Gómez seguía resistiendo entre las ruinas de la ciudad. El general brasileño – Propicio Menna Barreto – había prometido al emperador que la bandera brasileña ondearía en lo alto de Paysandú la noche de año nuevo; y ésta se acercaba y todavía estaba allí la oriental, iluminada por las granadas mitristas disparadas por los cañones brasileños. El último ataque, la noche de año nuevo, fue tremendo, pero la bandera oriental seguía allí. Finalmente, el 2 de enero, los defensores de Paysandú, que ya se defendían a cascotazos, fueron masacrados. A Leandro López se le fusiló como a casi todos los suyos. Entre los pocos que se escaparon por haberse escondido entre las ruinas, estaba un joven argentino llamado Rafael Hernández, cuyo hermano José (futuro autor de Martín Fierro) no pudo pasar desde Entre Ríos porque Urquiza no lo dejó.También quedaron Carlos Guido Spano, Olegario Andrade y lo más granado de la juventud federal argentina mordiéndose los puños de rabia por no haber podido pelear y morir en Paysandú. Mitre felicitó al almirante brasileño Tamandaré y al general Propicio Menna Barreto por su “hazaña”. Pero, como era de rigor, desde el norte Francisco Solano López ordenaba a sus divisiones que empezaran la guerra para librar al Plata de la oligarquía. Y si no podían, para morir como mueren los patriotas.

Así empezó la guerra del Paraguay hace casi cien años.

lunes, 17 de diciembre de 2012

El Realismo de Rosas

Por Héctor B. Petrocelli


¿Pueblo para una constitución o constitución para un pueblo?
El realismo de Rosas
La personalidad que surgiría en medio del caos de aquellos años, Juan Manuel de Rosas, hombre de lecturas, sin duda, como la moderna historiografía lo ha dejado sentado, pero por sobre todo, atento y frío observador de la realidad circundante que fue su maestra, dejó estampados juicios sorprendentes en su profuso epistolario respecto a la materia que abordamos. Como dichas apreciaciones las sostuvo a todo lo largo de la vida, incluso en el exilio, no es extraño que al final de ella, en 1873, hiciera estas reflexiones a Vicente G. Quesada y a su hijo Ernesto que ocasionalmente lo visitaron: “. . . una constitución no debe ser el producto de un iluso soñador sino el reflejo exacto de la situación de un país. Siempre repugné a la farsa de las leyes pomposas en el papel y que no podían llevarse a la práctica. . .”. “Nunca pude comprender ese fetichismo por el texto escrito de una constitución, que no se quiere buscar en la vida práctica sino en el gabinete de los doctrinarios: si tal constitución no responde a la vida rea! de un pueblo, será siempre inútil lo que sancione cualquier asamblea o decrete cualquier gobierno. El grito de constitución, prescindiendo del estado del país, es una palabra hueca”.  El realismo de Rosas, patente en toda su correspondencia, merece algunas otras transcripciones. Así, en la carta del 16 de diciembre de 1832 escrita al gobernador santiagueño Felipe I barra, le dice: “Si me dejara arrastrar por las inspiraciones de mi corazón sería el primero en clamar por una asamblea que, ocupándose de nuestros destinos y necesidades comunes, estableciese un sistema conforme a las opiniones de la mayoría de la República y centralizase la acción del poder. Pero la experiencia y los repetidos desengaños me han mostrado los peligros de una resolución dictada solamente por el entusiasmo, sin estar antes aconsejada por la razón y por el estudio práctico de las cosas” . . . “la prudencia prescribe marchar con las circunstancias y con los sucesos, para no perdernos en ensayos precipitados”. Atenderá la experiencia, los desengaños, la razón y la prudencia, estudio práctico de las cosas, marchar con las circunstancias y con los sucesos, son presupuestos permanentes en la concepción del pragmático caudillo en materia organizativa. A Quiroga, en carta del 4 de octubre de 1831, le explica: “lo que principalmente importa es que cada provincia se arregle, se tranquilice interiormente y se presente marchando de un modo propio hacia el término que le indique la naturaleza de sus elementos, y recursos de prosperidad. Son muchísimos y absolutamente indispensables los embarazos actuales para entrar ya en una organización general”. “Lo que haya de hacerse después, lo indicará el tiempo, la marcha de los sucesos, y la posición que vayan tomando los pueblos por su buena organización, y verdadero patriotismo”. Y en la carta del 28 de febrero de 1832: . 
Señalo: la naturaleza de sus elementos, el tiempo, la marcha de los sucesos, la posición que vayan tomando los pueblos, la Federación como voluntad de los pueblos, el voto expreso de los pueblos, los deseos de éstos, el gradualismo como método. La contemplación de todos estos aspectos no figura generalmente en el bagaje de los ideólogos, sino en las alforjas de los estadistas fundadores. A los apuros constitucionales de Estanislao López contesta en misiva del 6 de marzo de 1836 instándolo a “guardar el orden lento, progresivo y gradual con que obra la naturaleza, ciñéndose para cada cosa a las oportunidades que presentan las diversas estaciones del tiempo y el concurso más o menos eficaz de las demás causas influyentes”. 
Respecto del método para el logro de una organización que responda al ser y a la voluntad de la Nación, Rosas expresa en carta al mismo López, anterior, del 2 de setiembre de 1830: “Los Congresos no deben ser el principio sino la consecuencia y último resultado de la organización general”. Y a Quiroga el 3 de febrero de 1831: “Primero es saber conservar la paz y afianzar el reposo; esperar la calma e inspirar recíprocas confianzas antes que aventurar la quietud pública. Negociando por medio de tratados el acomodamiento sobre lo que importe el interés de las provincias todas, fijaría gradualmente nuestra suerte; lo que no sucedería por medio de un congreso, en que al fin prevalecería en las circunstancias la obra de las intrigas a que son expuestos. El bien sería más gradual, es verdad, pero más seguro. Las materias por el arbitrio de negociaciones se discutirían con serenidad; y el resultado sería el más análogo al voto de los pueblos y nos precavería del terrible azote de la división y de las turbulencias que hasta ahora han traído los congresos, por haber sido formados antes de tiempo. El mismo progreso de los negocios así manejados, enseñaría cuando fuese el tiempo de reunir el congreso; y para entonces ya las bases y io principal estaría con ven i do y pacíficamente nos veríamos constituidos”. 
Ideas que reafirma en la famosa carta del 20 de diciembre de 1834 al mismo Quiroga escrita en la Hacienda de Figueroa: “entre nosotros no hay otro arbitrio que el de dar tiempo a que se destruyan en los pueblos los elementos de discordia, promoviendo y alentando cada gobierno por sí el espíritu de paz y tranquilidad. Cuando éste se haga visible por todas partes, entonces los cimientos empezarán por valernos de misiones pacíficas y amistosas por medio de las cuales sin bullas, ni alboroto, se negocia amigablemente entre' los gobiernos, hoy esta base, mañana la otra hasta colocar las cosas en tal estado que cuando se forme el Congreso lo encuentre hecho casi todo, y no tenga más que marchar llanamente por el camino que se le haya designado. Esto es lento a la verdad, pero es preciso que así sea, y es lo único que creo posible entre nosotros después de haberlo destruido todo, y tener que formarnos del seno de la nada” .
Los pactos como medio de alcanzar una sólida unidad nacional que salvase lo que había quedado de la primitiva herencia territorial, algo más que diezmada por la pérdida de casi la mitad de su superficie, teniendo en cuenta que ese saldo estaba a punto de llegar al paroxismo de la disolución en catorce republiquetas independientes. El Congreso como coronación del proceso organizativo y no como prefacio, pues varios congresos y asambleas ya habían fracasado estrepitosamente desde 1810 en esa misión. Obra lenta, en que el tiempo debía hacer su parte, serenando los espíritus, brindando la posibilidad a la inteligencia argentina de captar la índole y la voluntad de un pueblo en la tarea de darle organismos políticos. Obra que a veces es tan lenta, que insume siglos. Acomodamiento de los intereses de todas las partes involucradas, esto es, las provincias. La paz como elemento primordial; paz nacida de la concordia, del acuerdo de los corazones de los argentinos, factor esencial para el logro del consenso político que importa la organización de un país.
El párrafo final transcripto: “es lo único que creo posible entre nosotros después de haberlo destruido todo, y tener que formarnos del seno de la nada”, merece una breve consideración. ¿Qué era lo que en el concepto de Rosas se había destruido totalmente, a punto tal que ahora darse instituciones significaba “formarnos del seno de la nada”? Evidentemente se refiere a las instituciones españolas, implantadas durante más de doscientos años de ensayos que importaban otros muchos siglos de experiencia Ibérica-europea, y que el vendaval del iluminismo había arrasado de cuajo dejándonos a la intemperie de la que hablaba Sarratea en carta ya glosada.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Politica y negocios en 1820

Por Juan Carlos Serqueiros














El 28 de octubre de 1820, Nicolás de Anchorena (en realidad, Mariano Nicolás de Anchorena, aunque su segundo nombre prevalecería sobre el primero, y así se lo conoce históricamente) le escribía desde Montevideo a su hermano mayor, Juan José; una carta en la cual le detallaba sus actividades en torno a los negocios de la familia, carta esta que contiene un párrafo muy sugerente, el cual transcribo a continuación:
“… Cullen, portador de ésta, me ha dicho que ha visto una carta de persona respetable del Arroyo de la China, repitiendo que Artigas ha caído prisionero de Francia, habiendo querido refugiarse en la Candelaria; que Ramírez se lo ha pedido, y que Francia le pedía en cambio a Campbel y a Méndez, cuyo cambio cree el autor de la carta se verificaría. Deduce Cullen que Ramírez y Francia se han de componer, y de consiguiente que hemos de tener mucha yerba, por lo que él va a activar la venta. Yo no estoy conforme con esta política, porque aunque Francia esté por el cambio, este no será por disposición de convenirse con Ramírez, sino por las ganas que tiene de Campbel y de Méndez, para que le paguen los azotes que dieron a los paraguayos, porque para Francia el mismo papel hacen Ramírez y Campbel, y tan ladrón considera al primero como al segundo, porque ninguno de su cuna, educación y fibra puede conformarse con que un domador, sólo por ser atrevido y osado, sea el árbitro de tres Provincias vecinas, y que reconocido por él, mañana podrá verlo en la suya, u otro como él. Además Ramírez ha de querer continuar con el estanco de la yerba, para hacer su fortuna y la de sus ahijados: hemos visto que él ambiciona dinero y prosélitos, y que se ha propuesto adquirirlos por ese recurso. Aquí está su ayudante que ha venido habilitado por él con un corto número de tercios. Francia, pues, no ha de entrar por estas trabas, por lo mismo que Ramírez trata de ganar con ellas ...” (sic)
Es notable cómo la aguda percepción de un hombre de negocios (que Nicolás –al margen de su patriotismo, que lo tenía- era básica y fundamentalmente eso: un hombre de negocios; y las alternativas de la política interna las veía y analizaba desde esa perspectiva) lo llevaba a comprender y calibrar adecuadamente una situación determinada y los personajes que la protagonizaban; y cómo de acertada resultaría su predicción. Pero en primer lugar, aclaremos a quiénes y a qué se refería Nicolás de Anchorena, y cuál era el contexto en que se producían los sucesos:
El “Cullen” citado, era Domingo Cullen, un español de las Canarias, que después sería ministro de Estanislao López (terminaría fusilado por traidor en 1839, por orden de Rosas), y que andaba por ese tiempo radicado en Montevideo dedicado al comercio por las costas del Paraná. Debe haberle propuesto a Nicolás de Anchorena algún negocio vinculado al tráfico de yerba mate, y éste, aprovechando un viaje de Cullen a Buenos Aires, le enviaría a través suyo esta carta a su hermano mayor Juan José. El “Arroyo de la China” era la villa de ese nombre, actual ciudad de Concepción del Uruguay, en Entre Ríos. “Artigas”, obviamente está referido al general José Gervasio de Artigas; “Francia” era el doctor Gaspar Rodríguez de Francia, gobernante del Paraguay ; y “Ramírez” era Francisco Pancho Ramírez, teniente de Artigas en Entre Ríos, que acabaría traicionando al Protector. En cuanto a “Campbel” y "Méndez", se refiere a Pedro Campbell, un marino irlandés que llegó al Río de la Plata cuando las Invasiones Inglesas, desertando de las tropas británicas para quedarse aquí, convirtiéndose después en jefe de la escuadra artiguista; y a Juan Bautista Méndez, gobernador de Corrientes cuando los Pueblos Libres. Ambos habían caído prisioneros de Ramírez luego de la derrota del artiguismo a manos de éste. El general Artigas se había asilado el 5 de setiembre de 1820 en el Paraguay que gobernaba el doctor Francia; y Ramírez le reclamaba a éste su extradición, a lo que Francia no accedió; tal como en la carta supone Nicolás de Anchorena que habría de ocurrir.
A fines de junio de 1820, el otro hermano de Nicolás; Tomás Manuel de Anchorena, que había sido secretario del general Belgrano y diputado por Buenos Aires al Congreso de Tucumán, consideró conveniente pasar a la Banda Oriental en razón del curso que habían tomado las convulsiones políticas en Buenos Aires, y 4 meses después, haría lo mismo Nicolás, el menor de los Anchorena, y desde allí escribiría a su otro hermano, Juan José, que había quedado en Buenos Aires, esta carta cuyo párrafo leemos. Es injusta la carga que hace contra “Campbel” (Campbell), a quien tilda de “ladrón”, presumiendo (erróneamente) que el doctor Gaspar Rodríguez de Francia lo reputaría de igual modo. Deben haber primado ahí sus prejuicios de clase o de alguna otra índole, porque Campbell de manera alguna ni bajo ningún punto de vista podía ser considerado un ladrón; y tampoco Francia lo juzgaba así, como lo demuestra el hecho de que al ser liberado por Pancho Ramírez, Campbell se exilió justamente en el Paraguay (y fallecería allí en 1832), cosa que no habría hecho ni por asomo si desconfiase de que el doctor Francia quisiera verlo muerto (éste último se limitó a tenerlo preso un tiempo –tal como hizo con el general Artigas- y luego le dio la libertad, radicándose Campbell en Pilar, dedicado al negocio de la curtiembre). No..., suponía mal Nicolás de Anchorena en ese punto. Claro, él se guiaba por la presunción de que como Méndez y Campbell en 1815 habían combatido y expulsado junto a Andrés Guacurarí a las tropas paraguayas que por orden del doctor Francia habían invadido los pueblos de las Misiones al este del Paraná; el Dictador Perpetuo del Paraguay tendría hacia ellos un odio cerval que lo impulsaría a proponer a Ramírez entregarle al general Artigas a cambio de que éste a su vez les entregase a él a Campbell y a Méndez; y por eso Nicolás de Anchorena escribe “aunque Francia esté por el cambio”, refiriéndose con “cambio” al canje de prisioneros con miras a ultimarlos. La “carta de persona respetable del Arroyo de la China” que Cullen le refirió a Anchorena haber leído, por lo visto no era nada confiable, ya que por entonces lo que Ramírez estaba planeando, era invadir el Paraguay, y precisamente su ligereza en el cuidado de la correspondencia que éste les mandaba a los opositores del doctor Francia en el Paraguay, fue causal de la ruina y desgracia de éstos; porque Francia ahogó en sangre la revolución que contra él se tramaba
Por lo demás, es asombrosa la exactitud de la información que poseía Anchorena. Pensemos que allá por 1820 ¿cuántas serían las personas (fuera de quienes vivían en el escenario mismo de los hechos o en las cercanías, digo) que sabrían las alternativas de los combates entre las tropas artiguistas al mando de Andrés Guacurarí y las que el doctor Francia había enviado para ocupar los pueblos de las Misiones, con tanto detalle como Nicolás de Anchorena (noten que pone, refiriéndose a Campbell y Méndez, “para que le paguen los azotes que dieron a los paraguayos”)? O la acertadísima semblanza que hace de Francia, esa de "su cuna, educación y fibra" (y tener en cuenta que eso es tanto más extraordinario, si se considera que Anchorena… ¡no conocía personalmente al doctor Francia!). Asimismo, la comparación entre las características de Ramírez y Francia –independientemente de que no corresponda reducir a Ramírez a “un domador”, cosa que hace Anchorena con sectarismo refiriéndose de ese modo al entrerriano- es muy ilustrativa; porque en efecto, la distancia moral e intelectual que había entre esos dos personajes históricos, era sideral: el doctor Francia, más allá de aciertos y errores, obraba movilizado exclusivamente por la defensa de los intereses paraguayos y nada quería ni buscaba para sí mismo; mientras que Ramírez actuaba en función de las conveniencias de su provincia, pero también (de paso, cañazo) de su ambición personal y de sus intereses particulares; porque es cierto que entre otras cosas, perseguía el fin de enriquecerse con la yerba mate y que para eso había mandado a la Banda Oriental a Manuel Antonio Urdinarrain; tal como menciona Anchorena en su carta: “… ambiciona dinero y prosélitos, y que se ha propuesto adquirirlos por ese recurso. Aquí está su ayudante…”.
Y en definitiva, como consigné precedentemente, la predicción de Nicolás de Anchorena resultaría cumplida, porque Francia no entregó al general Artigas para que Ramírez lo matase, y la yerba paraguaya sería comercializada exclusivamente por el Estado paraguayo; y si Cullen, como apunta Anchorena, efectivamente “activó la venta”, debe de haberse visto después en graves problemas para cumplir los compromisos a que se hubiese obligado.
Y en todo caso, el ejemplo sirve para reflexionar acerca de cómo dos hombres de negocios poseyendo idéntica valiosa información, pueden interpretarla de distintas maneras y utilizarla conveniente o inconvenientemente: Anchorena, con los datos que poseía, no quiso entrar en el negocio de la yerba mate, y acertó plenamente en cuanto a la actitud que tomaría Francia; en cambio Cullen se involucró (o por lo menos, se aprestaba a hacerlo) en un negocio que a la postre resultaría desastroso, y a la hora de formarse un juicio, ni siquiera reparó en las diferencias de catadura moral e intelectual que había entre Ramírez y Francia.
Seguramente por “pequeños” detalles así, Anchorena sería uno de los hombres más ricos de esta parte de América; mientras que Cullen acabó sus días fusilado por traidor

Punta Canal

Por Don Singulario


PUNTA CANAL
-¡Hola don Singulario! Ese título me recuerda una nota suya de hace un tiempo cuando habló de inundaciones y de Villa La Ñata, ahora famoso por los partidos de fútbol

-Tiene Ud. razón, en setiembre de hace dos años, escribimos una nota que llevaba por título Mientras los bichos huyen… Se refería al agua y su fuerza descontrolada, y a sus esforzados habitantes ribereños por contenerla. Se la dedicamos por ser el lugar que nos aquerenciamos para descansar y donde mis hijos y nietos disfrutan aún, de ese sabor pueblerino a las puertas de la gran ciudad.  Ud. ahora la ubica famosa por los encuentros de fútbol entre intendentes, gobernadores y otros políticos, La prensa hegemónica se hace un festín cuando aparecen lugares o reuniones con tintes conspirativos

-Sería algo así como la jabonería de Vieytes…

-Así va a quedar Villa La Ñata y su equipo de fútbol como un lugar emblemático de ciertos destituyentes, pero eso es anecdótico. En ella, además de estar rodeada (nunca mejor empleada esta palabra cuyos sinónimos son: cercada, envuelta, encerrada, sitiada, asediada, bloqueada) por agua y múltiples barrios cerrados con nombres tomados del Santoral, existe otro espacio emblemático que se encuentra oculto por la gran prensa.

-Claro don, lo recuerdo, Ud. se refería a un sitio sagrado, algo así como un cementerio aborigen, y que incluso se dio el “mal gusto” de opinar que si se enteraban los yanquis nos podrían bombardear por el placer de romper con todo vestigio arqueológico como hicieron con Irak…

-La semana pasada, regresando de allí, un grupo de jóvenes nos entregaron un volante haciendo referencia a los esfuerzos que están haciendo las comunidades originarias de la zona para preservarse del ataque indiscriminado de los empresarios de esos complejos edilicios privados. Denuncian que están alambrando y destruyendo tierras que corresponden al patrimonio cultural y arqueológico; ataques no sólo a los derechos humanos, sino también a la flora y fauna con la destrucción sistemática de humedales y campos. Patotas contratadas por esas empresas atacan a los pobladores que se resisten a su avance y hasta arrojaron violentamente al río una Whipala, con el dolor que causa cuando un símbolo sagrado es mancillado.

-Tienen razón don Singu, me acuerdo cuando nos contó que la Whipala es la bandera tradicional de los pueblos originarios, que contiene los colores del arco iris en forma de damero.

-El relato que me hicieron los muchachos me estremeció pensando que desde que nos reconocemos como pueblo occidental y cristiano tras la llegada de los españoles a América, siempre el hombre “blanco” acompañado del poder legal y muy bien custodiado por las armas y la cruz se han empeñado en usurpar las tierras que habitan desde siempre los pobladores naturales: hombres y mujeres, plantas, aves y animales terrestres que sólo se sirven de la naturaleza para la supervivencia y no la destruyen.
-Por lo que Ud.  comenta don, es que esos emprendimientos tienen un marcado tinte religioso.
-El Opus Dei, una especie de secta católica es la cara visible de estos despropósitos, pero déjeme recordar que el nombre del lugar sagrado –ahora Punta Querandí– tiene que ver con el pueblo que lo habitaba a la llegada de los conquistadores. Y aquí me gustaría volver a recordar el primer encuentro de ese pueblo con aquellos europeos tal como lo contó un soldado alemán que los acompañó. Nos referimos a Ulrico Schmidel que en su libro Viaje al Río de la Plata (1536-1554) hace una pormenorizada narración de aquella travesía. Tiene la simpleza de un espectador de baja jerarquía que pudo retratarla con originalidad e ingenua sorpresa.

-Don, ¿fue aquel que contó la historia del fulano que se comió la pierna de su hermano ahorcado por el hambre, en la primera Buenos Aires?

-El mismo, vamos a dejarlo al Herr Ulrico que nos cuente su encuentro con los querandíes:
«En esta tierra dimos con un pueblo en que estaba una nación de indios llamados carendies como de 2.000 hombres con las mujeres e hijos, y su vestir era como el de los zechurg (charrúa), del ombligo a las rodillas; nos trajeron de comer, carne y pescado. Estos carendies (querandí) no tienen habitaciones propias, sino que dan vueltas a la tierra, como los gitanos en nuestro país; y cuando viajan en el verano suelen andarse más de 30 millas (leguas) por tierra enjuta sin hallar una gota de agua que poder beber. Si logran cazar ciervos u otras piezas del campo, entonces se beben la sangre [...]
Estos carendies traían a nuestro real y compartían con nosotros sus miserias de pescado y de carne por 14 días sin faltar más que uno en que no vinieron. Entonces nuestro general thonn Pietro Manthossa (don Pedro de Mendoza) despachó un alcalde llamado Johann Pabón, y él y 2 de a caballo se arrimaron a los tales carendies, que se hallaban a 4 millas de nuestro real. Y cuando llegaron adonde estaban los indios, acontecioles que salieron los 3 bien escarmentados, teniéndose que volver en seguida a nuestro real.                                                
 Pietro Manthossa, nuestro capitán, luego que supo del hecho por boca del alcalde (quien con este objeto había armado cierto alboroto en nuestro real), envió a Diego Manthossa, su propio hermano, con 300  lanskenetes y 30 de a caballo bien pertrechados: yo iba con ellos, y las órdenes eran bien apretadas de tomar presos o matar a todos estos indios carendies y de apoderarnos de su pueblo. Mas cuando nos acercamos a ellos había ya unos 4.000 hombres, porque habían reunido a sus amigos.
Y cuando les llevamos el asalto se defendieron con tanto brío que nos dieron harto que hacer en aquel día. Mataron también a nuestro capitán thon Diego Manthossa y con él a 6 hidalgos de a pie y de a caballo. De los nuestros cayeron unos 20 y de los de ellos como mil. Así, pues, se batieron tan furiosamente que salimos nosotros bien escarmentados. 
     Estos carendies usan para la pelea arcos, y unos dardes, especie de media lanza con punta de pedernal en forma de trisulco. También emplean unas bolas de piedra aseguradas a un cordel largo; son del tamaño de las balas de plomo que usamos en Alemania. Con estas bolas enredan las patas del caballo o del venado  cuando lo corren y lo hacen caer. Fue también con estas bolas que mataron a nuestro capitán y a los hidalgos, como que lo vi yo con los ojos de esta cara, y a los de a pie los voltearon con los dichos dardes.
     Así, pues, Dios, que todo lo puede, tuvo a bien darnos el triunfo, y nos permitió tomarles el pueblo; mas no alcanzamos a apresar uno sólo de aquellos indios, porque sus mujeres e hijos ya con tiempo habían huido de su pueblo antes de atacarlos nosotros. En este pueblo de ellos no hallamos más que mantos de nuederen (nutrias) o ytteren como se llaman, iten harto pescado, harina y grasa del mismo ; allí nos detuvimos 3 días y recién nos volvimos al real, dejando unos 100 de los nuestros en el pueblo para que pescasen con las redes de los indios y con ello abasteciesen a nuestra gente; porque eran aquellas aguas muy abundantes de pescado [...]
Después de esto seguimos un mes todos juntos pasando grandes necesidades en la ciudad de Bonas Ayers hasta que pudieron aprestar los navíos. Por este tiempo los indios con fuerza y gran poder nos atacaron a nosotros y a nuestra ciudad de Bonas Ayers en número hasta de 23.000 hombres; constaban de cuatro naciones llamadas carendíes, barenis (guaraníes), zechuruas (charrúas) y zechenais dembus (chanás timbús).  La mente de todos ellos era acabar con nosotros; pero Dios, el Todopoderoso, nos favoreció a los más; a Él tributemos alabanzas y loas por siempre y por sécula sin fin; porque de los nuestros sólo cayeron unos 30 con los capitanes y un alférez.
 Y eso que llegaron a nuestra ciudad Bonas Ayers y nos atacaron, los unos trataron de tomarla por asalto, y los otros empezaron a tirar con flechas encendidas sobre nuestras casas, cuyos techos eran de paja (menos la de nuestro capitán general que tenía techo de teja), y así nos quemaron la ciudad hasta el suelo. Las flechas de ellos son de caña y con fuego en la punta; tienen también cierto palo del que las suelen hacer, y éstas una vez prendidas y arrojadas no dejan nada; con las tales nos incendiaron, porque las casas eran de paja
 A parte de esto nos quemaron también cuatro grandes navíos que estaban surtos a media milla  de nosotros en el agua. La tripulación que en ellos estaba, y que no tenía cañones, cuando sintieron el tumulto de indios, huyeron de estos 4 navíos a otros 3, que no muy distante de allí estaban y artillados. Y al ver que ardían los 4 navíos que incendiaron los indios, se prepararon a tirar y les metieron bala a éstos; y luego que los indios se apercibieron, y oyeron las descargas, se pusieron en precipitada fuga y dejaron a los cristianos muy alegres. Todo esto aconteció el día de San Juan, año de 1535 [...]

-Don Singulario, Ud. siempre se trae alguna historia para dejar mal parados a los conquistadores…

-La escribió alguien que los acompañó  Se me ocurre que la memoria histórica es de largo alcance y sería interesante que quienes se consideran descendientes de aquellos conquistadores comprendan que los tiempos han cambiado y que los pueblos no necesitan ahora de flechas incendiarias para hacer valer sus derechos.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Schopenhauer: el primer golpe a la Ilustración

Por el Prof. Alberto Buela

En Arturo Schopenhauer (1788-1860) toda su filosofía se apoya en Kant y forma parte del idealismo alemán pero lo novedoso es que sostiene dos rasgos existenciales antitéticos con ellos: es un pesimista y no es un profesor a sueldo del Estado. Esto último deslumbró a Nietzsche.
Hijo de un gran comerciante de Danzig, su posición acomodada lo liberó de las dos servidumbres de su época para los filósofos: la teología protestante o la docencia privada. Se educó a través de sus largas estadías en Inglaterra, Francia e Italia (Venecia). Su apetito sensual, grado sumo, luchó siempre la serena reflexión filosófica. Su soltería y misoginia nos recuerda el tango: en mi vida tuve muchas minas pero nunca una mujer. En una palabra, conoció la hembra pero no a la mujer.
Ingresa en la Universidad de Gotinga donde estudia medicina, luego frecuenta a Goethe, sigue cursos en Berlín con Fichte y se doctora en Jena con una tesis sobre La cuádruple raíz del principio de razón suficiente en 1813.
En 1819 publica su principal obra El mundo como voluntad y representación y toda su producción posterior no va ha ser sino un comentario aumentado y corregido de ella. Nunca se retractó de nada ni nunca cambió. Obras como La voluntad en la naturaleza (1836), Libertad de la voluntad (1838), Los dos problemas fundamentales de la ética (1841) son simples escolios a su única obra principal.
Sobre él ha afirmado el genial Castellani: “Schopen es malo, pero simpático. No fue católico por mera casualidad. Y fue lástima porque tenía ala calderoniana y graciana, a quienes tradujo. Pero fue “antiprotestante” al máximo, como Nietzsche, lo cual en nuestra opinión no es poco…Tuvo dos fallas: fue el primer filósofo existencial sin ser teólogo y quiso reducir a la filosofía aquello que pertenece a la teología”
En 1844 reedita su trabajo cumbre, aunque no se habían vendido aun los ejemplares de su primera edición, llevando los agregados al doble la edición original.
Nueve años antes de su muerte publica dos tomos pequeños Parerga y Parilepómena, ensayos de acceso popular donde trata de los más diversos temas, que tienen muy poco que ver con su obra principal, pero que le dan una cierta popularidad al ser los más leídos de sus libros. Al final de sus días Schopenhauer gozó del reconocimiento que tanto buscó y que le fue esquivo.
Schopenhauer siguió los cursos de Fichte en Berlín varios años y como “el fanfarrón”, así lo llama, parte y depende también de Kant.
Así, ambos reconocen que el mérito inmortal de la crítica kantiana de la razón es haber establecido, de una vez y para siempre, que los entes, el mundo de las cosas que percibimos por los sentidos y reproducimos en el espíritu, no es el mundo en sí sino nuestro mundo, un producto de nuestra organización psicofísica.
La clara distinción en Kant entre sensibilidad y entendimiento pero donde el entendimiento no puede separarse realmente de los sentidos y refiere a una causa exterior la sensación que aparece bajo las formas de espacio y tiempo, viene a explicar a los entes, las cosas como fenómenos pero no como “cosas en sí”.
Muy acertadamente observa Silvio Maresca que: “Ante sus ojos- los de Schopenhauer- el romanticismo filosófico y el idealismo (Fichte-Hegel) que sucedieron casi enseguida a la filosofía kantiana, constituían una tergiversación de ésta. ¿Por qué? Porque abolían lo que según él era el principio fundamental: la distinción entre los fenómenos y la cosa en sí”.
Fichte a través de su Teoría de la ciencia va a sostener que el no-yo (los entes exteriores) surgen en el yo legalmente pero sin fundamento. No existe una tal cosa en sí. El mundo sensible es una realidad empírica que está de pie ahí. La ciencia de la naturaleza es necesariamente materialista. Schopenhauer es materialista, pero va a afirmar: Toda la imagen materialista del mundo, es solo representación, no “cosa en sí”. Rechaza la tesis que todo el mundo fenoménico sea calificado como un producto de la actividad inconciente del yo. ¿Que es este mundo además de mi representación?, se pregunta. Y responde que se debe partir del hombre que es lo dado y de lo más íntimo de él, y eso debe ser a su vez lo más íntimo del mundo y esto es la voluntad. Se produce así en Schopenhauer un primado de lo práctico sobre lo teórico.
La voluntad es, hablando en kantiano “la cosa en sí” ese afán infinito que nunca termina de satisfacerse, es “el vivir” que va siempre al encuentro de nuevos problemas. Es infatigable e inextinguible.
La voluntad no es para el pesimista de Danzig la facultad de decidir regida por la razón como se la entiende regularmente sino sólo el afán, el impulso irracional que comparten hombre y mundo. “Toda fuerza natural es concebida per analogiam con aquello que en nosotros mismos conocemos como voluntad”.
Esa voluntad irracional para la que el mundo y las cosas son solo un fenómeno no tiene ningún objetivo perdurable sino sólo aparente (por trabajar sobre fenómenos) y entonces todo objetivo logrado despierta nuevas necesidades (toda satisfacción tiene como presupuesto el disgusto de una insatisfacción) donde el no tener ya nada que desear preanuncia la muerte o la liberación.
Porque el más sabio es el que se percata que la existencia es una sucesión de sin sabores que no conduce a nada y se desprende del mundo. No espera la redención del progreso y solo practica la no-voluntad.
El pesimista de Danzig al identificar la voluntad irracional con la “cosa en sí” puede afirmar sin temor que “lo real es irracional y lo irracional es lo real” con lo que termina invirtiendo la máxima hegeliana “todo lo racional es real y todo lo real es racional”. Es el primero del los golpes mortales que se le aplicará al racionalismo iluminista, luego vendrá Nietzsche y más tarde Scheler y Heidegger. Pero eso ya es historia conocida. Salute.

Post Scriptum:
Schopenhauer en sus últimos años- que además de hablar correctamente en italiano, francés e inglés, hablaba, aunque con alguna dificultad, en castellano. La hispanofilia de Schopenhauer se reconoce en toda su obra pues cada vez que cita, sobre todo a Baltasar Gracián (1601-1658), lo hace en castellano. Aprendió el español para traducir el opúsculo Oráculo manual (1647). También cita a menudo El Criticón a la que considera “incomparable”. Existe actualmente en Alemania y desde hace unos quince años una revista de pensamiento no conformista denominada “Criticón”. También cita y traduce a Calderón de la Barca.
Miguel de Unamuno fue el primero que realizó algunas traducciones parciales del filósofo de Danzig, como corto pago para una deuda hispánica con él. En Argentina ejerció influencia sobre Macedonio Fernández y sobre su discípulo Jorge Luis Borges. Tengo conocimiento de dos buenos artículos sobre Schopenhauer en nuestro país: el del cura Castellani (Revista de la Universidad de Buenos Aires, cuarta época, Nº 16, 1950) y el mencionado de Maresca.

viernes, 16 de noviembre de 2012

La vuelta de Obligado

Por el Prof. Antonio Caponnetto

Ni cuzcos ladradores ni doctores me traigan,
ni tibios lomos negros de chiripá o levita,
que no vengan logistas a hollar estas barrancas,
donde el duelo y la sangre supieron darse cita.

Auséntense los torvos, cismáticos o flojos,
espadas sin cabeza, sin blasón ni coraje,
esta Vuelta del río reclama en sus orillas
la vieja aristocracia del sufrido gauchaje.

Ninguna voz rendida se escuche en el remanso
del Paraná poblado de recuerdos fecundos,
ninguno se presente de los que han hocicado,
una vez y por siempre los he llamado inmundos.


Que no lleguen tampoco los que enturbiaron nombres
de patriadas antiguas galopando en montón,
ni los profanadores de la historia se acerquen,
sólo quiero a los fieles de la Federación.


¡Encadene el oleaje, mi General Mansilla,
atenace torrentes, eslabone los vientos,
que silven los boyeros, y en las cañas tacuaras
flameen los pendones amarrados con tientos!


¡Usted, Coronel Thorne, desenvaine cañones,
camarada Quiroga: honre al padre que hereda,
Capitán Tomás Craig, ancle el buque al pellejo
y usted, Ramón Rodríguez, con su furia proceda!


Si la tierra trepida sabrán los extranjeros,
que las almas batallan con leal veteranía
invisible y perenne como un yelmo de plata
como ajorca que enlaza la fiel soberanía.


Comandante Barreda, Artillero Palacios,
alumbren las estrellas de este patrio noviembre,
y en el último ataque que cada puño sea
la semilla que labre, que coseche y que siembre.


Nada importa esta tarde que la proa invasora
nos aventaje en fuego de metrallas filosas,
mis mazorqueros tienen bayonetas caladas
y me sigo llamando Don Juan Manuel de Rosas.



Resistí a los falsarios, la conjura de escribas,
en mil páginas negras que fraguó belcebú,
venceré a los que intenten torcer mi empuñadura,
yo soy el heredero del sable de Maipú.



Mañana cuando lleguen las horas más aciagas,
aunque ni un ceibo quede en mi pampa plantado,
Señor, se alce una boca para gritar de nuevo:
No han de pasar por esta Vuelta de Obligado.

martes, 9 de octubre de 2012

El Tambor de Tacuarí

por Quiroga Micheo, Ernesto La campaña libertadora del Paraguay tocaba a su fin. Emprendida la retirada hasta el río Tacuarí, en cuyas cercanías las fuerzas de Belgrano sostuvieron en el transcurso del día 9 de marzo de 1.811 diversos encuentros, una de las intrépidas columnas, compuesta de 235 soldados, se puso en movimiento sobre su enemigo, que en número de cerca de 2000 hombres con seis piezas de artillería, avanzaba con la arrogancia que le inspiraba la superioridad numéricay su reciente triunfo. La infantería, formada en pelotones en ala,marchaba gallardamente con las armas a discreción, al son del paso de ataque que batía con vigor sobre el parche un tamborcillo de doce años de edad, que era al mismo tiempo lazarillo del comandante Vidal, que apenas veía; pues hata los niños y los ciegos fueron héroes en aquella jornada. La caballería, dividida en dos pelotones de 50 hombres cada uno, marchaba sobre los flancos sable en mano, haciendo enarbolar la última enseña del ejército expedicionario al Paraguay. Los cañones con bocas ennegrecidas por un fuego de cerca de seis horas, eran arrastrados a brazo por los artilleros. Ibañez conducía el ataque, y el General Belgrano, observando con atención al enemigo, dirigía los movimientos de aquel puñado de soldados. Repentinamente cesó el fuego y disipándose las nubes de humo que oscurecían el campo de batalla, se vio a la línea paraguaya recogerse sobre sus costados, guarneciéndose en el bosque y abandonando, en el medio del campo, los cañones con que hacía fuego.
La fuerza moral había triunfado sobre la fuerza numérica. El General Belgrano habiendo conseguido imponerse al enemigo, había obtenido la única victoria que era de esperarse; y aprovechándose del asombro causado por el valor de sus tropas, envió a su vez un parlamento al jefe paraguayo, quien lejos de pensar en hacer efectiva su arrogante amenaza de la mañana, sólo pensaba en precaverse de la derrota. Así consta en el mismo testimonio del enemigo. Mientras el parlamento se dirigía al campo adversario, los soldados patriotas descansaban orgullosamente sobre sus armas, Belgrano, de pie en lo alto del "Cerro de los Porteños", pudo entregarse a la satisfacción viril de haber salvado con su fortaleza de ánimo la gloria de las armas revolucionarias, y con ellas, las últimas reliquias de su pequeño ejército. ¿Existió el Tambor de Tacuarí? En la historia escrita del Tamborcito se deben analizar tres aspectos: a) el valiente comportamiento de un niño en la batalla de Tacuarí, b) su presunta muerte en acción, y c) su individualización como Pedro Ríos. a) El valiente comportamiento de un niño Mitre fue el primero que divulgó esta tradición. En su Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina editada por primera vez en 1857, unas escuetas líneas relatan el episodio: «La infantería, formada en pelotones de ala, marchaba gallardamente con las armas a discreción, al son de paso de ataque que batía con vigor un tamborcillo de doce años que era, al mismo tiempo, el lazarillo del comandante Vidal, que apenas veía: pues hasta los niños y los ciegos fueron héroes en aquella jornada". En ningún párrafo narra su muerte en acción. La segunda persona que aparentemente se ocupó de esta historia fue Rafael Obligado. El vate era muy amigo de don Carlos Miguel Vega Belgrano, con quien se carteaba. Este señor era nieto del prócer, por lo que es posible que el poeta oyera de sus labios esta tradición. Además, Obligado recorrió el país con el fin de recoger cuentos, leyendas y tradiciones para usar como temas en sus poesías. Estuvo en Corrientes en 1897, y con motivo de ese viaje escribió A Corrientes, cuyos versos finales son muy significativos: “¡Corrientes Tierra natal de los héroes sin historia de los mártires sin gloria, de los dolientes hogares! Dame sol, dame azahares, dame asilo en tus memorias. La poesía El Tambor de Tacuarí está fechada en 1909. Obligado, y especialmente Mitre, conocieron a muchos guerreros de la Independencia, alternaron con ellos, y escucharon de sus labios, o de los de sus familiares, numerosos episodios históricos. Mitre, al referirse a Falucho, dejó constancia que conoció cómo murió, gracias a un relato escrito y a varios orales, por lo que se debe aceptar que escuchó de alguien lo ocurrido en Tacuarí. En base a esto, considero que se debe admitir como cierto que allí un tamborcito se comportó heroicamente a pesar del fragor de la batalla. Es evidente que durante varios años no se habló de que el muchachito hubiera muerto en acción. Podría ser una prueba de ello la resolución del Consejo Nacional de Educación del 8 de marzo de 19 1 2, que fijó las fechas para la conmemoración de los niños heroicos. En sus considerandos se dice lo siguiente: “Con el propósito de fijar dos fechas del año para que se recuerde en la escuela á los niños que merecieron por sus actos heroicos la gratitud de la patria, y considerando que entre los pequeños héroes argentinos cuya abnegación y valor exalta la historia, se destacan el "Tambor de Tacuarí" y las "Niñas de Ayohuma", por sus acciones gloriosas realizadas el 9 de marzo de 1811 y el 14 de noviembre de 1813, respectivamente...” b) Presunta muerte La primera referencia escrita que se encontró sobre la muerte del niño está datada el 9 de julio de 1924. Ese día, el historiador Gómez, en su discurso pro- nunciado en la plaza 25 de Mayo de Corrientes, dijo: “ ... cuando Belgrano cruzó la provincia (... ) en su marcha hacia el norte, cruzó el pueblo de Concepción, se enroló un niño, sereno como nuestro cielo y fervoroso en sus pasiones como la roja flor de los ceibales. Su nombre se ha perdido en el horror de la trajedia para inmortalizarse por el poeta, como el "Tambor de Tacuary" y su figura surge en el recuerdo entre el hierro del coraje y la metralla ( ... ), sino el redoblado jadeante y épico del heroico tamborcillo, recostado en la cureña doblada de un cañón, en el repecho ardiente de la colina, su ropa en harapos flamea como una bandera, su pecho abierto, sus cabellos revueltos por el beso de la gloria, su rostro jubiloso de heroísmo, ponen en la tarde la nota más grande del heroísmo. Y es recién cuando la metralla enemiga quiebra su vida como un lirio y cesa el redoblado estupendo de los parches ..." . Curiosamente, en el tratado de historia de su provincia natal no menciona el episodio, a pesar de que su obra se publicó cuatro años después de que el mismo Gómez gestionara el emplazamiento de un monumento al niño héroe en 1929.
Tampoco refiere el episodio otro autorizado comprovinciano, Manuel Florencio Mantilla, en su Croníca histórica de la provincia de Corrientes. Fue autor de numerosos trabajos históricos, algunos relacionados con conocidas tradiciones, como la del sargento Cabral y la de Falucho, y, sin embargo, en su vasta bibliografía no hay referencia alguna sobre el Tamborcito. La segunda mención que se encontró sobre la muerte del niño está fechada en 1929, y pertenece a Francisco Atenodoro Benitez, autor del que nos ocuparemos más adelante. Dice textualmente: “El Tambor de Tacuarí redoblaba sin cesar el paso de ataque que le habían ordenado sus superiores, hasta que cayó en el puesto de honor y sacrificios...”. Posiblemente todas las referencias posteriores estén basadas directa o indirectamente en las afirmaciones de Gómez y Benitez. La nota de Enrique M. Mayochi, publicada en la revista de La Nación, es una mera versión resumida del trabajo del señor Díaz Ocanto sin verificación de las fuentes, según referencias verbales de los mismos Mayochi y Diaz Ocanto. El 9 de marzo de 1974 apareció en el diario Época, de Corrientes, una nota de Ramón Juan Blaneo en la que se dice: “no obstante, años después, cuando era conducido enfermo desde Tucumán a Buenos Aires, en un descanso en suelo cordobés Manuel Belgrano recordó que a la fecha del combate librado en Tacuarí el niño había adquirido aceptable destreza en el Tambor. De otro modo no se justificaba el valiosísimo papel que asumió en la batalla final”. En otra parte agrega: “Lo recuerdo y me estremezco -decía el general Celestino Vidal hacia el mina¡ de su vida-; me parece estar viéndolo avanzar impasible a mi lado. Y lo he visto caer y abandoné la lucha para socorrerlo. Murió de dos disparos en el pecho. Estoy seguro de que su muerte fue mi salvación, porque al detenerme, no caí como cayeron casi todos los del ala donde estábamos nosotros”. Las afirmaciones atribuidas a Belgrano documentarían su presencia en la batalla, las de Vidal, su muerte. Blanco me dijo que vio lo afirmado por Belgrano en una fotocopia que le mostró otro historiador, de una tradición relatada por Pastor Servando Obligado y publicada en una revista. En ella, Obligado contaba que un soldado, que acompañó a Belgrano en su último viaje a Buenos Aires, le oyó narrar eso al prócer. La revisión que se efectuó de los diez tomos de las tradiciones de Obligado no reveló la existencia de una narración semejante (ver notas 27 a 36), ni tampoco se encontró un tema vinculado en el índice de la segunda serie que nunca se editó. Cabe destacar que dicho autor publicó además sus escritos en revistas como Caras y Caretas, por lo que es posible que exista ese relato aunque no se lo haya podido encontrar. Con respecto a lo afirmado por Vidal, esto surgiría de papeles que conservarían descendientes del general. En el Archivo General de la Nación existe un legajo con documentos de este militar, pero en el mismo no había nada relacionado con el Tamborcito. El parte elevado por Belgrano, ya mencionado, dice textualmente: “sólo cuento once muertos y doce heridos”. En el mismo no hay referencia al acto heroico del Tamborcito, pero cabe admitir que Belgrano no debió de informarlo a la Junta por considerarlo, quizá, uno de los tantos héroes de esa memorable jornada. El autor tiene la impresión de que una mala interpretación de algunos versos de la poesía de Obligado contribuyeron a la leyenda de su muerte en acción. Se basa para decir esto en la explicación que le daban sus maestros a algunas estrofas. Decían que el niño habla dejado de reir porque había sido herido; y que la frase “echa su alma sobre el parche” significaba que habla expirado porque su espíritu se había separado de su cuerpito. Como bien se puede apreciar, la lectura de esas líneas indica algo completamente distinto: “ya no ríe, porque ve a sus compañeros caer muertos o heridos o, sim- plemente, porque está impresionado por el fragor de la batalla, pero el niño se sobrepo ne al temor o a la tristeza, y bate el parche con tal energía que lo lace hervir. Solamente las últimas estrofas podrían interpretarse forzadamente como indicando su muerte: Y se cuenta que de ahí por América cundieron hasta en Maipó, hasta en Junín los redobles inmortales del Tambor de Tacuarí. Lo antedicho es solamente una impresión personal sin ningún valor histórico. Sería interesante que si algún lector conociese algo más al respecto o supiese donde se puede consultar la tradición de Pastor S. Obligado, que trata sobre este episodio, o los documentos del general Celestino Vidal, lo comunique a la escuela. c) Su individualización como Pedro Ríos El doctor Francisco Benitez escribió(refiriéndose a la entrada de Belgrano en Yaguareté Corá, actual Concepción): «...Por esas tradiciones se sabe: que después de rezar sus oraciones, el general Belgrano, al salir del templo, se encontró en el atrio de la iglesia con algunos paisanos que solicitaron su incorporación a la campaña libertadora, y que entre estos apareció un niño de 12 años, lleno de decisiones, que pedía insistentemente ir con el ejército, para poner al servicio de la revolución el fervor de sus entusiasmos juveniles. Otras crónicas agregan que el general Belgrano dudó al principio de la conveniencia de llevar a este niño a sufrir los peligros y los azares de una expedición tan ardua, cuando el padre del valiente paisanito, allí presente (de apellido Ríos, y que en otros tiempos habla sido maestro de una escuela rural), dijo que no sólo prestaba su consentimiento, sino que rogaba que se lo aceptara, y que al entregar este hijo, era la única ofrenda que él como hombre ya anciano y enfermo podía ofrecer a la patria. Entonces el Comandante Don Celestino Vida¡, que llegó a ser más tarde general, hombre cegatón, que veía a muy corta distancia, pidió al general que se lo aceptara al niño para servirle de compañero y de guía en la campaña, y el futuro héroe fue incorporado a las filas del ejército». Decía además Benitez que el héroe ensayó en aprender el redoble del tambor, y que el pueblo de Yaguareté Corá «sólo tenía unas 40 o 50 casas». Evidentemente, fue Benitez el que recogió la tradición de la muerte en acción del niño y su individualización como Pedro Ríos. Vale la pena hacer algunos comentarios sobre el relato de Benitez. La incorporación de muchachos y aun niños como tambores y pífanos era común en los ejércitos de la época, así como el ingreso de muchachitos como grumetes en los buques de guerra o mercantes. Gesualdo cita un decreto de la Comandancia General de Armas de 1814, por el cual se disponía que la policía recogiera a los muchachos que vagaban por las calles para que reemplazaran la falta de músicos en los regimientos recientemente formados. Ya en las invasiones inglesas los niños fueron regimentados, y muchos de ellos fueron tambores. En 1851, por un decreto de Rosas, los niños de 12 años eran incorporados como tambores al ejército. El pedido del padre -un hombre viejo y enfenno que quizás ve próxima su muerte y con ella la posibilidad de dejar huérfano a su hijo, orfandad que generalmente se acompañaba de indigencia- es perfectamente lógico. El pobre hombre ve en el ingreso al ejército la posibilidad de que su hijo inicie una carrera, sin imaginar el desgraciado final.
A esto cabe agregar lo que se afirma en la nota de Epoca “la falta de constancia sobre la época de su nacimiento. Yaguareté Corá (que así se llamó Concepción) contaba con una capilla, de reciente construcción, que dependía del curato de San Roque. Es tradición que los bautizados allí durante mucho tiempo no fueron anotados. Por ello tampoco figura en los libros parroquiales de San Roque. La única referencia existente sobre su nacimiento fue la que dejó el general Celestino Vidal, el militar que más conversó con el niño, quien, a poco de incorporado, le recordó que hacia 2 meses había cumplido doce años. De modo que el nacimiento debe ubicarse en septiembre de 1799”. Belgrano había entrado a Yaguareté Corá el 26 de noviembre de 1810. En el mismo periódico se afirma que es tradición que el niño se llamaba Pedro, y el padre, Antonio, y que el tambor cumplió un papel relevante en el ataque al campamento enemigo de Yuquerí, el 19 de enero de 1811, que desembocó en el drama conocido como batalla de Paraguarí. El pequeño tuvo la misión junto a setenta soldados y catorce peones de fortificar las carretas del parque de armas y el hospital de campaña. Esta noticia la habría dado, en 1816, el mismísimo Vidal. La falta de constancia del nacimiento del niño es otro hecho habitual de esos años. Es que en los medios rurales de antaño era frecuente esto, ya por haraganería de los sacerdotes o por ignorancia o incapacidad de los mismos. Según Blanco, el historiador Federico Palma encontró en Concepción, en el censo de 1859, un Pedro Ríos que, de acuerdo a la edad declarada, habría nacido en 1799. Si bien puede tratarse de un homónimo, especialmente si se considera que Ríos es un apellido relativamente común, este hallazgo arroja serias dudas a la individualización como Pedro Ríos del Tamborcito de Tacuarí. La tradición oral Como se dijo antes, los historiadores contemporáneos omiten las referencias al acto heroico del muchachito, basados en la falta de información documental, información que a lo mejor existe, pero que no se ha podido confirmar. Esa actitud es errónea. Los que ya estamos entrados en años hemos recibido de nuestros mayores una riquísima tradición oral que hoy día casi se ha perdido. Antes era frecuente --en las veladas o durante las comidas-- escuchar cuentos, anécdotas y viejas historias. Personalmente recogí de ese modo valiosos datos que me han permitido orientarme en algunas de mis investigaciones. ................................................................................................................................................... Toda la información existente sobre el Tamborcito de Tacuarí proviene aparentemente de una tradición oral. No debe haber dudas sobre la presencia del niño en el combate. Surge de Mitre y Obligado, personas que recibieron información directade guerreros de a independencia o de sus familiares. Su presunto deceso surge de una fuerte tradición correntina; es perfectamente lógico admitir que si un niño se encuentra en medio de un combate pueda caer herido de muerte por una bala. ..................................................................................................................................................... Con respecto a la individualización como Pedro Ríos, el hallazgo de Federico Palma plantea serias dudas. Creo que es un error despreciar una tradición porque no se la pueda confirmar con pruebas documentales que, por otra parte, tal vez existían. Como resultado de esta investigación se puede llegar a las siguientes conclusiones: a) Que el conocimiento del valiente comportamiento de un niño en Tacuarí proviene de una transmisión oral recogida por Mitre y, tal vez, Rafael Obligado; b) Que no pudieron encontrarse pruebas documentales sobre el episodio, pero existen referencias de ellas en la bibliografía consultada; c) Que la información sobre su muerte en acción y su individualización como Pedro Ríos proviene de un autor correntino, Francisco Benitez, quien la recogió de sus ancestros. d) Que cabe admitir su muerte en Tacuarí, pero existen dudas de que el Tamborcito haya sido Pedro Ríos; e) Que la tradición oral es una importante fuente histórica que no debe ser despreciada, pero que, dentro de lo posible, debe confirmarse con pruebas documentales, y f) Que la tradición del Tamborcito de Tacuarí no es un mito que se haya abierto paso en la maraña de los orígenes históricos sin partida de nacimiento. Legitima las tradiciones el investigar recuperando pruebas documentales y la historia oral. Así, este personaje heroico -que muchos conocimos a temprana edad, en el paso por la escuela primaria- confirma su existencia desde el lugar de los mitos de aquella etapa fundacional de la Nación. AUTOR: Quiroga Micheo, Ernesto, Revista “Todo es Historia” N° 368, pag. 20 a 28. BIBLIOGRAFIA: Mitre, Bartolomé, Obras Completas, Honorable Congreso de la Nación, Buenos Aires, 1940. Obligado, Rafael, Poesías, Espasa Calpe Argentina S.A. Buenos Aires-México, 1941. Consejo Nacional de Ecucación, Conmemoración de la Niños Heroicos, Monitor de la Educación Común, año XXX, Tomo XL. N° 471 del 31 de marzo de 1912. Díaz Ocanto, Juan Carlos, El niño héroe era correntino, Instituto Belgraniano, Corrientes, 1991

La Universidad de Buenos Aires en los Gobiernos de Rosas

Por Jorge María Ramallo 1. — HISTORIA RETROSPECTIVA La Universidad de Buenos Aires fue erigida el 12 de agosto de 1821 —siendo Gobernador de la Provincia el general Martín Rodríguez y Ministro de Gobierno Bernardino Rivadavia-, gracias al empeño del Pbro. Dr. Antonio Sáenz, que fue su verdadero fundador y su primer Rector; y organizada por decreto del 8 de febrero de 1822 en seis Departamentos, a saber: el de Primeras Letras, que comprendía las escuelas de la ciudad, los suburbios y la campaña; el de Estudios Preparatorios, constituido en un principio por el Colegio de la Unión del Sud; y los de Cien­cias Exactas, Medicina, Jurisprudencia, y de Ciencias Sa­gradas, que eran propiamente las facultades. Sobre la dirección y organización administrativa nada se dispuso. “El decreto de erección había creado una Universidad con fuero y jurisdicción académica, dotándola de prefectos, Rector y Cancelario y Tribunal Literario, pero, las funciones no habían sido determinadas, vacío que tampoco llenó el decreto del 8 de febrero”. El Rector “quedó reducido a ser un simple canal de comunicación entre la Universidad y el Ministro, de quien dependía”. La Universidad no tuvo autonomía directiva ni económica, “pues el presupuesto de la Universidad quedó supeditado al general de la provincia, a pesar de que exis­tían propiedades y rentas afectadas al sostenimiento de los estudios”. En semejante situación, la Universidad fue una rama administrativa, que se agregó a las ya existentes, muy conforme con la tendencia centralizadora del Minis­terio de Gobierno. (1) Los Departamentos iniciaron sus funciones en marzo de 1822, pero recién en 1823 se reglamentaron las condicio­nes de ingreso en las facultades mayores. “Durante los años 1822 a 1824, el doctor Sáenz se dio a la tarea de organizar bajo su dirección el funcionamiento de las aulas, de mejorar el Departamento de primeras letras y de fundar nuevas escuelas, especialmente en la campaña, cumpliendo su misión con tanto amor y entusiasmo que la enseñanza primaria adquirió su máximo esplendor. Entre tanto el Ministro se daba a la tarea de decretar, nuevas fun­daciones, sin reparar en que las existentes necesitaban ser apuntaladas para no precipitarse en el derrumbe tan pronto como les faltase su apoyo personal”. (2) En octubre de 1824, a raíz de la situación de abandono en que se encontraban algunas cátedras, el Rector se vio obligado a elevar una extensa nota al Gobernador Las Heras, expresando que si no se arbitraban serias medidas, la Universidad amenazaba convertirse en “una reunión de farsantes”.
Esta situación se agudizó con el fallecimiento del Dr. Sáenz, acaecido el 23 de julio de 1825, que fue reemplazado por el Pbro. Dr. José Valentín Gómez, después de las su­cesivas renuncias del mismo Gómez, Diego Estanislao Zavaleta, Julián Segundo de Agüero y Mariano Zavaleta. Esto da una idea de la crisis por la que se atravesaba. El Dr. Gómez asumió el cargo con carácter provisorio, y el 10 de abril de 1826 fue confirmado. Valentín Gómez llevó a cabo, entre 1826 y 1827, una serie de reformas que modificaron parcialmente la organi­zación anterior. En el orden administrativo fueron supri­midas las prefecturas, y sus funciones concentradas en el rectorado. Se creó luego el cargo de Vicerrector y se con­fió al cuerpo de catedráticos la representación de la Uni­versidad. En el orden científico, los estudios universitarios se dividieron en generales y especiales. Los generales se subdividieron a su vez en preparatorios y de ciencias funda­mentales. Y los especiales, que comprendían a los Depar­tamentos de Ciencias Exactas, Medicina, Jurisprudencia, y Ciencias Sagradas, sufrieron algunas modificaciones sola­mente en el primero. En cuanto al gobierno interno, se fijó el período de clases entre el 19 de marzo y el 12 de diciembre, se creó el cargo de Bedel General, y los de Bedeles de aulas, con obli­gación de llevar la asistencia de profesores y alumnos. El 7 de febrero de 1828, siendo Gobernador entonces el coronel Manuel Dorrego, se produjo la separación del De­partamento de Primeras Letras, después de lo cual presentó el Rector un proyecto de reorganización total de los estudios universitarios que no pudo considerarse a causa de la situación caótica en que se encontraba la provincia pro­vocada por la revolución de Lavalle del 12 de diciembre. Pese a ello, no se dejó de lado la idea de reformar la Universidad, y el 12 de octubre de 1829, el Gobernador interino Juan José Viamonte nombró una Comisión en­cargada de estudiar el problema y proponer las medidas necesarias, que estuvo integrada por Diego Estanislao Za­valeta, José León Banegas, Mariano Andrade, Justo García Valdés y Vicente López y Planes.
2. — PRIMER GOBIERNO DE ROSAS En tal estado se encontraba la Universidad de Buenos Aires cuando se recibió del cargo de Gobernador de la Pro­vincia el coronel Juan Manuel de Rosas, el 8 de diciembre de 1829, por el término de tres años. La comisión designada por Viamonte presentó un in­forme el 10 de marzo de 1830, que lleva las firmas de Pedro Vidal, Vicente López y Planes, Avelino Díaz y Pedro de Angelis. Este último “fue a todas luces el mentor de la co­misión”. “El proyecto presentaba un vicio insanable, señalado por el Doctor Valentín Gómez como error que debía evi­tarse. Suponía la Universidad en condiciones de elevarse a la categoría de las europeas y que el país se encontraba en condiciones para hacer esa brillante equiparación. Hacía abstracción total del estado real de la Universidad y en lugar de propender al mejoramiento de la enseñanza creaba un complicado mecanismo, cuyo funcionamiento, no sin tropiezos a veces, sólo ha sido posible sobre la base de una extensa cultura universitaria y de inteligencia directiva. Es innegable que el proyecto fue aprobado por el Ministro de Gobierno. Basta para demostrarlo su asiento en el libro de acuerdos, del cual ha sido tomada la copia co­nocida, y la firma del Ministro puesta al pie del documento. Por otra parte, en el diario oficial se dio noticia de su aprobación. ¿Por qué entonces se hizo un silencio absoluto en torno al proyecto, que en principio estaba aprobado? La clave del problema no encierra para nosotros nin­gún misterio, ni es atribuible tampoco a causas fortuitas que impidieran a Rosas realizar durante su primer gobierno la reforma universitaria, La causa única por la cual el proyecto quedó archivado débese exclusivamente a la opo­sición del doctor Gómez…”. (3) Pocos meses después, el 20 de agosto de 1830, el Dr. Gómez renunció a su cargo de Rector. El Gobierno nombró en su reemplazo al Pbro. Dr. Santiago Figueredo, natural de la Banda Oriental y egresado de la Universidad de Cór­doba, quien era un gran orador y tuvo a su cargo la oración fú­nebre en la Catedral en honor de Dorrego. En calidad de Vicerrector, fue designado el Pbro. Dr. Paulino Gari; pero debido al mal estado de salud del primero, el segundo se hizo cargo de la Rectoría interinamente. Al finalizar el año 1832, Rosas deja el poder sin haber tomado ninguna medida de importancia con respecto a la Universidad durante todo el curso de su primer Gobierno. Ésta conserva su estructura anterior, tal como venía fun­cionando hasta entonces. Al año siguiente, por fallecimiento del Dr. Figueredo, el Dr. Gari es nombrado Rector de la Universidad, cargo que desempeñó durante la mayor parte de la administra­ción de Rosas. En ese año se procede a la postergada reorganización “en la forma en que subsistió hasta 1852, para lo cual fue necesario rever toda la organización administrativa y docente desde 1821″. En tanto se procedía a esta reforma, Rosas se hallaba en plena campaña del Desierto. La reforma fue realizada por una comisión que inte­graron los doctores José Valentín Gómez, Diego Estanislao Zavaleta y Vicente López y Planes, y está contenida en el “Manual o Colección de decretos orgánicos de la Universi­dad”, que fue aprobado por el Gobernador Viamonte por decreto del 17 de diciembre de 1833. Posteriormente fue pu­blicado por Pedro de Angelis. Según lo dispuesto en el “Manual”, los estudios uni­versitarios comprendían un ciclo preparatorio o de ciencias y letras, y una etapa superior que debería efectuarse en las facultades mayores. En consecuencia, la Universidad fun­cionó a partir de ese momento en base a cinco Departamen­tos: el de Estudios Preparatorios, y los de Ciencias Exactas, Medicina y Cirugía, Jurisprudencia y Ciencias Sagradas. Prácticamente mantenía su estructura, pero introducía en cambio un reordenamiento de las cátedras que integraban cada Departamento, agregando algunas y quitando otras. El gobierno de la Universidad estaría a cargo de un Consejo de la Enseñanza y Administración, integrado por el Rector y un profesor por cada Departamento, nombrados todos por el Gobierno. A este Consejo le correspondería re­solver todos los asuntos de enseñanza, administración y economía, nombrar por mayoría de votos los catedráticos y empleados mientras no pudieran realizarse concursos, for­mar el presupuesto, revisar las cuentas anuales, publicar anualmente una exposición del estado de la Universidad y representar a la institución en los actos públicos. El Rector concentraba la autoridad administrativa y ejecutiva. Como quedaba suprimido el Vicerrector, en caso de necesidad debía ser reemplazado por el catedrático del Departamento de Jurisprudencia que fuese miembro del Con­sejo. Había además un Secretario de la Universidad, que desempeñaba igual función en el Consejo. Esta reforma comenzó a regir desde el siguiente perío­do lectivo, es decir, a partir del 1º de marzo de 1834. 3. — SEGUNDO GOBIERNO DE ROSAS a) Organización: De modo que, al llegar Rosas por segunda vez al poder, el 13 de abril de 1835, la Universidad de Buenos Aires con­taba solamente con un año de experiencia en su nueva or­ganización. Al poco tiempo, por decreto del 11 de mayo de ese año, el Consejo fue suprimido a instancias del Rector, Dr. Gari, quien sostuvo que entorpecía el funcionamiento de la Uni­versidad y reducía al Rector a un simple ejecutor. Posteriormente, por decreto del 14 de diciembre, se fi­jó definitivamente la organización estructural de la Univer­sidad, cuyo personal administrativo debía ser el siguiente: un Rector, un Secretario, un Prosecretario y un Bedel Gene­ral; el docente se reducía en algunas cátedras que fueron suprimidas, y el de servicio, quedaba constituido por un por­tero y un ordenanza. Todas estas modificaciones obedecían a la necesidad de a justar el presupuesto al plan de econo­mías que había comenzado a aplicarse, para cubrir el défi­cit que afectaba a la Provincia y que se iba acumulando año tras año. Por esa época se toma una medida interesante, por la cual los graduados en Medicina que habían cursado estudios a expensas del Estado, fueron obligados a prestar servicios en el ejército durante tres años o en tres campañas, y los practicantes, empleados en servir en los hospitales durante dos años. h) Funcionamiento: En los tres primeros años del segundo Gobierno de Ro­sas la Universidad desarrolló sus actividades sin inconve­nientes, pero al llegar el año 1838, el grave conflicto a que se vio sometido el país determinó la adopción de serias me­didas que perturbaron su funcionamiento, pero sin que por ello tuviese que cerrar sus puertas un solo día. “El bloqueo francés —escribe Salvadores— paralizó en 1838 las operaciones mercantiles y la provincia perdió su única fuente de recursos, mientras era necesario defender la Capital, levantar ejércitos para sostener la guerra con­tra Bolivia, auxiliar a las provincias, cubrir los compromi­sos administrativos y aprestarse para la defensa interior. Entonces Rosas, dice un autor, (se refiere a Ernesto Quesada), acudió sin vacilar a la más estricta economía, suprimió primero lo superfluo, desprendiéndose él mismo de sus co­modidades de gobernante, después lo útil y por último lo necesario, para conservar únicamente lo indispensable. Entre lo útil y necesario estaban la instrucción pública y las instituciones de asistencia social. No existió decreto de supresión de las partidas del pre­supuesto, pero las notas que se remitieron al Rector de la Universidad, Presidenta de la Sociedad de Beneficencia e Inspector General de escuelas, fueron publicadas en el Re­gistro Oficial. Si a partir desde esa fecha los establecimientos hubie­ran quedado suprimidos, los libros de la Universidad apa­recerían en blanco y en los archivos no existiría un solo pa­pel que se refiriese a las escuelas. Por el contrario, tanto la Universidad como las escuelas para varones y para niñas continuaron abiertas”. (4) “El presupuesto de la Universidad —anota Gálvez—, fijado en más de treinta y cinco mil pesos anuales para 1838, baja a dos mil novecientos…” A partir de entonces, privada la Universidad de sufi­ciente apoyo económico, —solamente recibió pequeñas par­tidas para su sostenimiento—, los alumnos debieron abonar una cuota mensual de treinta pesos, que fue aumentando progresivamente hasta 1852, en que llegó a setenta y cinco. Aunque es preciso destacar que los alumnos notoriamente pobres podían concurrir libremente, sin cargo. Para sobrellevar esta situación algunos profesores se avinieron a dictar gratuitamente sus clases, con un despren­dimiento y abnegación que les honra. El Gobierno promovió la realización de suscripciones públicas que prosperaron merced al patriotismo de muchos hombres distinguidos. “Entre los suscriptores por fuertes cantidades —afirma Saldías— figuraban los Anchorena, Te­rrero, Suárez, Zimmerman y los capitalistas más conocidos de Buenos Aires”. De esta manera Rosas hacía contribuir a las personas más adineradas. La inscripción no disminuyó sensiblemente, y con el co­rrer de los años fue aumentando en forma progresiva hasta equilibrar y aun superar las cifras anteriores. En la Facul­tad de Jurisprudencia, por ejemplo, entre 1831 y 1837 se graduaron de 11 a 12 por año, luego fue describiendo una curva, y en 1850 se recibieron 18, y en 1852, 17. Cabe recor­dar que entre 1826 y 1830, las tesis no fueron más que 14. En la Facultad de Medicina, entre 1824 y 1837, egresó un promedio de 5 alumnos por año, en tanto que, entre 1838 y 1852, el promedio se elevó a 11. Debiéndose destacar que en 7 cursos los graduados fueron más de 11, y en 1847 lle­garon a 23. “La única facultad que dejó de existir fue la de ciencias exactas, que podía considerarse inexistente desde su funda­ción. En cuanto a la de ciencias sagradas, no produjo más de una decena de graduados hasta 1848″. Resulta interesante consignar aquí que no sólo la Uni­versidad de Buenos Aires pudo superar los inconvenientes propios de la guerra que trajeron al Plata las naciones euro­peas aliadas de los unitarios, sino que en la otra margen del Río, el brigadier general Manuel Oribe, segundo Presidente del Uruguay, funda por decreto del 27 de marzo de 1838 la Universidad Mayor de Montevideo. Esta no pudo iniciar sus actividades por la revolución de Rivera y las intrigas de los unitarios. Recién en 1850, en la Villa de la Restauración, localidad situada dentro del campo sitiador de Montevideo, se instala la Academia de Jurisprudencia, cuyas autorida­des fueron el Dr. Francisco Solano Antuña y el Dr. Joaquín Requena, este último egresado de la Universidad de Córdoba. c) Requisitos: En su primer Gobierno, Rosas había dispuesto que los que aspirasen a desempeñar empleos públicos debían ser adictos a la causa nacional de la Federación. Las propuestas para nombramientos de maestros debían acompañarse de una nota con detalle de las cualidades del aspirante y un certi­ficado de que llenaba las calidades exigidas. Igual proce­dimiento se aplicó en la Universidad para la designación de catedráticos. A partir del 3 de febrero de 1832 se impuso la divisa punzó como distintivo obligatorio para los empleados civi­les y militares, los catedráticos de la Universidad y todos los que por la naturaleza de sus ocupaciones pudiesen ser considerados empleados públicos. Ya en el segundo Gobierno se reafirmaron las anterio­res disposiciones que habían caído en desuso, a las que se agregaron luego otras. El 2 de junio de 1835, el Rector “… se dirigió al minis­tro de Gobierno manifestando encontrarse persuadido de la necesidad de inculcar a los jóvenes el sistema de gobierno adoptado, encontrando conveniente que en la fórmula de ju­ramento que se prestaba para recibir los grados, a continua­ción de la frase “bajo el régimen republicano representativo” se agregase “federal” a fin de que los que violasen fuesen tratados como traidores. Rosas mandó dar las gracias al Rector y el 20 de junio expidió un decreto, por el cual todo individuo que debiese prestar juramento en el desempeño de algún cargo, agregaría en la fórmula hasta entonces em­pleada el de ser “constantemente adicto y fiel a la causa nacional de la Federación y que no dejará de sostenerla y defenderla en todos los tiempos y circunstancias, por cuan­tos medios estén a su alcance…” Las disposiciones mencio­nadas, algunas de las cuales tuvieron sus inspiradores en los dirigentes de la instrucción pública, culminaron en el decreto del 27 de enero de 1836, por el cual se dispuso que nadie recibiría título universitario sin producir información sumaria de haber sido obediente y sumiso a las autoridades y adicto a la causa federal. Desde entonces, todos los títu­los que expidió la Universidad fueron acompañados de la in­formación correspondiente”. (5) Estas medidas se adoptaron para lograr la seguridad del Estado amenazada por la reacción unitaria. Al respecto es importante destacar, como lo hace Julio Irazusta, que: “La dictadura fue sólida y duró, porque se inició con medi­das defensivas, y las siguió adoptando cuantas veces lo con­sideró necesario”. Como veremos más adelante, estos requisitos no impi­dieron que los profesores dictasen normalmente sus clases, y que se graduasen gran número de estudiantes. Por último, completando esta serie de disposiciones, de­bemos citar el decreto del 25 de mayo de 1844, por el que se fijaron las condiciones requeridas para enseñar. “Los considerandos hablan de que la educación pública no sólo debe perfeccionar la razón, sino también garantizar el orden religioso, social y político; que ello echa los cimientos del espíritu nacional y el gobierno debe velar porque no se en­señen doctrinas contrarias a las costumbres, principios polí­ticos y tranquilidad del Estado, y porque “se formen ciuda­danos capaces de desempeñar con buen éxito los empleos públicos”; que cualquier desvío de esa línea “viene a ser más funesto por el abuso mismo de la ilustración adquirida sin la dirección conveniente”; y para eso los educacionistas debían reunir condiciones de sólida virtud, sana moral re­ligiosa, buenas costumbres y patriotismo inequívocamente acreditado”. El párrafo final daba la razón decisiva, válida ayer y hoy para explicar, si no justificar, las tentativas bien intencionadas del monopolio estatal de la enseñanza: “estas consideraciones son más importantes en el país que ha establecido su sistema político después de oscilaciones profun­das, y aún defiende con gloria la independencia nacional”. La reglamentación no imponía exigencias contrarias al derecho natural, ni nada que no fuese sensato y lógico”. (6) d) Rectores: Como hemos adelantado, fue Rector durante la mayor parte de esta época el Pbro. Dr. Paulino Gari, teólogo y ci­vilista de nota que se desempeñó desde 1833, hasta su falle­cimiento acaecido a fines de 1849, “actuó durante casi toda la administración de Rosas, de quien fue un servidor incon­dicional”. En el momento de su muerte era canónigo de la Catedral y miembro de la Junta de Representantes por la sexta sección electoral de la ciudad de Buenos Aires. A Gari le sucedió el Pbro. Dr. Miguel García, canónigo diácono de la Catedral, quien conservó el cargo hasta el 26 de junio de 1852, —cuatro meses después de Caseros—, en que fue declarado cesante —según expresa Cutolo— “ante la resistencia que le ofrecían los estudiantes derivada por la defensa del reglamento de la Universidad, y por el aumento de las cuotas y su consiguiente pago de multas”. Aunque la verdadera causa debe verse en su actuación prominente du­rante la época federal. El Dr. García actuó además como Presidente de la Junta de representantes desde 1840 hasta la caída de Rosas; y como deán de la Catedral y vicario en ejercicio después de la muerte del Obispo Medrano en 1851, hasta el año siguien­te en que se llenó la vacante con el nombramiento de Monse­ñor Escalada. En el Rectorado de la Universidad se nombró en su reemplazo al Dr. Francisco Pico, quien renunció al mes si­guiente, y luego al Dr. José Barros Pazos. Era la primera vez, desde la fundación de la Universidad, que llegaba un lai­co a cargo tan eminente. e) Profesores: Durante esta época se desempeñaron en calidad de pro­fesores, brillantes personalidades, cuyos nombres permanecen desconocidos en muchos casos, por el manto de tinieblas con que se ha pretendido cubrir este período de nuestra historia. No fueron “curanderos” y “pleitistas”, como afirma ligeramente Ramos Mejía, sino verdaderos catedráticos de enver­gadura. En el Departamento de Medicina y Cirugía fueron pro­fesores: de Materia Médica y Patología, el Dr. José Fuentes Arguibel, desde 1829 hasta 1852; de Anatomía y Fisiología, el Dr. Saturnino Pineda, desde 1835 hasta 1836, en que fue separado; el Dr. Ireneo Portela, que era miembro de la Le­gislatura, hasta 1843, en que emigró a Montevideo, y el Dr. Claudio Mamerto Cuenca, médico y poeta, hasta 1852 en que fue muerto cobardemente en la batalla de Caseros (7); de Partos, el Dr. Francisco Javier Muñiz, eminente hombre de ciencia cuyo nombre lleva hoy un policlínico de nuestra ciu­dad; de Clínica Quirúrgica, el Dr. Martín García, que “dota­do de un espíritu evangélico hizo de su profesión un verda­dero apostolado descollando por sus virtudes cristianas”; de Clínica y Nosografía, el Dr. Miguel Rivera, que estudió en Francia donde fue discípulo del célebre cirujano Guillermo Dupuytren y a su regreso a Buenos Aires se casó con Mer­cedes Rosas, hermana de Juan Manuel, fue profesor hasta 1836 en que fue reemplazado por el Dr. Francisco de Paula Almeira, que fue también Presidente del Tribunal de Medi­cina y se desempeñó como médico militar. En la Facultad de Jurisprudencia revistaron: en la cá­tedra de Derecho Civil y Derecho Natural y Público de Gen­tes, el Dr. Rafael Casagemas, desde 1832 hasta 1857, espa­ñol de origen, y en la de Derecho Canónico, el Pbro. Dr. Jo­sé León Banegas, teólogo. El Dr. Casagemas, llegado a Buenos Aires en 1825, se dedicó al ejercicio de su profesión de abogado. En 1832 fue nombrado profesor de la Universidad, por renuncia del Dr. Lorenzo Torres. Fue miembro del Consejo de la Enseñanza y Administración en 1834, y en 1844 recibió “una de las distinciones más hermosas que se le acordó en vista de sus relevantes cualidades de jurisconsulto”, y fue la designación de miembro suplente del Excelentísimo Tribunal de Recur­sos Extraordinarios por nulidad e injusticia notoria. El nom­bramiento le fue renovado anualmente, hasta 1848. Después de Caseros siguió dictando sus clases hasta 1857 en que re­nunció. En cuanto al Dr. Banegas, fue además profesor de Filo­sofía en el Departamento de Estudios Preparatorios. En el Seminario tuvo a su cargo las cátedras de Filosofía y Teo­logía. Después de la caída de Rosas renunció a sus cátedras y fue designado canónigo de la Catedral, luego fue fiscal eclesiástico y más tarde provisor y vicario general durante el obispado del Dr. Mariano José Escalada. Falleció en 1856. Fueron también profesores, en el Departamento de Es­tudios Preparatorios: Saturnino Salas, Martín Pedralves, José María Vayo, Pedro Parra, Ignacio Ferros, etc. Todos ellos fueron patriotas sinceros, que mantuvieron encendida la llama de la cultura en la Universidad, en una época difícil, en que los enemigos de afuera y las acechan­zas de adentro no hacían el clima más propicio por cierto, para que la juventud se inclinase a los estudios universi­tarios. Lamentablemente no se cuenta con una lista completa de los catedráticos de este período, pues se tropieza con la falta de constancias en los libros de la Universidad, señala­da por los investigadores.
f) Estudiantes: En torno a estos profesores se formaron los hombres que habrían de distinguirse más tarde en las distintas es­feras de la actividad pública nacional. “Educados en las escuelas que mantuvo el rosismo —es­cribe Gras— pudieron completar, sin obstáculos, su cultura universitaria, sin que los detuviera aquel juramento de fidelidad al régimen federal que no era, en el fondo, más que un mero formalismo burocrático. Esa juventud, criada y educada en Buenos Aires durante el gobierno de Rosas, se instruyó lo suficiente como para poder gravitar, después, en los destinos del país, cuando Urquiza la llamó a colabo­rar en su reorganización republicana. La dictadura no les impidió asociarse en cenáculos literarios ni coartó sus acti­vidades culturales. “De esos muchachos de entonces —ha escrito un enemigo de Rosas— (se refiere a Vicente G. Quesada), han salido muchos que se han distinguido en la ad­ministración, en la política, en las finanzas, en las letras, en la medicina, en la abogacía…”( 8) Citaremos, entre los graduados en Jurisprudencia, a Marcos Paz, Miguel Cané, Carlos Eguía, José Roque Pérez, Miguel Estévez Seguí, Vicente Fidel López, Carlos Tejedor, Santiago Viola, Pedro Parra, Rufino de Elizalde, Bernardo de Irigoyen, Federico Pinedo, Luis Sáenz Peña, José B. Gorostiaga, Pastor Obligado, Juan J. Álvarez, Miguel Nava­rro Viola, Eusebio Ocampo, José M. Vayo, Juan Agustín García, Juan F. Monguillot, Marcelino Ugarte, Benjamín Victorica, Alfredo Lahitte, Vicente G. Quesada, Juan F. Seguí, Adolfo Alsina, José Evaristo Uriburu. etc.; y entre los egresados de Medicina, a Claudio M. Cuenca, Teodoro Álvarez, Guillermo Rawson, Luis M. Drago, Carlos Durand, Federico Mayer, Manuel Láinez, José Malaver, etc. Y no sólo cursaron libremente sus estudios estos jóve­nes, sino que hasta constituyeron entidades estudiantiles, como refiere Gras, a través de las páginas de las “Memorias de un viejo”, de Vicente G. Quesada. En efecto, existió “una asociación estudiantil llamada: Sociedad de Murciélagos o de Vampiros que se reunía en el cuarto de Manuel Fluchi, sacristán de la Catedral, y en la que predominaban los es­tudiantes de medicina, alumnos de Claudio Mamerto Cuenca”. 4. — CONCLUSIONES A través del examen realizado, en base a las investiga­ciones que existen de ese período, —debidas en su mayor parte a historiadores poco afectos a la figura de Rosas—, arribamos a las siguientes conclusiones: 1. — La Universidad de Buenos Aires en la época de Rosas no dejó de funcionar un solo día, a pesar de los gra­ves inconvenientes apuntados, que no fueron provocados por el Restaurador, sino por sus enemigos. 2. — El número de estudiantes no disminuyó sino que, por el contrario, alcanzó su mayor índice en 1850. 3. — Las “fórmulas humillantes” a que aluden los de­tractores de Rosas, no impidieron que enseñaran los profe­sores y se recibieran regularmente los alumnos. 4. — Los Rectores fueron eminentes sacerdotes, que merecen el homenaje de las nuevas generaciones por el ce­lo con que mantuvieron el prestigio de la Universidad. 5. — Los profesores fueron tan ilustrados como los an­teriores, y no sufrieron persecuciones ni vejaciones porque, o fueron respetados y aun distinguidos, o se manifestaron como ardientes sostenedores del régimen federal. 6.— En la Universidad “rosista” se graduaron la mayor parte de “los hombres que actuaron en la vida pública ar­gentina después de Caseros”. (i) y (2) Antonino Salvadores, La Universidad de Buenos Aires, págs. 47-50. (3) Antonino Salvadores, ob. cit, pág. 70. (4) Antonino Salvadores, ob. cit., pág. 145. (5) Antonino Salvadores, ob. cit., pág. 138. (6) Julio Irazusta, Vida política de Juan Manuel de Rosas, t. IV, pág. 244. (7) Ante la proximidad de las fuerzas aliadas, fue nombrado Cuen­ca, Cirujano Mayor del ejército federal. “El día de la batalla instaló el hospital de sangre en el Palomar de Caseros. En momentos en que cumplía su noble y humanitaria tarea, hicieron irrupción en aquel lugar, los jefes españoles al servicio de los colorados uruguayos, Palleja y Larragoristía, los que sin respetar lo solemne de aquel sitio le inmolaron bicoloramente”. (Boletín del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas, N° 4). (8)Mario César Gras, La cultura en la época de Rosas, pág. 52. BIBLIOGRAFÍA a) Obras fundamentales: Juan María Gutiérrez, Origen y desarrollo de la enseñanza pública y superior en Buenos Aires, Buenos Aires, 1868. Norberto Piñero y Eduardo L. Bidau, Historia de la Universidad de Buenos Aires, en Anales de la Universidad de Buenos Aires, tomo I, Buenos Aires, 1888. Antonino Salvadores, La Universidad de Buenos Aires desde su fundación hasta la caída de Rosas, en Biblioteca Humanidades, to­mo XX, La Plata, 1937. b) Obras auxiliares: José María Ramos Mejía, Rosas y su tiempo, Buenos Aires, 1907. Adolfo Saldías, Historia de la Confederación Argentina, tomo III, Buenos Aires, 1911. Emilio Ravignani, Un proyecto para organizar la instrucción pública durante el primer gobierno de Rosas, en Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, tomo I, Buenos Aires, 1922. Enrique Udaondo, Diccionario Biográfico Argentino, Bs. As., 1938. Julio Irazusta, Vida política de Juan Manuel de Rosas a través de su correspondencia, tomos II y IV, Buenos Aires, 1943-50. Vicente Osvaldo Cutolo, La enseñanza del Derecho Civil del Profesor Casagemas durante un cuarto de siglo, Buenos Aires, 1947 y La Facultad de Derecho después de Caseros, Buenos Aires, 1951. Manuel Gálvez; Vida de Don Juan Manuel de Rosas, Bs. As., 1949. Carlos Alberto Acevedo, La enseñanza de la ciencia de las Finanzas en la Universidad de Buenos Aires, desde su fundación hasta 1830, en Revista del Instituto de Historia del Derecho, Nº 2, Buenos Aires, 1950. Mario César Gras, La Cultura en la época de Rosas, en Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas, Nº 15-l6, Buenos Aires, 1951. Boletín del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones His­tóricas, Año IV, Nº 4, Buenos Aires, 1951. Juan O. Collazo, Verdadera fecha de la fundación de la Universidad Mayor, diario El Debate, Montevideo, 19 de julio de 1949. Aquiles B. Oribe, La Academia de Jurisprudencia, Montevideo