domingo, 28 de noviembre de 2010

Dos amigos...

por el Licenciado José Luis Muñoz Azpiri (h)
Arturo Germán Frers
(1900-1924)
Héctor Ambrosetti
(1900-1918)
José Babini comenta, acertadamente, que “las primeras ciencias que en la Argentina se organizaron definitivamente fueron las ciencias naturales y la astronomía” Es interesante observar cómo ese desarrollo respondió, en los que a las ciencias naturales respecta, no sólo al desarrollo intrínseco de ese conjunto de disciplinas científicas, sino también a la fuerte impronta ideológica que de ellas de desprendía: la ideología del progreso indefinido que legitimaba los impulsos culturales de la llamada “Generación del Ochenta”. Una Ideología que busca sustentación a través de la biología transformista para consagrar la validación de los intereses políticos, que en Europa, representa una nueva “burguesía conquistadora” al decir de Charles Morazé.
Es que uno de los mitos colectivos más arraigados de la época de 1880, era aquel que otorgaba a la ciencia la categoría de piedra filosofal que liberaría al género humano de las tinieblas de la irracionalidad y el dogmatismo religioso. Dicha convicción – que los acontecimientos de principios del siglo XXI parecería haber desestimado (hambrunas, guerras tribales, fundamentalismo religioso, etc.) fue asumida fervorosamente por los sectores dirigentes que se aprestaban a conmemorar el primer centenario. Así, tanto el Estado como muchos particulares y asociaciones se esforzaron por promover la investigación científica. Holmberg escribe con irrefrenable optimismo: “Nuestra generación es la destinada a dar impulso a la siguiente, porque realizaremos una opinión manifestada por Alberdi hace unos treinta años: “Naturalistas, ingenieros, mecánicos… eso es lo que necesita la República Argentina”. En ese momento histórico, el positivismo había alcanzado una validez universal y sus categorías abarcaban todas las disciplinas. A partir de 1860 las ciencias biológicas ganaron terreno sobre los estudios físicos y matemáticos, porque todo indicaba que los biólogos estaban en posesión de las leyes que regían la vida, así como los sociólogos detentaban los mecanismos que regulaban el organismo social. En ese contexto, de desenfrenado optimismo, de fe profunda en los mecanismos que gobernaban el desarrollo evolutivo que conducía inexorablemente al progreso indefinido, en 1872 se constituye la Sociedad Científica Argentina en el Departamento de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires, por inspiración de un estudiante: Estanislao S. Zeballos ante la necesidad de “fundar una sociedad que sirviera de centro de unión y de trabajo para las personas que desearan servir al desarrollo de las ciencias y las instituciones”. Este clima favoreció el desarrollo de las personalidades y realizaciones de la década de 1880. José Babini llama “los tres grandes”, a Florentino Ameghino, Francisco P. Moreno y Eduardo Ladislao Holmberg, figuras tutelares de la ciencia argentina y verdaderos pioneros en sus respectivos campos, pero además de estos tres arcontes, hubo muchos otros hombres que impulsaron y difundieron la ciencia argentina. Algunos, de sorprendente precocidad, como Arturo G. Frers y Héctor Ambrosetti.
Holmberg, figura polifacética, fue entre otras labores, el precursor de nuestra literatura fantástica, pero también un activo promotor de revistas científicas como El Naturalista Argentino, la Revista Argentina de Historia Natural y la Revista del Jardín Zoológico, dado que desde 1888 dirigió el Jardín Zoológico, de quien fue primer director. Holmberg era médico, aunque nunca ejerció como tal, pero incursionó con competencia en temas relacionados con mineralogía, botánica y zoología. Sus iniciativas editoriales se reconocen como el antecedente directo de Physis, órgano científico de la Asociación Argentina de Ciencias Naturales, nacida a principios del siglo XX y que continúa hasta nuestros días. Babini recuerda una particularidad del naturalista: su sentido del humor. En 1915, al retirarse de la docencia, se le tributó un brillante homenaje. Rodeado de las personalidades más encumbradas del país, Holmberg inició un discurso de agradecimiento con estas palabras: “Más feliz que el emperador Carlos V, escucho de pie mis honras fúnebres sin que ningún tornillo flojo las haya decretado…”, cabe apuntar que sus actividades relacionadas con las ciencias naturales no le impidieron ser también un excelente traductor de Dickens, Wells y Conan Doyle. Pero fue, ante todo, un formador de discípulos, a quienes atraía por su erudición y su formidable imaginación que cautivó, entre otros, a su sobrino Héctor Ambrosetti y su amigo Arturo G. Frers.
Este último, nacido en el albor del siglo XX, fue un precoz entomólogo capaz de permanecer inmóvil durante horas trepado en la rama de un árbol o echado cuerpo a tierra observando un insecto pese a padecer, más teniendo en cuenta la época, un difícil mal: la epilepsia. Pese a ello completó con esfuerzo su bachillerato, adquirió el dominio del francés, alemán y latín y emprendió sus incursiones en el campo de la botánica y la zoología con el entusiasta apoyo de su familia. Su madre, Lucía Lynch de Frers era prima de los hermanos Félix y Enrique Arribálzaga, quienes junto a Holmberg formaron un trío de mosqueteros que cruzaron aceros con el intransigente prusiano Burmeister, que no veía con buenos ojos los aires de renovación que portaban los jóvenes investigadores. Desgraciadamente, señala Néstor J. Cazzaniga (*), Félix Lynch Arribálzaga, el primer entomólogo argentino, especialista en mosquitos y otros dípteros, se había suicidado en 1894; pero su íntimo amigo Eduardo Holmberg, contribuyó con su experiencia al novel naturalista. Había escrito en 1905 un librito de lectura aún imprescindible: El joven coleccionista de historia natural de la República Argentina. Una suerte de guía práctica para recolectar piezas y organizarlas en colecciones y la forma de estudiar científicamente la diversidad de plantas, animales y rocas, que seguramente contribuyó a la formación de Frers, a tal punto que, a los 14 años, se asoció a la Sociedad Physis – hoy la Asociación Argentina de Ciencias naturales – fundada dos años antes.
El 15 de julio de 1916, cuando apenas tenía 16 años, los principales naturalistas del país lo convocaron para que comunicara sus investigaciones, referidas a las variaciones de color que presenta un cascarudo (el crisomélido Lema orbignyi). Aparecen publicadas en tres páginas del número 12 de Physis. Ese mismo año se funda en Buenos Aires la Sociedad Ornitológica del Plata con la presencia de distinguidos estudiosos, entre los que se encuentra otro jovencito, Héctor T. Ambrosetti inclinado al estudio de las aves, que es distinguido como integrante de la comisión directiva. Frers continúa dedicado a los insectos y en 1917 describe observaciones de campo sobre unas avispitas que parasitan a otras avispas, resultando la identificación de dos especies nuevas, una de las cuales (Coelothorax frersi) es bautizada en su honor. Ese mismo año describió a la hembra de un arácnido del que sólo eran conocidas hasta ese momento las características del macho. A partir de ese momento la continuidad de publicaciones en Physis se hace permanente. Dice Cazzaniga: “En 1918 aparece publicado su estudio sobre la metamorfosis de un coleóptero doméstico, habitante de los troncos caídos y comedor de madera, y también una investigación sobre la nidificación y metamorfosis de una avispa procedente de la estancia de su padre ubicada en San Pedro, que confirma datos suyos de un trabajo del año anterior. Tanto las descripciones como las ilustraciones – que, en general, están firmadas con sus iniciales – demuestran un perfeccionamiento técnico y una particular capacidad para l dibujo”.
Pero el 12 de diciembre de 1918 fue una fecha desgraciada para Frers, su amigo y compañero de aficiones fallecía de cáncer. Era estudiante de medicina y tenía 18 años, la misma edad de Arturo, con quien compartía trabajos de campo. Fue un golpe demoledor, perdía no solo un camarada, sino al único colega de su edad. Éste era hijo del padre de la antropología argentina, “el Schliemann de Tilcara”, que también había fallecido un año antes y que en su juventud, a su vez, había compartido afanes de naturalista. A los 16 años, Héctor había firmado el acta fundacional de la principal Asociación argentina dedicada al estudio de las aves y había reunido una gran colección de pieles de pájaros, con más de 1.500 ejemplares de 350 especies. Esta y su biblioteca, con 115 libros y 440 folletos y revistas científicas fueron donadas por su madre, quien a partir de ese momento dedicó su vida a los enfermos oncológicos. Como homenaje póstumo, El Hornero publicó un trabajo en el que se compilan observaciones sobre aves rapaces, entre ellas, las que realizó en el campo de su amigo en San Pedro. Para Holmberg, la muerte de su sobrino, “fue un golpe sin consuelo, Héctor representaba una ilusión, pues surgían en ese cerebro de 18 años los mismos gustos y una tendencia manifiesta hacia la continuidad” asevera un autor.
Arturo estudió la metamorfosis de distintos coleópteros (cascarudos, vaquitas, etc.). Sus trabajos sobre este tema aparecieron en 1919, 1922, 1923 y 1925; aunque también publicó otra nota sobre biología de avispas en 1921.
En uno de esos trabajos, resumió las características de 75 variedades morfológicas de Lema dorsalis, utilizando un novedoso método de comparación gráfica de las que podrían haberse tomado como especies diferentes. Sin embargo, por observarlas en vivo, Frers sabía que cada una de esas variaciones individuales, no merecía diferenciarse con un nombre propio, lo que habría significado la creación de un sistema clasificatorio artificial. A los 24 años murió ahogado en el Tigre, víctima de un ataque de epilepsia, al caer del bote en el que había salido a remar solo. Al igual que su mejor amigo, las Moiras de los griegos decidieron ejecutar un fin cruel. Todavía sentimos sus ausencias.
(*)Cazzaniga, Néstor J. “Los bichos de Arturo Frers, su familia y sus amigos”. En: “Todo es Historia” Nº 301. Agosto 1992

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