jueves, 13 de septiembre de 2012

El Heroico Chilavert

Por el Dr. Julio R. Otaño

El coronel Martiniano Chilavert fue una de las tantas victimas inmoladas por el otrora “degollador de Vences” y ahora “Libertador”. Conducido como un criminal desde el campo de Caseros donde entregó su espada y su batería, hasta Palermo, Chilavert se propuso morir como hombre ya que sabía que lo asesinarían. Su fiel asistente, el sargento Aguilar, se lo repitió en la misma acción de la batalla, suplicándole entre lágrimas que huyese en su caballo. "Pobre Aguilar le dijo Chilavert, te perdono lo que me propone tu cariño. Los hombres como yo no huyen. Toma mí reloj y mi anillo y dáselos a Rafael (su hijo); toma mi caballo y mi apero y sé feliz. Adiós"». Y rechazó la oportunidad segura de escapar a la venganza.
Urquiza mandó traerlo a su presencia. ¿Era para levantarse grande como la gloria que le discernían sus vencedores, alargándole su mano a ese militar caballero en la desgracia? ¿Quiso ver humillado al que una vez lastimó su amor propio de amante? ¿O qué en su presencia se agrandase su antigua querella para justificar de algún modo el tremendo desahogo que meditaba darle a su despecho? ¿Se propuso comprar con su perdón la adhesión ilimitada del prisionero que era reputado el primer artillero de la República?
Lavalle se resistió ver a Dorrego antes de hacerlo fusilar, también por su orden, y por siniestros consejos, que también mediaron respecto de Urquiza, a punto de presentarle la muerte de Chllavert como una necesidad, para quitarle de encima un enemigo implacable y declarado. De cualquier modo, y conocidos el temple y carácter de Chilavert, se puede presumir cuál seria su actitud, y la soberbia entereza con que al vencedor respondería. -Pase usted, coronel Chilavert. Tome asiento –dijo Urquiza en tono amable, señalando una silla.
-Estoy bien así, general –contestó Chilavert, manteniéndose de pie.

-Por fin nos conocemos, coronel. Me han hablado mucho de usted –dijo Urquiza con un dejo de ironía, mientras encendía un puro.

-Supongo lo que sus nuevos amigos le habrán dicho de mi.

-Cosas buenas y cosas malas coronel. Pero lo importante del caso es que usted se equivocó de tiempo y lugar…

-No hace mucho, ambos estábamos del mismo lado, general.

-La diferencia, coronel, es que no ha sabido adaptarse a estos tiempos que corren. Sabe bien usted, que de persistir con la política de Rosas, el país seguiría en este desorden, en estas miserias sujetas a la voluntad del hombre fuerte de turno. Sin constitución, coronel, jamás podremos organizarnos…

-Eso no le da derecho a que un ejército extranjero invada nuestro país –dijo Chilavert desafiante-. La constitución nos la podemos dar nosotros, sin esos brasileros esclavistas que tanto dinero le han prestado.

-Y usted. ¿quién es para decirme qué es bueno o malo para este país? –contestó Urquiza poniéndose de pie.

-Un soldado que lleva cuarenta años peleando por su país y que de ninguna manera aceptará que fuerza extranjera alguna pise ésta, mi patria, aunque traigan constitución, emperador y todo el oro del mundo… Mil veces he de morir, antes de sufrir el oprobio de vender mi patria –Chilavert gritó estas últimas palabras.


Urquiza se sentó nuevamente. Hacía calor en la habitación. Las ventanas abiertas no alcanzaban a atenuar la pesadez del clima. Menos aún este coronel insolente y testarudo. Por un instante miró al coronel Martiniano Chilavert de pie, desafiante aun en la desgracia. Indomable, irreductible, así se lo habían descrito. No tenía ni ganas ni tiempo para discutir con este hombre. Llamó al soldado que esperaba afuera.

-Soldado, acompañe al coronel –y mirándolo le dijo con voz cansada: -Vaya usted, nomás, coronel.

Chilavert giró sobre sus talones y marcando el paso salió de la habitación.

El Libertador...el General de la Constitución según algunos...le ordenó a su secretario que lo hiciese fusilar como a traidor por la espalda.

Hay tormentos crueles que soporta el hombre fuerte mientras la dignidad se siente en la propia sangre, y hasta el instante en que la vida se va.
Pero lo que no puede soportar el hombre que rindió culto invariable a la siempre grata religión del honor, es que se le quiera degradar en el recuerdo, condenándolo a muerte infame, mas infame todavía que la que las leyes escritas asignan a los parricidas y a los piratas.
Es lo que le sucedió a Chilavert.
Cuando el secretario del general Urquiza le notificó su sentencia, el viejo militar de Ituzaingó habría querido ahogarlo por sus manos, y morir siquiera presa de la tremenda ira de su honor ultrajado, un oficial quiso asirlo para ponerlo de espaldas.
Fue como un bofetón en la mejilla, como el contacto de la mano impura en el seno de la virgen, la herida traidora en el pecho del león rugiente.
El oficial fue a dar a tres varas de distancia, y Chilavert, dominando a los soldados, golpeándose el pecho, y echando atrás la cabeza, les gritó: «Tirad, tirad aqui, que asi mueren los hombres como yo»
Los soldados bajaron los fusiles. El oficial los contuvo. Un tiro sonó.
Chilavert tambaleó y su rostro cubrióse de sangre.
Pero se conservó de frente a los soldados gritándoles: «Tirad, tirad al pecho!» El prodigio de la voluntad lo mantenía de pie; que tampoco el hacha troncha de una sola vez la robusta encina.
El oficial y los soldados quisieron asegurar a la víctima. Entonces hubo una lucha salvaje, espantosa. Las bayonetas, las culatas y la espada fueron los instrumentos de martirio que postraron al fin a Chilavert. Pero su fibra palpitaba todavía.
Envuelto en su sangre, con la cabeza partida de un hachazo y todo su cuerpo convulsionado por la agonía hizo todavía un ademán de llevarse la mano al pecho.
Era el «itirad aqui! ¡tirad aquí!» que los soldados debieron oír con horror en sus noches solas, como es fama que Santos Pérez oía el lamento del niño que degolló".
Saldías, Adolfo “Historia de la Confederación Argentina”
López Mato, Omar – Caseros, las vísperas del fin – Pasión y muerte del coronel Martiniano Chilavert. Buenos Aires (2006).

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