por José Luis Muñoz Azpiri (h)
El principal episodio bélico de la intervención anglo-francesa de 1845 fue la batalla de la Vuelta de Obligado, empeñado en el Paraná el 20 de noviembre de 1845, a los pocos meses de haberse roto las hostilidades. La victoria favoreció a los invasores. Los cañones atacantes eran de mayor alcance que las baterías patriotas y transformaron el combate, durante algún tiempo, en una carnicería impune. Los primeros defensores murieron en las barrancas cantando el Himno Nacional; los últimos, faltos ya de municiones, tras ocho horas de combate, cayeron contraatacando a las tropas de desembarco. Fue el episodio más heroico y más dramático de la historia argentina. José de San Martín, telamón de la patria, escribió a Rosas desde Europa, al conocer el denuedo de la jornada: “Los interventores habrán visto que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que el de abrir la boca…. Es contienda es en mi opinión, de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación de España”.
Florencio Varela y otros iniciadores de la tradición autolesionista que aún nos aflige, saludaron como un triunfo de la civilización la derrota y el luto de Obligado. Sin embargo, debieron confesar que nunca, desde la paz napoleónica, la “Grande Paix”, como se decía entonces, los ingleses y franceses habían hallado tal resistencia ante un ataque armado. En nombre de los argentinos expatriados en el Uruguay, Varela había viajado precisamente a Europa para solicitar la intervención armada contra sus compatriotas, ofreciendo en pago la creación de un Estado mesopotámico libre que mantendría vínculos comerciales directos con Londres, a través de los ríos liberados.
El 28 de septiembre de 1845 los
almirantes de las escuadras interventoras Inglefield y Lainé bloquearon los
puertos y costas de la provincia de Buenos Aires y se dispusieron a abrir a
cañonazos la navegación del Paraná, para llevar auxilios a Corrientes, aliada
de Montevideo, y en guerra, a la sazón, contra Buenos Aires. Era deseo de éstos
franquear por la fuerza una vía libre hacia el lejano Paraguay, especie de
Eldorado para la imaginación europea de aquel entonces. Las naves extranjeras
recorrían ya a título de soberanas las aguas del río Uruguay y habían
conseguido ocupar con mercenarios italianos la isla de Martín García, llave de
los ríos, además de asaltar e incendiar a Gualeguaychú – repugnaba a los
ingleses saquear en persona a sus connacionales que eran dueños del comercio -,
cosechando un botín de decenas de miles de libras.
“Who by murder earn their bread and by robbery
British lads so sharp and keen
Gringos too, so base and mean
To count the money yet unseen and shame defy”
(¿Quiénes mediante el crimen y el robo ganan su pan con el escándalo y la
vergüenza? Pues jóvenes británicos, ladinos y ansiosos, junto con gringos tan bajos
y ruines como para contar las monedas de un botín que todavía no ha caído en
sus manos).
Esta letrilla apareció publicada en el “British Packet” del 14 de febrero de
1846.
Rosas se propuso detener o
entorpecer el avance de las fuerzas navales aliadas a través del Paraná y con
tal propósito, ordeno emplazar una treintena de cañones, en baterías
improvisadas, en la Vuelta de Obligado, punto del distrito bonaerense de San
Pedro donde el río tiene una anchura de unos ochocientos metros y forma un codo
acentuado, en dirección norte, muy difícil de remontar con la navegación a
vela. Dispuso, a la vez, tender de costa a costa una cadena sostenida por
veinte lanchones, botes y chatas, no tanto con el propósito de que sirvieran de
obstáculo al paso de los barcos enemigos cuanto para demostrar simbólicamente
que la llave de los ríos era argentina y sólo podría manejarla el extranjero
mediante el uso de la violencia.
La escuadra invasora, fuerte de diez
barcos, cuatro de ellos vapores, armada con cien cañones y proyectiles
novísimos, como el obús “Paixhan”, protegía un convoy de noventa naves,
organizado en Montevideo para transportar artículos comerciales y pertrechos y
armas a Corrientes y el Paraguay. El río debía abrirse por la fuerza, conforme
a órdenes recibidas por el capitán Charles Hothman, jefe, en la ocasión, de las
fuerza inglesas, y R. Tréhouart, de las de Francia. En la antevíspera del
encuentro, el general Lucio Mansilla, héroe de la independencia y hermano
político de Rosas que comandaba la defensa del paso, redactó una arenga de tono
encendido y contenido preciso, en la recordaba que “los insignificantes restos
de salvajes unitarios que han podido salvar de la persecución de los
victoriosos ejércitos de la Confederación y Orientales Libres en las memorables
batallas de Arroyo Grande, India Muerta, y otras… han procedido infame y
brutalmente y son el origen de la intervención armada con que los marinos de
Francia e Inglaterra vienen navegando las aguas del Gran Paraná, sobre cuyas
costas estamos para privar la navegación bajo de otra bandera que no sea la
nacional”.
La locución señalaba con exactitud
el origen de la intervención, la doctrina de los ríos y el deber del
patriotismo nacional.
Se
repetía la historia de Trafalgar, donde las naves españolas eran cazadas y
hundidas a distancia por bocas de fuego de mayor alcance. Después de ocho horas
de rudo cañoneo, cuando las granadas aliadas habían producido una horrorosa
mortandad y no quedaban ya proyectiles a la defensa, ésta última cedió y la
marinería inglesa desembarcó en la costa. Los atacados, con su jefe a la cabeza
cumplieron entonces “un último y desesperado esfuerzo”, según el corresponsal
de guerra de “El Nacional” de Montevideo que fue testigo del encuentro. El
general Mansilla, resuelto evidentemente a no sobrevivir al desastre, encabezó
un ataque a la bayoneta y cayó herido en el vientre, por una granada, antes de
poder superar la barrera de proyectiles. Prácticamente todos los defensores de
las baterías murieron en sus puestos, inclusive varias mujeres cantineras que
se negaron a abandonar a sus esposos, hijos o hermanos al iniciarse el
bombardeo. El río, la costa, el talud, la barranca, el monte, se transformaron
virtualmente en un cementerio de cadáveres insepultos.
El parte del almirante aliado
rindió involuntariamente testimonio del heroísmo de los defensores al declarar:
“Siento vivamente que esta gallarda proeza se haya logrado a costa de tal
pérdida de vidas – se refería a las bajas del atacante -; pero, considerada la
fuerte posición del enemigo y la obstinación con que fue defendida, debemos
agradecer a la Providencia que no haya sido mayor”.
Por
la mañana se efectuó un nuevo desembarco con participación de la infantería de
marina francesa, la cual conquistó algunas banderolas que se alzaban al frente
de las tiendas y fueron exhibidas hasta no hace mucho, como trofeo de guerra,
junto al sepulcro de Napoleón, en París, y llevó prisioneros a un sargento
semimoribundo y varias mujeres heridas. Un cuadro dantesco se descubrió ante
uno de los oficiales que pisó tierra: “Nuestros hombres vieron más de
quinientos cadáveres; el sitio estaba completamente cubierto de muertos, gran
número de los cuales yacía hecho trizas por efecto de las bombas”, el mismo
testigo calculó que el número de heridos superaba el millar.
La escuadra prosiguió su avance
hacia el Norte. Al llegar a San Nicolás, en el paso del Tonelero, fue cañoneada
nuevamente, esta vez con éxito, y el bombardeo se repitió en san Lorenzo,
frente al campo de batalla de San Martín. Toda la ribera, hasta el río
Paraguay, se mostró hostil a los invasores; día a día resonaba la metralla
entre el juncal y los talas. La operación comercial resultó un “fiasco”
clamoroso en Corrientes y Asunción, donde Hotham y sus intérpretes se
esforzaron en demostrar inútilmente que los ríos quedaban abiertos a la
navegación; pero, ¿quién habría de arriesgarse a mantener y solventar un
tráfico que necesitaba, para sostenerse, del apoyo de toda una flota de cien
cañones?
Al fracaso comercial se unió,
posteriormente, el militar. Al pasar la armada de vuelta, por Quebracho, la
fuerza de Mansilla le disparó mil cuatrocientos cañonazos y más de veinte mil
tiros de fusil, consiguiendo desorganizar el convoy e incendiar siete barcos,
con las únicas bajas de un muerto y cuatro heridos. Para entonces Urquiza
derrotaba en Laguna Limpia a la vanguardia correntina del general Paz, director
de la guerra contra Rosas, que había firmado un convenio secreto con el
Paraguay, mediante el cual se comprometía a despojar a Corrientes de parte de
su territorio a cambio de diez mil soldados.
La escuadra encontróse de retorno en Montevideo, al año de la partida, diezmada
por el hambre, el fuego, el escorbuto y el desaliento producido por el fracaso
de la operación comercial. A partir de entonces, ni una sola barca se atrevió a
remontar los ríos.
La consecuencia más importante de
la batalla de Obligado y encuentros conexos, según asegura un estudioso
norteamericano, fue exaltar el patriotismo del pueblo argentino hasta un grado
sin precedentes, pues, como dijo San Martín, “todas las facciones se unieron
para oponerse a los extranjeros que trataban de desmembrar el país.”
La batalla se libró en 1845, el
mismo año de la aparición del “Facundo” y la instalación del primer molino de
harina y primer alambrado. Las fuerzas nacionales defendieron el principio de la
soberanía de los ríos, actualmente reconocido por el derecho internacional y
aplicado en la jurisdicción del territorio bajo su dominio. Fue un combate
librado contra un enemigo externo, que hizo declarar al Libertador su estupor,
al no poder concebir “que haya americanos que por un indigno espíritu de
partido se unan al extranjero para humillar su patria… Una tal felonía ni el
sepulcro la puede hacer desaparecer”, a las órdenes de un guerrero de la
Independencia, que comandaba tropas del ejército y la armada y de los partidos
del norte de la provincia. La batalla no resultó un triunfo, pero si la guerra
de la cual Obligado fue el episodio culminante: Mansilla y San Pedro ganaron,
en realidad, la Guerra del Paraná. En tal modo debemos festejar esta guerra
como una victoria argentina ¿No se celebran acaso como fastos nacionales la
campaña paraguaya de Belgrano y el triunfo de Mitre sobre López, al recordar
las gloriosas derrotas de Tacuarí y Curupaytí?
La
guerra de 1845 terminó, en efecto, con las victoriosas convenciones Arana-Southern
y Arana-Lepredour, por las cuales el invasor reconocía los derechos argentinos
y se comprometía respetarlos en lo sucesivo, saludando con 21 añonazos la
bandera adversaria. Los triunfos argentinos en los combates de San Lorenzo,
Quebracho y Costa Brava, a más de la gran victoria moral de Obligado y la
inteligente guerra diplomática empeñada por el canciller Arana, decidieron ese
resultado.
Al igual que en Malvinas, esperemos
que ese grito de “O juremos con gloria a morir”; que aún sobrevive en esas
voces acalladas por la metralla injusta y cuyo eco decidiera la guerra de
Obligado y Malvinas, concite el sentimiento patriótico argentino en este nuevo
aniversario de la batalla y borre con el oportuno desagravio el trazado de la
infausta política del “realismo periférico” que no hace mucho ha injuriado los
sepulcros y la memoria de nuestros muertos.
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