Por Ernesto Quesada
La entrevista de Catamarca es el punto culminante de la cruzada unitaria de 1841. La estrella de Lavalle se undía ya en el ocaso: su brillo iba apagándose, se acercaba la hora fatídica de Jujuy. Lamadrid, por el contrario, se agiganta, llena el escenario, asombra a sus enemigos, y juega con el general Pacheco aquella terrible partida de ajedrez que terminó con el jaque mate de Rodeo del Medio. Estaba entonces Lamadrid en su apogeo. Su nombre, que había tenido eco mágico en la historia de la revolución argentina, durante la épica lucha de la independencia, resonaba ahora en todos los ámbitos de la república como la trompa de Rolando en Roncesvalles, agigantando su figura en medio de aquella cruenta y apasionada guerra civil. Era Lamadrid una figura legendaria, y sus proezas de valor fabuloso durante las campañas del Alto Perú, como sus combates durante el período de las convulsiones internas, le habían conquistado con justicia la fama de un héroe. No puede decirse de él que fuera político de alcances, ni militar genial; era sólo un Murat criollo, hombre que jamás conoció el miedo, soldado de un arrojo fantástico, guerrillero incomparable, con su cuerpo acribillado de heridas y con su ánimo siempre fogoso, que lo lanzaba ciegamente al entrevero de un combate, sin calcular el número de sus enemigos y sin acordarse de las fuerzas que mandaba. Había nacido para la batalla, y sólo estaba en su elemento cuando peleaba cuerpo a cuerpo, como los semidioses mitológicos. Parecía un rezago de la edad media, un retoño de aquellos famosos varones del “reinado del puño”, que fiaban todo a su brazo y a su audacia; nada calculaba, ni jamás preveía la posibilidad de ser vencido: hasta se asombraba ingenuamente de no resultar siempre vencedor; nada le arredraba, todo le parecía fácil, mientras blandiera una lanza y tuviera a su frente un adversario. En la batalla se transfiguraba: se olvidaba del mando, sólo veía la pelea, y se lanzaba bravio a derribar con su espada de sublime Quijote a los que osaban resistirle; mientras fué un simple oficial, nadie igualó sus méritos ni sobrepasó sus hazañas: era la encarnación misma del denuedo y del coraje; apenas tuvo mando, sus desaciertos fueron sin cuento, porque provenían de sus cualidades mismas: había nacido para combatir, no para dirigir. Cuando el andar del tiempo haya borrado el recuerdo de sus errores, su figura se agigantará y será, sin duda, el héroe por excelencia de las tradiciones populares, el paladín guerrero de una epopeya homérica, cuyas acciones parecerán increíbles, más exageradas todavía que las que puede inventar la exaltada fantasía de las leyendas nacionales ; ninguno de nuestros guerreros puede comparársele, de ese punto de vista; ninguno le disputará el primer puesto en la fama; las generaciones venideras lo aclamarán como el prototipo del valor argentino. Indomable era su energía, y su coraje no conoció límites: los años no hicieron mella en él; soldado a la edad en que los niños están aun en el regazo materno, era siempre el mismo soldado cuando el peso de los años pudo solo disputarle a la vida, entregando a la muerte un cráneo tan cubierto de cicatrices que pasará a la historia como un fenómeno singular. No había tenido escuela, ni sabía de la táctica sino lo que su larga experiencia le impedía ignorar: verdad es que no desconocía la eficacia de la artillería ni el poder de la infantería, pero para él el arma favorita era la lanza, y se arrojaba al frente de sus falanges históricas, arrollando todo a su paso, levantando con las picas a los infantes, clavando de a caballo los cañones y penetrando en los cuadros enemigos como el huracán impetuoso, que hiende y destroza los tupidos cañaverales: el paso de sus lanzas lo marcaba el tendal de cadáveres y la nube de los fugitivos. Y abandonado a la carrera desenfrenada de los potros de la pampa, atravesaba las líneas enemigas, volvía y revolvía sus escuadrones sobre los batallones más o menos disciplinados del contrario, y pasaba por sobre el campo de batalla como un Atila moderno, no dejando crecer pasto donde pisaban los cascos de sus corceles. Su fisonomía misma era característica: nervioso hasta el extremo, ágil y vigoroso, poseía un físico de acero que desafiaba las fatigas y las privaciones: centauro incomparable, fatigaba a los gauchos más sufridos con sus marchas rápidas como el rayo, para sorprender al enemigo, que miraba sus apariciones temibles como un azote del cielo.
El general Oribe se dio perfecta cuenta dé la extraordinaria gravedad de la situación. Pero ambicionada medirse con Lavalle, y perseguir a Lamadrid habría sido abandonar a aquél. Escogió entonces el mejor de sus jefes, y envió á Cuyo al general Pacheco. El “presidente” Oribe nunca miró con buenos ojos al general Pacheco; los laureles que éste le arrebatara en el Quebracho Herrado, decidiendo la batalla con su caballería, lo llevaron a Oribe a incomodar a Pacheco con hostilidades míseras que lo indujeron a éste a renunciar a su mando (67). Pero Rosas no podía tolerar semejante cosa, y fué necesario someterse a las exigencias de la situación y soportar en silencio los efectos de la malevolencia y de la encubierta envidia del “presidente” Oribe. Porque Pacheco era el primer oficial de la confederación, y Rosas lo sabía muy bien: era el único tal vez a quien este mandatario respetaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario