María de la
Encarnación Ezcurra y Arguibel nació en Buenos Aires el 25 de marzo de 1795,
siendo sus padres Juan Ignacio Ezcurra, español, y doña Teodora Arguibel, que
era argentina hija de franceses. El bisabuelo paterno de Encarnación, Domingo
de Ezcurra, había nacido en el valle de Larraun, Pamplona Navarra, España.
Se había criado en un hogar
de ocho hermanos y hermanastros. Ella era la quinta hija mujer del matrimonio
de Teodora de Argibel y Don Juan de Ezcurra. Después de ella tres varones. Pertenecían a una típica familia ganadera
de ese tiempo. La madre de Encarnación Teodora,
provenía de una familia castiza. Su casamiento había sido arreglado
desde los Argibel para conservar por esta vía cierto confort económico que
corría peligro. Don Juan de Ezcurra hijo de criollos de una generación de menor
alcurnia que los Argibel, pero de fortuna, había visto en este casamiento la
posibilidad de ser reconocido socialmente. En los primeros años de su vida,
Juan Manuel de Rosas vivía en la campaña y cada tanto solía frecuentar Buenos
Aires, allí conocerá a Encarnación Ezcurra.
Pero Agustina López de Osornio,
la madre de Rosas, se opuso de entrada a este noviazgo de su hijo. Cuando Juan Manuel y Encarnación ya habían
decidido contraer nupcias, Agustina López de Osornio, pretextando la poca edad
de ambos, rehusó consentir el casamiento,
sin embargo poco pudo hacer contra la
astucia de los jóvenes novios. Encarnación Ezcurra, por instigación de Juan Manuel, le escribe
una carta a éste, donde le manda decir que estaba embarazada y que por tal
motivo debían casarse. La carta engañosa fue dejada por Rosas en un lugar
visible de la casa de su madre, a la espera de que ésta la leyera. Cuando
Agustina López de Osornio encuentra y lee la carta, se dirige con desesperación
a la casa de Teodora Arguibel, la madre de Encarnación Ezcurra, para darle la
novedad. Las dos señoras resolvieron allí mismo que, ante el bochorno que una
situación semejante pudiera ocasionar en los círculos sociales, apuraran el
casamiento entre Encarnación Ezcurra y Juan Manuel de Rosas.
Contrajeron
matrimonio el martes 16 de marzo de 1813, en una ceremonia dirigida por el
presbítero José María Terrero. Estaban como testigos don León Ortiz de Rozas
(padre de Rosas) y doña Teodora Arguibel. Los
primeros tiempos de la pareja no fueron de prosperidad económica. Rosas entregó a sus padres la estancia “El
Rincón de López”, la cual administraba en el partido de Magdalena. Quería trabajar por su cuenta como hacendado,
sin tener que pedir favores a nadie. En una correspondencia mandada desde el
exilio inglés a su amiga Josefa Gómez, Rosas dirá que “sin más capital que mi crédito e industria; Encarnación estaba en
el mismo caso; nada tenía, ni de sus padres, ni recibió jamás herencia alguna”. Encarnación
y Juan Manuel tuvieron 3 hijos: María de
la Encarnación, nacida el 26 de marzo de 1816, y que apenas sobrevivió un día;
Manuela Robustiana, que nació el 24 de mayo de 1817, y Juan Bautista Pedro,
nacido el 30 de junio de 1814. Ella
acompañará a su esposo en todos los emprendimientos que tuvo, sea como administrador
de Los Cerrillos o como de la estancia San Martín. Y, desde luego, también en
las vicisitudes de la política. Las
idas y venidas de la ciudad al campo, robustecieron en ella su adaptación a las
condiciones de vida semisalvaje de la campaña. Encarnación era de carácter severo cuando las circunstancias así lo
imponían, aunque no pocos la retrataron como una mujer que carecía de ternura.
En el seno de la familia Rosas, la parte dulce correspondía a Manuelita
Robustiana, la hija predilecta del Restaurador de las Leyes, la misma que con
el tiempo será proclamada “Princesa de la Federación”. Fue la más fervorosa colaboradora de su
marido, por quien sentía una verdadera devoción. Actuó en forma brillante en
las circunstancias políticas más delicadas y difíciles. Gozaba de una enorme
popularidad entre los humildes, débiles y desposeídos, a los que protegía y
halagaba, recibiéndolos en su casa. Llegó
a ser el brazo derecho de Juan Manuel, tenía una lealtad y fanatismo inclaudicables, sin
embargo ella sólo inducía, sugería. Tras
los primeros años de la Revolución de Mayo, y por más de dos décadas, la
anarquía era la que estaba al mando del vasto y deshabitado territorio de las
Provincias Unidas del Río de la Plata, el país en formación era un hervidero y
la violencia cerril proyectaba su sombra. Será Rosas el que creará los fundamentos y
el principio de una autoridad nacional en la Argentina, y quien la aplique
exitosamente por primera vez en el ejercicio del poder por veintipico de años. El 1º de diciembre de 1828 el general
Juan Lavalle –la “espada sin cabeza” como lo llamara San Martín, un militar
brillante pero manipulado por los “doctores” había depuesto y luego fusilado al
gobernador de Buenos Aires, el coronel Manuel Dorrego, héroe de cien combates
en todas las guerras de la independencia y caudillo federal indiscutible de los
barrios bajos. Rosas unió sus fuerzas con las del santafecino Estanislao López
y ambos vencieron a Lavalle en Puente de Márquez el 26 de abril de 1829. Ya para entonces todos ponían los ojos en ese
ganadero, el más importante de Buenos Aires, administrador de las estancias más
organizadas, disciplinadas y productivas del país, el creador de la industria
del saladero y Comandante de campaña y jefe de un ejército de
gauchos victorioso en la guerra contra el indio –los Colorados del Monte-, base
verdadera del ejército popular y nacional.
En diciembre de 1829 Rosas fue nombrado gobernador de Buenos Aires con
poderes extraordinarios. Designó un gabinete de lujo, incluyendo a Tomás Guido
como ministro de Gobierno y de Relaciones Exteriores, Manuel J. García como
ministro de Hacienda y Juan Ramón González Balcarce como ministro de Guerra y
Marina. En diciembre de 1832 Rosas fue reelecto gobernador pero no aceptó el
cargo, rechazándolo por tres veces, a pesar de las súplicas del pueblo y de la
Legislatura. Para entonces el partido Federal estaba ferozmente dividido entre
los “doctrinarios”, “cismáticos” o “lomos negros” y los leales al Restaurador,
los “ortodoxos” o “apostólicos”. Rosas no acepta presiones y organiza un
Ejército Expedicionario de dos mil hombres, se aleja de la ciudad y de la
provincia, y se interna en el desierto por más de mil kilómetros hasta el
Paralelo 42, alternativamente combatiendo y negociando con los caciques indios.
Conquista cerca de 100.000 kilómetros cuadrados de territorio hasta Neuquén y
Río Negro en los Andes, rescatando también a dos mil blancos cautivos de las
tolderías. Además lleva científicos, geógrafos, médicos, ingenieros,
astrónomos. Es un ejército politizado y
adoctrinado. El santo y seña de cada día lo fija el propio Rosas: por ejemplo,
“para ser amado del pueblo / hay que aliviarlo”, “para mandar es necesario /
aprender a obedecer”. Toda esta obra lo hace acreedor por la Legislatura al
título de “héroe del desierto”, el que por extensión se aplica popularmente a
doña Encarnación, a la que el pueblo llama, significativamente, “la heroína”.
El 11 de octubre de 1833, se inicia el levantamiento. Ese día va a sesionar un tribunal para enjuiciar al propietario de “El Restaurador de las Leyes”, órgano de prensa de los apostólicos. La ciudad amanece empapelada desde el centro hasta los suburbios con grandes afiches que en enormes letras coloradas anuncian: “Hoy juzgan al Restaurador de las Leyes”. Una multitud se congrega en el Cabildo, sede de la administración de justicia, ocupando las galerías y el patio. El griterío y las consignas determinan que el tribunal decida que no está en condiciones de sesionar. La guardia desaloja el edificio, pero la multitud crece en la calle y en la plaza. Sale la guardia del Fuerte y cruza la Recova, formando frente a la enardecida concentración popular. Se viven momentos de gran tensión y conatos de enfrentamiento. Finalmente la multitud se dispersa, pero sólo para reconcentrarse en Barracas. Esta multitud es el alma del pronunciamiento, y en ella hay muy pocos “federales de categoría”. Es una revolución política, pero también es una revolución social. El unitario Juan Cruz Varela los describe como “ilustre comitiva de negros changadores, mulatos, los de poncho en general”. Es la ilustre comitiva que promueve, representa y conduce la heroína. Ahora la concentración de la Revolución de los Restauradores se fija tras el puente de Gálvez, junto a la orilla sur del Riachuelo. El día 13 una partida asalta el cuartel de Quilmes y se apodera de las armas. El gobierno imparte la orden de reprimir, pero gran parte del ejército, al mando del guerrero de la independencia general Mariano Rolón, se pliega al pronunciamiento con fuerzas y oficiales. Se aclama entonces al general Agustín de Pinedo como jefe militar de la revolución. Al amanecer del 1º de noviembre Pinedo da la orden de avanzar sobre la ciudad. Sus fuerzas suman en ese momento 7.000 milicianos armados y bien decididos. La Legislatura, reunida precipitadamente, pide veinticuatro horas. Al día siguiente es exonerado Balcarce y se designa gobernador a Juan José Viamonte. El general Enrique Martínez se exilia en Montevideo y se inicia una serie de gobiernitos provisionales sin estabilidad que no terminan de resolver la crisis. La Revolución de los Restauradores amalgamó a caudillos de barrio y sus séquitos de hombres de avería con soldados y guerreros de la independencia, a gauchos de “hacha y chuza” con hacendados de la viejas familias patricias como los Anchorena, Arana y Terrero. De esta amalgama resultará la creación de Sociedad Popular Restauradora, mejor conocida como la “Mazorca”, nombre proveniente de su emblema, que ya era usado por algunas logias peninsulares como símbolo de apretada unión. Pero también de un “ritual” espontáneo del centro de la ciudad, en el que pandillas de muchachones federales solían introducir una mazorca por la parte de atrás de los pantalones de los señorones unitarios y lomos negros. Desalojados del poder Balcarce y Martínez, pero con la revolución no del todo decidida, para sorpresa de los lomos negros, Rosas concluye la campaña y ¡licencia el ejército en Bahía Blanca! Ha ganado una batalla de aproximación indirecta, pero ha sido una batalla política de aproximación indirecta. Su abandono del gobierno ha sido un riesgo sobradamente calculado en una brillante operación de distracción. Vuelve entonces -¡solo!- a la ciudad y se esparce el rumor de que abandona la vida pública y se exilia del país. Un documento excepcional, que bien refleja la participación activa de Encarnación en los meses de ausencia de Rosas en Buenos Aires, es la carta que le hace llegar con fecha 4 de diciembre de 1833, donde describe puntillosa y magistralmente a cada uno de los federales de casaca (cismáticos) que se ubicaron alrededor del nuevo gobernador. En dicha misiva le avisa a su esposo que Manuel José García, antiguo funcionario de Rivadavia y hasta entonces supuesto federal apostólico, era el padrino de los federales cismáticos o lomos negros. Que Luis Dorrego (el hermano del ex gobernador Manuel Dorrego) era cismático puro, y que su hermano Prudencio Ortiz de Rozas andaba frecuentando al gobernador Viamonte.
En
el mismo sentido, se supo que desde enero de 1834 empezaron a haber
maquinaciones europeas en conferencias de alto nivel, las cuales
contaron con
la asistencia del unitario Bernardino Rivadavia, una en París y otra en
Madrid.
Allí se hablaba de colocar un rey en Argentina, Uruguay, Chile y
Bolivia.
Rivadavia estaba tras de estos fines desde 1830. No por nada, a
principios de
1834 se anunciaba la llegada a Buenos Aires de Rivadavia. A la caída
de Viamonte le sucederá en la dilación de la resolución de la
crisis el interinato de Manuel Maza, presidente de la Legislatura. Pero
en
febrero del año siguiente, ante la masacre
de Barranca Yaco y el tremendo crimen que se lleva la vida del general Quiroga
–junto a Rosas y a López una de las tres personalidades hegemónicas del país-,
en gravísimas circunstancias, la Legislatura de Buenos Aires sanciona la ley
del 7 de marzo de 1935, por la que se otorga el gobierno a don Juan Manuel de
Rosas por cinco años, y con la suma del poder público. El
renunciante Maza le escribe a Juan Manuel de Rosas: “Tu esposa es la heroína del siglo: disposición, valor, tesón y energía
desplegadas en todos casos y en todas ocasiones; su ejemplo era bastante para electrizar
y decidirse; mas si entonces tuvo una marcha expuesta, de hoy en adelante debe
ser más circunspecta, esto es menos franca y familiar”. “adecuado para
llamarse a silencio. Solamente hay una
pista firme que indica que desde noviembre de 1833 y hasta diciembre de 1834
Encarnación Ezcurra fue, al tiempo que, como expusimos, operadora política de
Rosas, apoderada general de los bienes de Facundo Quiroga, dado que éste tenía
por debilidad el juego y los naipes. La
significación de esta decisión es extraordinaria no sólo por el hecho del poder
que confería, sino porque era la
culminación de la larga lucha por el poder interno del partido Federal, y en
este sentido el verdadero y definitivo resultado del pronunciamiento popular
del 11 de octubre. Desde el punto de vista institucional significó la
imposición de una dictadura legal que perduraría por diecisiete años hasta la
derrota popular y nacional de 1852 . Pero Rosas no aceptó la decisión de la
Sala. Dada la naturaleza del poder que se le confería y para asegurar su mayor legitimidad, contestó que
sólo aceptaría si era una resolución explícita del pueblo. La Legislatura
decidió entonces llamar a un plebiscito en la ciudad, ya que se descartaba por
innecesaria la consulta de opinión de la campaña, unánimemente favorable. El plebiscito del 26 de marzo de 1835
arrojó un resultado aplastante: 9.316 votos a favor y 4 en contra. La pluma de Domingo Faustino Sarmiento en Facundo reconoce:
“Debo decirlo en obsequio a la verdad
histórica: no hubo gobierno más popular, más deseado, ni más sostenido por la
opinión”. Por primera vez desde la Revolución de Mayo, se unieron las
provincias argentinas bajo un gobierno central, venciendo a la anarquía y la
disgregación.
Flaca, demacrada, sin registro de su cuerpo iba y venía organizándole
todos los festejos de los cuales participó, esa fue la última tarea de
Encarnación. Juan Manuel gobernaba con
plenos poderes, no esperaba cartas que en ocasiones fueron
casi órdenes. Carta de Rosas a su amigo Anchorena:"...Ya no sé qué
hacer. Le pido por favor, no sigas así, hacé algo para mejorar. Le digo que la quiero mucho. Si no tenés nada que hacer
ahora. También le digo que ya me fue útil, que la quiero ver sana y fuerte...
yo me ocupo"JM. O. de Rosas. Encarnación escribe a su amiga Inés de
Anchorena: "El ha llegado del fondo, abrumador de la inacción, hasta la misma
cúspide del poder.Me ha dicho los otros días. Si no tenés nada que hacer ahora,
ya me fuiste útil, por favor no sigas así desganada, sin comer, sin amor,
inmóvil..." " Tu amiga y compañera. Encarnación Ezcurra de
Rosas."
Apenas tres
años después de la segunda llegada de Rosas a la gobernación de Buenos Aires,
doña Encarnación Ezcurra muere. Era el
20 de octubre de 1838. Su cadáver fue encerrado en un lujoso ataúd, y conducido
en larga procesión en la noche del 21 hasta la iglesia de San Francisco donde
fue depositado. A su funeral asistieron diplomáticos de Gran Bretaña,
Brasil, de la isla de Cerdeña y el encargado de negocios de los Estados Unidos.
También estaban presentes todos los integrantes del Estado Mayor del Ejército
de la Confederación Argentina, en el que figuraban los generales Guido, Agustín
de Pinedo, Soler, Vidal, Benito Mariano Rolón y Lamadrid. El pueblo concurrió en un número no menor a las 25.000 personas(la
ciudad tenia 55000 habitantes) Rosas mismo ordenó para la “Heroína de la Federación” funerales de
capitán general. La Gaceta Mercantil del 29 de octubre de 1838 publicó, por
este mismo motivo, que los ministros extranjeros izaron a media asta sus
banderas. Las demás provincias argentinas hicieron análogas manifestaciones de
duelo. Cuando
murió, según afirma Antonio Zinny
en su “Historia de los gobernadores de las Provincias Argentinas”, su cadáver
“fue conducido en procesión a las 8 de la noche del 21, a la iglesia de San
Francisco. Las tropas, formadas a la izquierda de la línea de
procesión,
que se extendía desde la casa de Rosas, actual casa de gobierno
provincial,
hasta la iglesia, llevaban candiles los soldados y hachones los
oficiales”. “La línea de la derecha de la procesión se componía de
ciudadanos, todos
descubiertos, llevando un hachón cada uno. El ataúd era cargado
alternativamente por varios caballeros, e iba precedido del obispo de la
diócesis, doctor Medrano, y del de Aulón, doctor Escalada, los
dignatarios de
la iglesia y clero, incluso los frailes franciscanos y dominicos,
cantando
la oración del muertos.” También se sumaron al acto los miembros del
gobierno y los embajadores
extranjeros residentes en la ciudad. “El
duelo lo encabezaban los ministros de Relaciones Exteriores y Hacienda,
doctores Arana e Insiarte y a uno y otro costado el ministro plenipotenciario
de S.M. B., señor Madeville; el encargado de negocios del Brasil, señor Lisboa;
el cónsul general de Cerdeña, barón de Picolet el´Hermillón, y Mr. Slade,
cónsul de los Estados Unidos; éste y el inglés, de todo uniforme”.
Completaban la primera fila de la ceremonia los miembros del Estado Mayor del Ejército: los generales Pinedo, Guido, Vidal, Rolón, Soler y La Madrid.
El féretro fue depositado en la bóveda, bajo el altar mayor de la iglesia de San Francisco, mientras en los edificios de las legaciones extranjeras se izaron las banderas a media asta y se suspendieron las funciones en los teatros durante tres días.
Los jueces de paz de la ciudad presentaron una petición a la Sala de Representantes para que se le tributasen a Encarnación los honores designados a los capitanes generales y, un mes después, el 20 de noviembre, otra vez se realizó un acto fúnebre, al que asistieron las autoridades de la provincia, de la Sala de Representantes, de la Cámara de Justicia, empleados de la Administración Pública y los ciudadanos en general. Fue invitado también, el ex presidente del Uruguay, general Manuel Oribe, junto a sus ex ministros; además del cuerpo diplomático.
Rosas se refirió a su esposa así: “digna compañera de mis cansados días, mi fina esposa y amiga”.
Completaban la primera fila de la ceremonia los miembros del Estado Mayor del Ejército: los generales Pinedo, Guido, Vidal, Rolón, Soler y La Madrid.
El féretro fue depositado en la bóveda, bajo el altar mayor de la iglesia de San Francisco, mientras en los edificios de las legaciones extranjeras se izaron las banderas a media asta y se suspendieron las funciones en los teatros durante tres días.
Los jueces de paz de la ciudad presentaron una petición a la Sala de Representantes para que se le tributasen a Encarnación los honores designados a los capitanes generales y, un mes después, el 20 de noviembre, otra vez se realizó un acto fúnebre, al que asistieron las autoridades de la provincia, de la Sala de Representantes, de la Cámara de Justicia, empleados de la Administración Pública y los ciudadanos en general. Fue invitado también, el ex presidente del Uruguay, general Manuel Oribe, junto a sus ex ministros; además del cuerpo diplomático.
Rosas se refirió a su esposa así: “digna compañera de mis cansados días, mi fina esposa y amiga”.
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