Por Julio Irazusta
La paz con Francia no puso término a la guerra civil desencadenada por la intervención de ese país, ya que no resultó más que una tregua. Lavalle fue derrotado en Quebracho Herrado antes de reunirse con sus correligionarios del interior y los unitarios no pudieron sostenerse en Córdoba; desencontrados los jefes, se retiraron, los unos hacia el oeste y los otros hacia el norte. Los primeros, dirigidos por Lamadrid, fueron perseguidos por Pacheco y los segundos, comandados por Lavalle, lo fueron por Oribe, el que, como aliado de la Argentina, fue designado por Rosas general en jefe interino del ejército unido de vanguardia. Ambos jefes unitarios fueron derrotados a fines de 1841, en las batallas de Rodeo del Medio y de Famaillá, respectivamente. Lejos de terminarse, la contienda rebrotó en la Mesopotamia. El general Paz fue llamado a Corrientes, después de un nuevo pronunciamiento antirrosista y triunfo de Echagüe en la batalla de Caaguazú, el 28 de noviembre de 1841. Rosas ordena a sus fuerzas vencedoras en el interior regresar al litoral para hacer frente al peligro incesantemente renovado por la libertad que Rivera daba a los emigrados para seguir sus agresiones contra la Argentina. El Entre Ríos queda a medias ocupado por los ejércitos de Paz y de Rivera. Las ambiciones territoriales de éste alejan al general cordobés. Y el usurpador del Uruguay es derrotado por su rival Oribe, presidente legal, en Arroyo Grande, al sur de Concordia.
Golpe de teatro: los agentes de Francia e Inglaterra, hasta entonces al parecer desacordes, se unen para intimar al gobierno argentino la orden de que el ejército unido de vanguardia no pasara el río Uruguay en persecución del anarquista Rivera. Rosas hace caso omiso de la intimación, pero no publica el documento y da por inexistente la pretensión europea. Al cabo de largas correspondencias diplomáticas entre Londres y Buenos Aires, Lord Aberdeen dice a Manuel Moreno que da la intimación de 1842 como non avenue. De todos modos, la coalición anglo-francesa contra la Argentina puede considerarse en formación desde aquel entonces. Se concretó en 1845, por las rivalidades que, en medio de un llamado acuerdo cordial, desgarraban a las dos grandes potencias conquistadoras que se repartieron el mundo ultramarino en el siglo XIX.
Oribe dominó la mayor parte de la campaña uruguaya y puso sitio a Montevideo. Cuando la escuadra de Brown iba a sellar la suerte de la plaza, se interpone el comodoro inglés Purvis, quien, reincidiendo en las pretensiones europeas, niega “a los puertos de Sud América el ejercicio de un derecho tan importante como el del bloqueo”. Purvis reabastece a Montevideo y, mientras sirve los planes de su gobierno, hace buenos negocios. Rosas se contenta con protestar ante Mandeville, sin enfrentar a las potencias marítimas a su medio. Pero mantiene en el Uruguay a los diez mil argentinos que eran auxiliares de Oribe, durante diez años. La declaración del bloqueo anglo-francés de 1845, la expedición de ambas potencias al Paraná, la derrota honorable que fue la Vuelta de Obligado seguida por un triunfal desquite al regreso de la expedición, las misiones Ouseley-Deffaudis, Hood, Howden-Walescki, Gore-Gros, se empeñan vanamente en lograr que Rosas retire aquel ejército de diez mil argentinos que, según los europeos y satélites locales, constituían amenaza para la independencia uruguaya, cuando en realidad la defendían de la codicia imperialista. Impotentes para alcanzar ese resultado, los europeos nos reconocen todos los derechos de soberanía que nos habían negado. Caso único en la época: la agresión conjunta anglo-francesa, no resistida en ningún punto del globo y que permitió a las potencias coaligadas abrir el África, la China, el Japón y crear dos de los mayores imperios conocidos, fracasó en el Plata. Bajo la dirección de Rosas, la Argentina mostró una fuerza sorprendente. La epopeya de la emancipación, sin ayuda de nadie, se repitió en la quinta década del siglo. Y San Martín escribió al caudillo que su lucha era de tanta trascendencia como la que se había librado contra los españoles.
En el fondo de la cuestión estaba el intento europeo por rehacer “por el comercio y la emigración, los lazos que sujetaban antes a la América del Sud bajo la exclusiva dominación de España”. Francia Quería participar urgentemente de tal empresa ya -que, hacia 1850, según Brossard (secretario de Walescki uno de los diplomáticos franceses) su país necesitaba del Plata como lugar para ubicar el excedente de su población sin trabajo, manteniéndolo bajo su jurisdicción política. Por eso dice claramente que su país era “arrastrado cada vez más hacia el Plata por la necesidad de expansión que trabaja a los pueblos en los períodos críticos de su vida social.
En definitiva, lo que las grandes potencias marítimas ambicionaban era retacear la soberanía argentina, tanto moralmente en la aplicación de las leyes como materialmente, y si podían en algo de lo material que era el territorio. El tono de la música lo había dado Purvis al negarnos el derecho de bloqueo. Las restantes misiones pretendían negamos el derecho de beligerancia contra un enemigo que nos había declarado la guerra.
“Bajo Rosas, en sus 17 años de dictadura, con un ejército al que Sarmiento consideraba capaz de conquistar el subcontinente, la Argentina ganó el pleito que le plantearon los anglo-franceses. A las generaciones posteriores les quedaba la tarea de sacar para el país los beneficios consiguientes”
*



Al divisar a las fuerzas patriotas, y ver la disposición de la
artillería, el general Blanco cae en la trampa que tendiera
magistralmente el comandante Arenales; supone que en torno y detrás de
esta se encuentran los efectivos patriotas. Despliega sus unidades de
infantería en guerrilla por ambos flancos, con la idea de atacar a la
concentración (que supone se encuentran detrás de las baterías), y
avanza con el resto de los efectivos vadeando el río en forma frontal
sin otra precaución.
En la frenética carga, guiada por el mismo Arenales, y ante su
irrefrenable deseo de aniquilar al enemigo, el comandante se adelanta
demasiado al resto de la caballería de Santa Cruz, solo seguido de cerca
por su ayudante y sobrino teniente Apolinario Echevarria. Recorre así
unos 10km sin advertir que los santacruceños se quedan atrás ocupados en
la recolección del botín de guerra. Así, penetra en una región del
monte donde habían tomado por refugio unos 11 soldados enemigos que
huían del campo de batalla, cuando advierten que son solo dos oficiales
quienes los siguen, hacen alto y disparan contra Arenales y el Tte.
Echevarria mientras los van rodeando. Cercados por completo, estos se
defienden desde sus cabalgaduras hasta que estas caen malheridas. En
tierra, Arenales, sin abandonar su espada, usa con destreza sus
pistolas. En ese momento un realista le apunta con su trabuco,
Echevarria, quien advierte esto, se lanza en la línea de fuego,
recibiendo él el mortal impacto, cayendo muerto a los pies de Arenales,
junto a los cadáveres de cuatro de sus enemigos. Arenales busca un árbol
en la que apoyar su espalda para continuar hasta el final con esa lucha
desigual y obstinada. Arenales ya no es un hombre, es una bestia
salvaje luchando por su vida, con toda la ferocidad que acompaña al
guerrero en esos decisivos momentos. Un certero sablazo le abre el
cráneo en uno de sus parietales. Su cara esta bañada en sangre, la furia
lo envuelve como un huracán.
Otro tajo horrible lo abre desde arriba de la ceja hasta casi el
extremo de la nariz, dividiéndola en dos; otro le parte la mejilla
derecha por debajo del pómulo, desde el arranque de la sien hasta la
boca. Trece heridas profundas ofenden su cabeza, su cara y su cuerpo,
aquí empieza a nacer la leyenda del General hachado, el inmortal de la
revolución, con todas sus heridas escupiendo litros de sangre,
completamente bañado de rojo, mas parecido a un demonio salido del
infierno que un hombre, el general Arenales sigue combatiendo con la
rabia y la locura que se desprenden en cada asesino golpe de su sable
mellado por los huesos de los enemigos muertos.
El cuerpo del Coronel Arenales permanece horas tirado entre los
arbustos, rodeado por los cadáveres de sus enemigos, hasta que un grupo
de merodeadores, esos que siempre siguen a los ejércitos en campaña para
rapiñar de las sobras y despojos de las batallas, son atraídos por los
brillos del uniforme de Arenales. Cuando estos rastreros se disponían a
saquear el cuerpo del coronel, este, inmóvil pero conciente, les grita
con recia voz, tan poderosa sonó que pareció el grito de Poseidón
ordenando las olas en lo profundo de los mares, helándoles la sangre y
haciendo que huyan despavoridos del lugar.