Por Manuel Gálvez
Don Juan Manuel de Rosas no ha muerto. Vive en el espíritu del pueblo, al que apasiona con su alma gaucha, su obra por los pobres, su defensa de nuestra independencia, la honradez ejemplar de su gobierno y el saber que es una de las más fuertes expresiones de la argentinidad.
Vive en los viejos papeles, que cobran vida y pasión en las manos de los modernos historiadores y que convierten en defensores de Rosas a cuantos en ellos sumergen honradamente en busca de la verdad, extraños a esa miseria de la historia dirigida, desdeñosos de los ficticios honores oficiales.
Y vive, sobre todo, en el rosismo, que no es el culto de la violencia, como quieren sus enemigos o como, acaso, lo desean algunos rosistas equivocados. Cuando alguien hoy vitorea a Rosas, no piensa en el que ordenó los fusilamientos de San Nicolás, sino en el hombre que durante doce años defendió, con talento, energía, tenacidad y patriotismo, la soberanía y la independencia de la Patria contra las dos más grandes potencias del mundo.
El rosismo, ferviente movimiento espiritual, es la aspiración a la verdad en nuestra Historia y en nuestra vida política, la protesta contra la entrega la Patria al extranjero, el odio a lo convencional, a la mentira que todo lo envenena.
El nombre don Juan Manuel de Rosas ha llegado a ser hoy, lo que fue en 1840: la encarnación y el símbolo de la conciencia nacional, de la Argentina independiente y autárquica, de la Argentina que está dispuesta a desangrarse antes que se estado vasallo de ninguna gran potencia.
Frente a los imperialismos que nos amenazan, sea en lo político o en lo económico, el nombre Rosas debe unir a los argentinos.
Estudiemos su obra y juzguémosla sin prejuicios. Y amémosla, no en lo que tuvo de injusta, excesiva y violenta, sino en lo que tuvo de típicamente argentina y de patriótica.
COMISION DIRECTIVA 2022-2023: Pte Dr. DE SANTIS Carlos;. Vice 1ro. MORALES Horacio; Vice 2do.OTAÑO Julio R.; Secretarios BUCCI Gabriel; COSENTINO Jorge; Tesoreros POUSA Ricardo; BONAFERT Miguel; Voc. Tit.: TANCREDI Luis; HOLLMAN María; DURAN Lautaro; Voc.Sup. PONTONI Flavio; CALIGIURI Claudia; FALCON Antonio; Com. Rev. Ctas: PINGITORE Atilio; DI BLASIO Mario; MARTÍNEZ, Adrian; DE NAPOLI Juan; ; BERASAIN Eduardo; SAMBATARO Lucia; OVIEDO Jorge; MONTI Susana
jueves, 23 de enero de 2014
La Comandancia de los Santos Lugares
POR EL DR. CARLOS A. DE SANTIS
Los acontecimientos civiles y militares desarrollados en nuestro país, fueron innumerables y muchos con un mismo objetivo: independizar nuestro territorio y sostener nuestra soberanía. Ello, no se logra con una simple reunión de cabildantes o una suma de voluntades escritas en un papel, sino con hechos concretos, que sucedieron mucho antes del 25 de mayo de 1810 y que continúan aún en nuestros días. Cuando hablamos de historia, debemos tener en cuenta que "repensamos los acontecimientos sucedidos en el pasado", que por supuesto no hemos vivido; y para transmitir los mismos a otras personas con clara honestidad y verdad histórica, debemos valernos de fuentes escritas por hombres probos y sinceros, caso contrario estaríamos expresando verdades a medias, ímprobas y falsas. En ese camino, también debemos comprobar que el historiador del cual nosotros tomamos los conocimientos del pasado, haya realizado las pesquisas suficientes, para afirmar y trasmitir su relato. Es decir, haber recurrido a los antecedentes idóneos para sostener su dictamen, y la suficiente adecuación a un método histórico con aportes suficientes y necesarios de las ciencias auxiliares como la antropología, la sociología, etc. En su defecto u omisión, estaríamos novelando el pasado, interpretando erróneamente el presente y planificando el futuro falaz. Uno de esos actos concretos para la defensa de nuestro territorio soberano e independiente, sosteniendo con las acciones las ideas de mayo y del 9 de Julio de 1816, fue la creación hace 170 años (1840) del Cuartel Gral de los Santos Lugares de Rosas. El historial desarrollado en el primitivo pago de los Santos Lugares de Rosas anteriormente llamado el Pago de la Virgen, o terrenos de la Merced, fue muy importante. Allí se desarrollaron muchos acontecimientos, entre los cuales podemos mencionar: la Posta que sirvió de albergue en 1813 a los ejércitos patriotas del Libertador San Martín y sus granaderos a caballo; en 1816 se estableció el Cuartel de los Chacareros al mando del comandante Conejo y Amores; se radicaron las congregaciones de los Padres Franciscanos y Mercedarios; el 1º de agosto de 1806 se produjo el Combate de Perdriel; en 1821 se establece el Correo Nacional de Campaña; en 1823 se crea la escuela Pública para varones de los Santos Lugares; en 1825 se funda la parroquia bajo el patrocinio de "Jesús Amoroso"; el día 10 de diciembre de 1824, en la chacra Pueyrredón, (actual "Museo Histórico José Hernández") nace nuestro inmortal periodista, poeta, escritor, político y soldado de la Confederación Argentina: Don José Hernández; el 25 de marzo de 1836 se funda el pueblo "Santos Lugares de Rosas". En el orden nacional, a partir del año 1838 se presentaron severas amenazas para la estabilidad del gobierno y la integridad territorial de la Confederación Argentina, que inquietaron al pueblo y sus autoridades y que pusieron en peligro la soberanía nacional (recordemos que Rosas fue gobernador de Buenos Aires, a cargo de las relaciones exteriores de la Confederación desde 6 de diciembre de 1829 hasta 1832 y del 7 de marzo 1835 al 3 de febrero de 1852). Es decir que Rosas, en las circunstancias descriptas estaba ejerciendosu segundo mandato de gobierno. En ese contexto, a los fines de poder ubicarnos con precisión histórica, podemos citar algunas circunstancias que nos describen la situación imperante en ese momento:
a) El bloqueo del Rio de la Plata por la escuadra Francesa.
b) La invasión de Juan Galo Lavalle. Los expatriados unitarios en Montevideo y el general Fructuoso Rivera que había usurpado el gobierno de la Banda Oriental a su legítimo presidente el general Oribe, aprovecharon la presencia de las fuerzas francesas, arman los ejércitos que al mando de éste y de Lavalle invadirían el litoral argentino a partir de 1839 (Primera Coalición de fuerzas unitarias-extranjeras).
c) La agresión del mariscal Santa Cruz: las pretensiones expansionistas impulsadas por el dictador de la Confederación Peruano-Boliviana, mariscal Santa Cruz, precipitan la guerra librada contra la Argentina y Chile.
d) La Rebelión de los Hacendados: en el año 1839, en el sur estalla la rebelión de un grupo de hacendados de las zonas de Dolores y Chascomús, en combinación con Lavalle y el apoyo de las fuerzas francesas.
e) La conspiración de Maza en Buenos Aires.
f) La sublevación de Berón de Astrada.
g) La Coalición del Norte: en el año 1840, las aciagas secuelas, fueron con epicentro en Tucumán, el levantamiento unitario conocido como "Coalición del Norte", con el asesinato del gobernador federal Heredia y la simultánea invasión de la provincia de Buenos Aires por el ejército de Lavalle apoyado por la escuadra francesa. Todo esto no hacía otra cosa que confirmar aquel sonado "plan de sangre y escándalo" denunciado por el ministro argentino en Londres a fines de 1834 y que comenzara, en la práctica, con el asesinato de Facundo Quiroga en 1835. En esta situación, el entonces gobernador de Buenos Aires y encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, brigadier general Don Juan Manuel de Rosas, se ve obligado a adoptar extraordinarias medidas de defensa y a retomar también la iniciativa,comenzando entre otras disposiciones por estructurar un fuerte asentamiento de instrucción,rearme, remonta y reclutamiento permanente del Ejército. El lugar estratégico Ante el avance de Lavalle con 2500 soldados veteranos bien armados y apoyado por las fuerzas francesas, Rosas manifestó: "El hombre se nos viene y lo peor es que se nos viene sin que podamos detenerlo". Analizada la situación, y compenetrado de la gravedad de la situación, Rosas imparte órdenes
a las unidades y guarniciones para concentrarlas en un determinado punto estratégico, que sería el antiguo pago de los Santos Lugares, que el gobernador conocía desde hacía años. El sitio mencionado, era un incipiente pueblo de campaña con posta y cruce de caminos hacia el norte y el oeste del país; y en el cual existían dos grandes construcciones -una de las cuales había sido utilizada como cuartelque estaban a disposición del gobierno, desde las expropiaciones realizadas por Bernardino Rivadavia, (Padres Mercedarios) con motivo de la "reforma eclesiástica". El 16 de agosto de 1840 las fuerzas militares de la Confederación Argentina se instalan en "Los Santos Lugares de Rosas" (Hoy Gral. San Martín), y Rosas asume personalmente la conducción de la comandancia; previo a ello, delega el mando gubernativo de Buenos Aires a su ministro Dr. Felipe Arana. En dicho campamento se convocó a las milicias rurales del sur que debería reunirse con los veteranos (parte de los batallones Guardia Argentina,Serenos y piquetes de vigilantes) y algunos Cívicos de la ciudad. La estrategia planificada era la de encerrar al -autodenominado- ejército libertador entre las tropas de la confederación,las milicias de Garretón en San Nicolás, las de Pacheco en Salto, y las de Vicente González en Monte. Asimismo, ante un posible desembarco de las tropas francesas en el sur, ordenó a Prudencio Rosas a cubrir con sus tropas las zonas de Quilmes, Ensenada y Magdalena. La defensa de Buenos Aires quedó a cargo de Mansilla, Soler y Ruiz Huidobro con la mayor parte de los Cívicos. Asimismo se planificó la defensa de la Plaza de la Victoria y la Sociedad Restauradora (La Mazorca) organizó cantones en los balcones en el norte y oeste de la ciudad, en La Recoleta y la Quinta de Lorea. En breves días de la llegada del brigadier a Los Santos Lugares o Chacra de Caseros, se adaptaron las edificaciones existentes, se construyeron barracas, reparos para tropas, corrales para las caballadas, se preparó el arsenal y se acumuló armas, pólvoras, y cañones. También se continuó con la plantación de arboles frutales, el sembrado y cosecha de trigo, la elaboración del pan, que mediante carretas tiradas por bueyes, se entregaban en pulperías, tahonas y en diversas ciudades, incluso Buenos Aires. Asimismo se continuó el sembrado y almacenamiento de alfalfa para alimento de caballos y bueyes. Rosas, previa evaluación eligió personalmente a los oficiales, suboficiales y su estado mayor, supervisando la instrucción de los reclutas y los trabajos generales de la Comandancia. En poco tiempo había conseguido reunir 5.000 hombres de caballería bien montados y disciplinados, además de sumar una artillería e infantería significativas. También designó como jefe-encargado de dicho campamento al sargento mayor don Antonino Reyes. En ese camino, y con la prontitud el caso, mandó construir habitaciones adecuadas para su alojamiento, debido al prolongado tiempo de debería permanecer en el mencionado cuartel general. Estas instalaciones quedaron ubicadas como a cien varas al norte de los edificios del cuartel. Las principales construcciones que utiliza Rosas, componen el único edificio que perduró intacto y al que con el tiempo - antes y después de Caseros- la denominaron "Casa de Rosas". La instalación del cuartel posibilitó el crecimiento poblacional del lugar y una multiciplicidad de actividades, como nuevos asentamientos humanos, locales comerciales, pulperías, etc. El nuevo campamento fue el más importante centro militar de la Confederación Argentina. En el mismo se realizaba el reclutamiento y la instrucción; fue arsenal y taller general del ejército federal. El edificio principal consistía en lo que había sido la capilla de los padres mercedarios, a la cual se le denominaba "La Crujia", en virtud que la misma tenía un pasillo o corredor largo que daba acceso en ambos lados del mismo, a las habitaciones donde los sacerdotes realizaban su retiros espirituales. La entrada al campamento era por la actual Avda. Pte. Perón y Ayacucho, continuado por un largo camino que llegaba al centro de la Comandancia, rodeados de arboles y prados, con similitud a las plantaciones del denominado "Caserón de Rosas" ubicado en San Benito de Palermo. Las edificaciones podemos describirlas a grandes rasgos, con más de veinte habitaciones para alojamiento de las tropas, oficiales, maestranzas, depósitos, capilla y cárcel. Tenía tres patios, que se comunicaban mediante un pasadizo, donde se encontraban las habitaciones de los jefes y oficiales, la capilla y la guardia. En el segundo patio se encontraban las cuadras de las tropas y al otro costado el sector de maestranza, y a varios metros al fondo los calabozos y el arsenal. El tercer patio era el de las ejecuciones. La casa para alojamiento de Rosas estaba integrada por dos grandes habitaciones, una como de diez varas de largo, con una estufa en la pared y otro como aposento, con puerta vidriada en medio de ambas. Toda la construcción en material cocido, con paredes dobles circunvaladas por un corredor sostenido por pilares de patina y bajo cerco de pared francesa, con dos portones, uno al sur y otro al norte. Se proveía de agua mediante su extracción del pozo de balde. Integraban asimismo el mencionado alojamiento, un aparte para oficina, ranchos, galpones, cocina y hornos. José Ramos Mejía en su libro "Rosas y su tiempo" manifiesta: "Santos Lugares parecía una pequeña ciudad industrial. Aproximadamente seis mil hombres habría allí, a la par de los soldados, obreros, mecánicos y aprendices. Grupos numerosos de mujeres condenadas por delitos correccionales, las esposas y queridas de la tropa ocupándose en trabajos de sastrería y costura, bajo la dirección de un gallego Callegas, asmático y por ende renegón… La carpintería era dirigida por un obrero de San Fernando Nogueiras de apellido; y la herrería por Lobatón cuya especialidad eran los grillos gruesos y pesados y largas moharras pampas flamígeras de las lanzas federales. Bonifacio Doistua, un asturiano silencioso y de gigante estatura, sargento del famoso batallón "Nueva Creación", al mando de Antonino Reyes, era un armero muy trabajador, y se esmeraba para transformar la vieja y desvencijada tercerola, enviada por el comandante de campaña, en un perfecto instrumento de guerra…. En ningún campamento o juzgado se utilizaba un objeto sin venir a las Usinas de Santos Lugares ….a experimentar su renovación o consagrar su definitiva inutilización. Basta decir que las viejas vainas de sables, las hojas rotas y melladas tenían que pasar por las manos de Doistua, de donde salían convertidas en excelentes machetes para la policía rural o en cuchillos y punzones para usos industriales; sin arte o pretenciosas cinceladas, si se quiere, pero aquella solidez y fidelidad que era lo único que le exigía Rosas”. En esta histórica Comandancia de la Confederación, no solo se vivieron acontecimientos de carácter provincial y nacional, sino otros que trascendieron el plano internacional; entre varias podemos citar, el 31 de octubre año 1840, el acto de ratificación de la Convención denominada "Arana-Mackau" entre Francia y el gobierno de la Provincia de Buenos Aires (encargado de la Relaciones Exteriores de la Confederación) como también la visita en varias oportunidades de destacadas personalidades civiles, militares y diplomáticas, como fue la excursión realizada a Santos Lugares por Lord Howden en compañía de Manuelita Rosas y gran comitiva. Instalado en la Comandancia, Rosas proveyó el abastecimiento de provisiones de guerra y alimentos a dos ejércitos: el de Operaciones de Echague y el de Vanguardia de Oribe (presidente legal de la República Oriental) y ordenaba los movimientos como director general de la Guerra. Asimismo, albergó en sus calabozos al ex sacerdote L. Gutiérrez y su amante Camila O´Gorman, en los días previos a su fusilamiento, el día 18 de agosto de 1848. La orden la impartió Rosas previa consulta a los distinguidos juristas de la época: Dalmasio Vélez Sarsfield Lorenzo Torres y Baldomero García; las opiniones y el veredicto se basaron en el Fuero Juzgo, el código gregoriano y las leyes recopiladas de Indias. Fue un delito privado, no político, juzgado por las leyes de entonces, deformado en sus principios, como otros tantos, por los enemigos de Rosas. Podemos rescatar de la historia, que la denominada Guerra del Paraná (1845), el 1 de enero de 1846 Tonelero y Acevedo (Barrancas), el día 9 de enero San Lorenzo y el 2 de abril la batalla del Quebracho, fue dirigida por Rosas desde este cuartel general. En el año 1852, la derrota del ejército de la Confederación Argentina, en la batalla de Caseros, por la Alianza de Urquiza con el ejercito del Imperio del Brasil, cambia el rumbo de la historia argentina y el proyecto de país. En consecuencia, la casa es abandonada durante un tiempo, previa ejecución mediante armas de fuego y ser degollados muchos de los oficiales que se encontraban en el cuartel, por las fuerzas del ejercito invasor. Las división brasileña al mando del Marquez de Souza acampa en el cuartel de los Santos Lugares para después continuar con su ingreso triunfal a la Ciudad de Buenos Aires de la mano de Justo José de Urquiza. Para la histórica casa, comenzaba otra etapa de su existencia, que será relatada en la segunda parte de este artículo, que comprende desde el año 1853 hasta nuestros días, con la presencia del actual "Museo Histórico Regional Brig. Gral. Don Juan Manuel de Rosas de Gral. San Martín", y “Las Huellas de la Historia en la Casa de Rosas".
jueves, 16 de enero de 2014
Alberdi y la claudicación
Por Julio Irazusta
Alberdi ha sido de preferencia estudiado en su aspecto de Solón argentino, y la influencia de sus ideas en la organización institucional del país fue ya ampliamente señalada. Pero yo creo que hasta ahora no se ha establecido con precisión la fecha de su grandeza desde el punta de vista de la personalidad que decide los destinos de una nación.
Para mi esa fecha no es la de 1852, en que redactó Las Bases al enterarse en Chile de la caída de Rosas, sino la de 1838, año en que emigró a Montevideo. El papel que desempeña en la época llamada de la organización nacional es preponderante, pero no singular. Ya para entonces las ideas que expone en Las Bases habían ganado mucho terreno en la opinión del país, habían tenido otros expositores tan brillantes o tan vigorosos, si no tan claros como él; el giro tomado por la revolución liberal contra Rosas no dependía directamente de él, sino de hombres que tal vez ni lo conocían (aunque sufrieran por modo indirecto una influencia de su propaganda anterior). Es más. Quedan indicios (ya coordinados por Groussac), de que, hacia el final de la dictadura, Alberdi no veía con malos ojos los resultados obtenidos por el dictador, de que cualquiera fuese la fijeza de sus objetivos políticos fundamentales (que jamás variaron), su manera de concebir la oportunidad no era la de aquellos que se puede llamar sus correligionarios.
En 1838, al emprender en Montevideo la campaña política que debía provocar la alianza de la emigración argentina con las autoridades de la escuadra francesa que bloqueaba el puerto de Buenos Aires, Alberdi está solo. Ningún argentino, entre los peores enemigos de Rosas ha pensado todavía en acudir al extranjero europeo en busca de auxilio; ningún patriota prestigioso se ha atrevido a desafiar la opinión nacional aplaudiendo la intromisión de Francia en América.
De sus compañeros de generación que luego habían de formar con él la pléyade de la Argentina liberal ninguno ha cobrado todavía importancia. Echeverría es personalidad poética, no política. Sarmiento es un tímido principiante que apenas ha hecho sus primeras armas. Mitre no ha salido del cascarón estudiantil. Y así de los demás. Cuando Alberdi adopta su trascendental política de 1838, ningún mayor le da un ejemplo autorizado, ningún contemporáneo suyo lo acompaña. Está en el destierro, después de abandonar voluntariamente una patria en la que ya ha triunfado, no sin duda como él lo deseara, pero entre los suyos al fin. Para colmo de dificultades, cuando llega al medio ajeno que en adelante será el de su acción, las novedades aportadas por él a la lucha antirrosista contrarían las negociaciones de paz con Rosas iniciadas por Rivera, y en lugar de la acogida que sin duda esperaba de las circunstancias favorables dadas en la situación internacional rioplatense, fué atacado en su calidad de extranjero por la prensa oficiosa de Montevideo, que así desautorizaba su prédica internacionalista.
Midiendo la acción de Alberdi por los obstáculos que venció con su tesón y su capacidad intelectual, por las dramáticas circunstancias en que la empezó, el joven emigrado de 1838 es indudablemente más grande que el hombre maduro de 1852. Y como esa acción fue trascendental para los destinos de nuestro país, me ha parecido indispensable no dejar que la fecha de su centenario pasara sin un recuerdo.
Hoy, en 1938, se palpan las consecuencias últimas de la política extranjerizante cuya adopción decidió Alberdi con su campaña de 1838. Para los partidarios como para los adversarios de esa política, ninguna figura de hace un siglo puede ser en estos momentos más digna de estudio que la de Alberdi. Así los primeros colocarán sus admiraciones y los segundos asignarán las responsabilidades, con más justicia. Otras conmemoraciones bullangueras e inoportunas celebradas este año parecen destinadas a confundirlo todo, a extraviar a los unos sobre el verdadero autor de la política aún imperante en el país, y a los otros sobre sus verdaderas consecuencias.
Si se quiere tomar el hilo de esa evolución del pensamiento de Alberdi que le permitiría luego todo un planteamiento novedoso del problema social y político del Río de Plata, se nos permitirá transcribir esta página de su Autobiografía:
“Durante mis estudios de jurisprudencia que no absorbían todo mi tiempo”, dice en ella, “me daba también a estudios de derecho filosófico, de literatura y de materias políticas”. En ese tiempo contraje relación estrecha con dos ilustrísimos jóvenes, que influyeron mucho en el curso ulterior de mis estudios y aficiones literarias: don Juan Manuel Gutiérrez y don Esteban Echeverría. Ejercieron en mí ese profesorado indirecto, más eficaz que el de las escuelas que es el de la simple amistad entre iguales. Nuestro trato, nuestros paseos y conversaciones fueron un constante estudio libre, sin plan ni sistema, mezclado a menudo a diversiones y pasatiempos del mundo. Por Echeverría, que se había educado en Francia durante la Restauración, tuve las primeras noticias de Lerminier, de Villemain, de Víctor Hugo, de Alejandro Dumas, de Lamartine, de Byron y de todo lo que entonces se llamó el romanticismo, en oposición a la vieja escuela clásica. Yo había estudiado filosofía en la Universidad de Condillac y Locke. Me habían absorbido por años las lecturas libres de Helvecio, Cabanis, de Holbach, de Benthamn, de Rousseau. A Echeverría debí la evolución que se operó en mi espíritu con las lecturas de Víctor Cousin, Villemain, Chateaubriand, Jouffrey y todos los eclécticos procedentes de Alemania en favor de lo que se llamó el espiritualismo”.
“Echeverría y Gutiérrez propendían por sus aficiones y estudios, a la literatura; yo, a las materias filosóficas y sociales. A mi ver, yo creo que algún influjo ejercí en este orden sobre mis cultos amigos. Yo les hice admitir, en parte, las doctrinas de la Revista Enciclopédica, en lo que más llamaron el Dogma Socialista“. (Alberdi Escritos póstumos, tomo XV, p. 293).
El pasaje es encantador. No da los detalles precisos de la evolución sufrida por Alberdi en el comercio intelectual con sus dos amigos. Los nombres de autores se hallan barajados en la página redactada por el anciano, como ocurrirían en las conversaciones de los jóvenes, sin ninguna notación concreta sobre las ideas particulares que cada uno de ellos le enseñara. Pero encierra sugestiones preciosas, que han servido de punto de partida para la investigación. Nadie ha realizado sobre el tema una más profunda que el doctor Coriolano Alberini en su conferencia sobre “La metafísica de Alberdi”, pronunciada en una colación de grados universitarios de 1933 y publicada en los Archivos de la universidad. Remitimos a esa conferencia para todo lo concerniente a la formación intelectual de Alberdi, y a su posición filosófica definitiva tal como quedó desde sus primeras publicaciones.
Lo fundamental para el objeto de este ensayo es que la evolución sufrida por el autor de Las Bases entre sus años de Colegio y el advenimiento de Rosas, lo había preparado a recibir el nuevo hecho político con su espíritu más realista que el aprendido en el primer grupo de autores citados por él en la página transcripta. El segundo grupo le había dado por así decir una clave de la historia mundial, que comprendía fenómenos como el del rosismo. Y cuando Rosas triunfó, Alberdi ya podía encararlo con serenidad.
Los románticos francesas le habían enseñado la concepción del progreso elaborada por la filosofía alemana, en contraste con el iluminismo francés del siglo XVIII. Para éste, el progreso era obra de la razón trascendente, exterior al mundo, anti-histórica, que persigue la realización de un ideal utópico por medio del despotismo ilustrado, de un derecho natural desligado de la tradición histórica, fuerza perturbadora. Para aquella, en cambio, el progreso era obra de una de una razón inmanente, ínsita en el mundo, que se va realizando en la historia e introduciendo en los conceptos del derecho natural los nuevos hechos aportados por la vida de la sociedad. El iluminismo utópico y legiferante, ciego a la realidad de cada momento y de cada lugar, era superada por el historicismo, cuyo respeto por las particularidades de época y de localidad le diera a Alberdi el criterio necesario para considerar los acontecimientos de que era espectador.
Cousin y los eclécticos, Lerminier y los románticos, difundieron en Francia, hacia el final de la Restauración, es decir durante la estada de Echeverría en París, aquellas ideas fundamentales del historicismo que la nueva generación argentina iba a repetir entre nosotros. Resultado de esa empresa intelectual sería la superación del ideologismo utópico de los unitarios y la valoración del hecho federal.
Bien es verdad, como lo observa repetidas veces el doctor Alberini, que ni Echeverría ni Alberdi tomaron al pie de la letra las ideas de los publicistas franceses de la nueva escuela. En lo que se refiere al historicismo, de los dos elementos que él considera en el derecho, el histórico y el racional, su creador, el alemán Savigny, da más importancia al primero; su divulgador, el francés Lerminier, da más importancia al segundo. Pero no lo bastante a gusto de Alberdi, que en ve el peligro de la glorificación del hecho, implícita en el historicismo, y trata de evitarlo, corrigiéndolo mediante las teorías morales de Jouffroy. En lo que se refiere a la filosofía propiamente dicha, la nueva concepción del progreso es demasiado determinista, demasiado excluyente de la iniciativa humana. Al tomarla de los eclécticos y románticos franceses, repetidores de los filósofos postkantianos, Alberdi la corrige también, dando más juego a la libertad de determinación de la voluntad, y aceptando los fines del iluminismo unitario, es decir, sus ideales de civilización, pero negándole comprensión de los medios que la realidad argentina aconseja. Según la brillante fórmula del doctor Alberini, para Alberdi “es indispensable llegar a una síntesis de fines iluministas y de medios historicistas, merced a la teoría providencial del progreso, interpretada con hondo sentimiento de nuestra peculiaridad social”. Lo de la hondura de esa interpretación es discutible. Pero es cierto que A1berdi postuló su necesidad.
III
La independencia relativa con que nuestro personaje manejaba las ideas de los maestros en boga se manifestaba más en el terreno de la teoría que en el de la práctica. Por lo general, los jóvenes dejan el andador ideológico mucho antes que el andador moral. El mismo bachiller que se ha emancipado hasta cierto punto de los textos escolásticos, necesita catálogos de acción, es decir libros de casuistas, moralistas o sociólogos (según la época) que lo provean de recetas para tales y cuales hechos, menos manejables que las ideas. Ahora bien, si la escuela histórica proporcionaba categorías de juicio mejores que las de los ideólogos (y que permitieran a la nueva generación argentina encarar la realidad social del país con más tino que sus predecesores los unitarios), los historicistas franceses predicaban en ese momento con el ejemplo de modo más persuasivo que con la palabra. Hay menos semejanza entre las ideas de Alberdi y las de sus maestros, que entre la política del primero y la de los últimos.
La de estos consistía en un cambio de táctica, en abandonar el extremismo revolucionario de 1793 por una propaganda pacífica de los mismos fines esenciales. Desde 1834 el abogado Dupont había propugnado esa política en la Revista Republicana, Raspail y Kersausie escribían en El Reformador: “Basta de polémicas personales, basta de lucha social”. Las leyes de setiembre (que fueron la edición francesa de nuestra ley de marzo de 1835), habían amilanado todavía más a los republicanos. La Falange, publicación prestada por Fourier a Considérant, y El Buen Sentido de Luis Blanc, predicaban la sustitución de las conjuras tenebrosas por un ideal de mejoramiento pacífico de la sociedad y de la política. Lammenais, Jorge Sand y Leroux seguían la misma tendencia.
El autor de Palabras de un creyente, al separarse de la posición reaccionaria del comienzo de su carrera (pues sabido es que Lammenais se inició junto a De Maistre y De Bonald), había dado la fórmula que la nueva generación argentina adaptaría a la política de los partidos locales: “miro al antiguo partido monárquico con todo el respeto que se debe a un glorioso veterano. Pero no puedo tener confianza en ese veterano, pues con su pierna de palo está incapacitado para avanzar con la nueva generación”. Salvo la imagen final, esas palabras de Lammenais en 1834 son casi las mismas que la nueva generación argentina diría sobre el partido unitario.
La política de Lammenais separábase, a la derecha, de los monárquicos, y a la izquierda, de los revolucionarios y jacobinos. Y dada la influencia preponderante que su libro más famoso, traducido por Larra con el nombre de Dogma de los hombres libres, ejerciera sobre los jóvenes rioplatenses en la cuarta década del siglo XIX, es fácil creer que su recetario práctico, de la conciliación de los partidos, fué adoptado al pie de la letra por sus admiradores de aquende el Océano, como el que mejor cuadraba con el nuevo realismo aprendido en la más reciente literatura política de Francia.
De España llegaban iguales voces de realismo en los pocos autores de la madre patria que Alberdi leía. Así p. e. Donoso Cortés, citado en otro pasaje de la Autobiografía. Antes de su época reaccionaria, antes del Ensayo sobre el catolicismo y su célebre discurso de los dos termómetros, cuando era representante del liberalismo a la moda, Donoso Cortés escribía:
“Las constituciones son las formas con que se revisten las sociedades en los distintos períodos de su historia y su existencia; y como las formas no existen por sí mismas, no tienen una belleza que las sea propia, ni pueden ser consideradas sino como la expresión de las necesidades de los pueblos que las deciben”…
as constituciones, pues, no deben examinarse, en sí mismas, sino en su relación con las sociedades que las adoptan … … Las constituciones para que sean fecundas, no se han de buscar en los libros de los filósofos, porque sólo se encuentran en las entrañas de los pueblos”. (Consideraciones sobre la diplomacia y su influencia en el estado político y social de Europa, desde la Revolución de Julio hasta el tratado de la Cuádruple Alianza, Madrid, 1834).
Estas consideraciones impregnadas de sano realismo eran en España reflejo del mismo pensamiento europeo no español que Alberdi reflejaría en el Río de la Plata. Ese pensamiento había superado, en el primer tercio del siglo XIX, el utopismo de 1789, aunque conservando algunos de los fines esenciales que entonces persiguiéronse: y como queda dicho más arriba, sus representantes más genuinos daban en Francia, en esos precisos momentos, el ejemplo de la política prudente que correspondía al nuevo concepto de evolución y de progreso que había predominado en el terreno puramente intelectual.
Aunque Alberdi no especifique la época en que sus ideas se aclararon, entre sus conversaciones con Echeverría desde 1829 en adelante y la publicación del Estudio preliminar en 1887, es de suponer que ello habría ya ocurrido hacia la época en que Buenos Aires debatió el problema constitucional de la suma del poder. La elaboración de un sistema como el que se expone en aquel libro, por mucho que tenga de ejercicio escolar, de trabajo de taracea con textos ajenos, no se puede improvisar. Y dada la suma de labor intelectual que implica, es legítimo atribuir a Alberdi las ideas que maneja en 1837 como adquiridas varios años antes.
Así las cosas, su actitud no podía ser, frente al predominio del hombre que representaba la causa opuesta a la suya, la que sus antecedentes de círculo y de educación permitían esperar. En las cartas que le escribían sus amigos de Buenos Aires durante su viaje a Tucumán en 1834, cuando aquel debate estaba en su punto más álgido, se transparentaba un gran temor a Rosas, un gran anhelo constitucional que se siente contrariado por las circunstancias. De regreso en el Río de la Plata Alberdi no canalizaría los sentimientos de quienes le habían llamado con angustia, hacia la oposición violenta, la sempiterna lucha armada que el viejo partido liberal argentino ofrecía como única receta. Aunque las íntimas simpatías del grupo juvenil estaban con dicho partido, los errores de su política ya eran evidentes para Alberdi. Y aunque en el fondo el ideal que él y sus amigos perseguían era el de los fundadores de las instituciones liberales en el país, el mejor modo de servirlo no sería obstinarse en la utilización de los mismos medios que ya habían fracasado tantas veces.
Tal la génesis psicológica de esa política de la nueva generación. Teniendo ante sí dos caminos: las armas o las ideas, optó por el segundo, como más a su alcance. Para ello se asoció, escribió. Pero, según las palabras de Alberdi, “transó (sic) aparentemente con el poder de entonces, lo agasajó para no ser estorbado por él”. (Alberdi Escritos póstumos, tomo XV, p. 433). Para mí es indudable que en esas palabras hay una esquematización demasiado rígida y torcida, y que en la conducta de los jóvenes acaudillados por Echeverría y Alberdi, hubo más sinceridad, menos maquiavelismo de los que dice este último. Es raro que la extrema juventud se alíe a tanta hipocresía como, aún en medio de los mayores peligros, supóne la politica que Alberdi esquematiza a posteriori de los hechos en las palabras citadas. Por esos mismos días la juventud liberal italiana arrostraba riesgos muy superiores a los ofrecidos por la severa represión de Rosas; los principillos reaccionarios de la península hicieron correr ríos de sangre entre 1830 y 1836. La diferencia de conducta no se debe a una diferencia fundamental de carácter entre unos y otros jóvenes, sino a la diferente manera de concebir lo operable. Al mismo tiempo que Alberdi tomaba la suya de los publicistas franceses a la moda, Mazzini la combatía en estos. Y la misma juventud liberal argentina que Alberdi presenta como poseedora de una prudencia monstruosa para sus años, daría poco después muestras de audacia sin cálculo, de heroísmo indudable.
La política de transacción entre los fines del iluminismo y el hecho federal parece haber sido sinceramente concebida y planeada a mediados de la cuarta década del ochocientos por aquellos jóvenes espíritus, cuya euforia de poseedores de la única doctrina explicativa de la novedad surgida en el país se nota en sus escritos de entonces, en los discursos de Sastre, Gutiérrez y Alberdi al inaugurar el Salón Literario, en el Preliminar al estudio del derecho. El análisis detenido de esas producciones lo hará más evidente.
En enero de 1837, Alberdi imprimió un prospecto de la obra que tenía en preparación sobre los principios del derecho. En él exponía la esencia de los conceptos que encerraría y desarrollaría aquélla. Pocos meses después aparecía el Fragmento preliminar al estudio del derecho. Si el título era largo más lo era el subtítulo, que rezaba como sigue “acompañado de una serie numerosa de consideraciones formando una especie de programa de los trabajos futuros de la inteligencia argentina”. La presunción del tono corresponde a la moda de la época y los cortos años del autor.
Alberdi tenía apenas ventisiete, edad en que rara vez pueden dar toda su medida los espíritus filosóficos, que maduran tarde. El manejo de un complicado sistema de ideas en su libro (por artificiosa y poco espontánea que haya sido su redacción), y la conciencia sobre la rareza del hecho, debían de dar a Alberdi un engreimiento que cuadraba con el de sus maestros europeos, los románticos, personajes muy pegados de sí mismos. Pero el sentimiento de Alberdi en el caso no es injustificado. Teniendo en cuanta la circunstancia antes apuntada sobre la estación del florecimiento filosófico, su trabajo es notable. Notable por la concepción general, por la cantidad de filosofía verdadera que (no obstante los prejuicios de escuela) Alberdi ha encerrado en su libro, por su capacidad para el desarrollo de las ideas, por el aplomo de sus juicios, por su independencia de espíritu respecto de los maestros (cuyas fórmulas abandona muchas veces, sustituyéndoles otras de su cosecha), por su discernimiento de la compleja experiencia política nacional.
Vale la pena detenerse a comentar este libro, fundamental en la obra de Alberdi en la parte que interesa al objeto de estos estudios.
La filosofía no le interesaba a nuestro jóven autor sino como proveedora de principios a cuya luz debían aparecer con toda claridad sus conceptos sobre el derecho. Este era el objeto permanente del Fragmento preliminar. Desde el principio confiesa Alberdi la evolución sufrida por él (bajo el influjo del publicista francés que introdujo el historicismo alemán en Francia) en la concepción del derecho: “Abrí a Lerminier”, dice, “y sus ardientes páginas hicieron en mis ideas el mismo cambio que en las suyas había operado el libro de Savigny. Dejé de concebir el derecho como una colección de leyes escritas. (Alberdi Escritos jurídicos, T. I, pág …, de la ed. de J. V. González). Señalado un extremo de la evolución, pasa a señalar el otro, con el cual entra de lleno en materia. El derecho es, para el autor del Fragmento preliminar “un elemento constitutivo de la sociedad, que se desarrolla con ésta, de una manera individual”, del mismo modo que “el arte, la filosofía, la industria, no son como el derecho, sino fases vivas de la sociedad, cuyo desarrollo se opera en una íntima subordinación a las condiciones de tiempo y lugar”. (Ibid, ps. 14-15); “aunque (el derecho) es indestructible y universal en su substancia, en su principio, su aplicación debe ser tan móvil como las relaciones que preside, y éstas como las necesidades sociales, tan fecundas también como los climas y los siglos”; “el derecho positivo es totalmente adherente, privativo, peculiar de cada pueblo, de cada momento; como dice Montesquieu, sería una rarísima casualidad que pudiese recibir una doble aplicación”. (Ibid, ps 119-120).
El derecho relativo y variable es para Alberdi, pues, el positivo; no así el derecho natural, cuya inmutabilidad afirma declarando blasfemos a quienes la niegan. Es tan categórico sobre este punto que, en cierto momento, llega a confundir lo que él mismo había distinguido, estableciendo un pasaje del derecho positivo al derecho natural: “Con la serie de los tiempos” dice, “el derecho acaba por tomar una inflexibilidad de hierro” (Ibid, p. 100); y más adelante: “Cada día debe asimilarse más y más el derecho real al derecho racional…” (Ibid, p. 121). Ilusión contradictoria con sus afirmaciones iniciales. Pero una frase de Guizot, que cita de inmediato, remedia la contradicción: “La perfección racional es el fin, pero la imperfección es la condición”.
Otros desfallecimientos encierra el opúsculo, cuyo jóven autor suele perderse en un laberinto de distingos, y que tan pronto coloca al derecho en el subordinado lugar que le corresponde como hace de él una disciplina intelectual que engloba a todas sus afines. Mas, pese a los defectos (o tal vez a causa de ellos el Fragmento preliminar es la manifestación más notable de pensamiento filosófico entre nosotros, durante el siglo XIX. Tal aparece también en la excelente página que resume los opuestos vicios del abstractismo jurídico y del historicismo extremos:
“Despreciar la historia, los hechos, la realidad, es oponerse a la fuerza, y negar a esta fuerza su dosis necesaria de verdad y legitimidad, pues que no es fuerza sino porque es o miente ser legítima. Despreciar lo racional, lo filosófico, lo universal, es despreciar la fuente de lo real, de lo histórico, de lo nacional, y por lo tanto, es comprender mal todo esto; es limitar la verdad a la realidad, la filosofía a la historia, todo hecho es verdadero, legítimo, justo, sin otra razón que porque es hecho. Tal es error de la escuela histórica. Sin duda que no es chico. El mejor partido será siempre un temperamento medio entre los extremos, de la escuela histórica que ve la razón en todas partes, y la escuela filosófica que no la ve en ninguna”. (Alberdi Escritos jurídicos, I; p. 123, ed. J. V. González).
Al precepto uniendo el ejemplo, el autor del Fragmento preliminar aplicó a la realidad argentina el criterio expuesto en esa página. La tópica de su aplicación se refiere más a la política que al derecho. Una palabra de su maestro Lerminier, que él califica de profunda: “la vocación del derecho es enteramente política” (Ibid, p. 159), había sacado a Alberdi de la órbita de lo jurídico puro a que se suelen limitar los estudios de los doctores noveles. Y su opúsculo de 1837 no es principalmente el preliminar al estudio del derecho que el título promete, sino un tratado de ciencia política argentina. Más por eso mismo es que el libro ha tenido nuestra atención. Pues lo que este trabajo se propone examinar no son las ideas jurídicas y filosóficas de Alberdi, sino su política, teórica y práctica, y su influencia decisiva en los acontecimientos del Río de la Plata en 1838.
Queda más arriba señalada de paso la esencia de la política emprendida por la joven generación argentina al definirse en el país el triunfo de la causa federal. Hay que insistir sobre ello. Hasta ahora no se ha destacado con exactitud uno de sus aspectos salientes. El Fragmento preliminar es, entre otras cosas, un estatuto intelectual ofrecido por Alberdi a Rosas. Las escapatorias ulteriores del publicista que había cambiado de opción práctica, aceptadas sin examen, han extraviado sobre el verdadero alcance de aquel hecho. Pero la confusión no resiste al estudio de los textos.
Cierto, la política planteada por Alberdi en su opúsculo de 1837 no es capitulación ante el triunfo federal. Es sólo una componenda, en la cual se reservan (para procurarlos a su tiempo) los fines esenciales de la causa opuesta. Su propio carácter imitativo de la política moderada seguida en Francia por los maestros del liberalismo es una prueba más de la seriedad con que Alberdi planteaba la transacción con el rosismo, no como astucia de campaña opositora bajo un régimen de censura de la prensa y despótica represión, sino como expediente de oportunidad para sacarle al despotismo, inevitable por el momento, lo que pudiera dar de sí, a la espera del otro momento en que la causa liberal volviese por todos sus fueros. La joven generación quería galopar al lado del potro, hasta que se amansara.
Pero la transacción, lejos de ser lo accesorio en el opúsculo de Alberdi, es parte fundamental del mismo, como que se enlaza con uno de los dos aspectos esenciales de su doctrina: el que se refiere a la necesidad de que el derecho positivo, relativo y mudable, contemple las exigencias de lugar y de tiempo. En ese criterio se basa todo el examen de la realidad nacional hecho por Alberdi en 1837.
Tomando las cosas desde el comienzo el autor del Fragmento dice: “cuando en mayo de 1810 dimos el primer paso de una sabia jurisprudencia política y aplicamos a la cuestión de nuestra vida política, la ley de las leyes: esta ley quiere ser aplicada con la misma decisión a nuestra vida civil, y a todos los elementos de nuestra sociedad, para completar una independencia fraccionaria hasta hoy”. (Alberdi Escritos jurídicos, I, p. 12 ed. J. V. González). Y agrega que los norteamericanos son “felices…por haber adoptado desde el principio instituciones propias a las circunstancias normales de su ser nacional. Al paso que nuestra historia constitucional no es más que una continua serie de imitaciones forzadas…La guerra y la desolación han debido ser las consecuencias de una semejante lucha contra el imperio del espacio y del tiempo” (Ibid, p. 18); “La inteligencia quiere también su Bolívar, su San Martín” (Ibid, p. 20); “tenemos ya una voluntad propia; nos falta una una inteligencia propia” (Ibid, p. 21); “una nueva era se abre, los pueblos de Sud América, modelada sobre la que hemos empezado nosotros, cuyo doble carácter es: la abdicación de lo exótico, por lo nacional; del plagio, por la espontaneidad; de lo extemporáneo, por lo oportuno; del entusiasmo, por la reflexión; y después, el triunfo de la mayoría popular sobre la minoría popular” (Ibid, p. 40).
Lo nacional, lo auténtico, lo espontáneo de que habla el autor del Fragmento preliminar no es, en resumidas cuentas, lo oportuno. Cuando creíamos que iba a delinear los rasgos particulares de una sociedad adulta, nos sale con que la particularidad que a ella le atribuye es la infancia “No tenemos historia, somos de ayer, nuestra sociedad en embrión… estamos bajo el dominio del instinto”(Ibid, p. 58). Más por lo menos reconoce el valor de la oportunidad en política. Y ello significa la superación del concepto unitario del transplante de las instituciones europeas al nuevo continente, tal y como aparecían en el viejo después de largos siglos de evolución. La polémica que en consecuencia lleva contra el partido derrotado es vigorosísima. Cuando la unidad filosófica, dice, acabe con la incoherencia general, escribiremos nuestro código, “expresión de la unidad social …Tal es lo que parecen no haber comprendido un instante aquellos que han pretendido someter nuestra constitución nacional a una forma unitaria. Y en este sentido nosotros acordamos preferentemente a los que han seguido la idea federativa un sentimiento más fuerte y más acertado de las condiciones de nuestra actualidad nacional” (Ibid, p. 58). Y en otro lugar: “Confesemos que la civilización de los que nos precedieron se había mostrado impolítica y estrecha: había adoptado el sarcasmo como un medio de conquista, sin reparar que la sátira es más terrible que el plomo, porque hiere hasta el alma y sin remedio. No debiera extrañarse que las masas incultas cobraran ojeriza contra una civilización de la que no habían merecido “sino un tratamiento cáustico y hostil“” (Ibid, p. 43). Y por último: “Pretender nivelar el progreso americano al progreso europeo, es desconocer la fecundidad de la naturaleza en el desarrollo de todas sus creaciones: es querer subir tres siglos sobre nosotros mismos” (Ibid).
El autor del Fragmento preliminar describe del siguiente modo la actualidad nacional: “los que piensan que la situación presente de nuestra patria es fenomenal, episódica, excepcional, no han reflexionado con madurez sobre lo que piensan. La historia de los pueblos se desarrolla con una lógica admirable. Hay, no obstante, posiciones casuales, que son siempre efímeras; pero tal no es la nuestra. Nuestra situación, a nuestro ver, es normal, dialéctica, lógica. Se veía venir, era inevitable, debía de llegar más o menos tarde, pues no era más que la consecuencia de premisas que habían sido establecidas de antemano. Si las consecuencias no han sido buenas, la culpa es de los que sentaron las premisas, Y el pueblo no tiene otro pecado que haber seguido el camino de la lógica. La culpa, hemos dicho, no el delito, porque la ignorancia no es delito. ¿En qué consiste esta situación? En el triunfo de la mayoría popular que algún día debía ejercer los derechos políticos de que había sido habilitada. Esta misma mayoría existe en todos los Estados de Sud América, cuya constitución normal tiene con la nuestra una fuerte semejanza que deben a la antigua política colonial que obedecieron juntos. El día que halle representantes, triunfará también, no hay que dudarlo, y ese triunfo será de un ulterior progreso democrático, por más que repugne a nuestras reliquias aristocráticas”. (Alberdi Escritos jurídicos, I, p. 39, ed. J.V. González)
…“Por lo demás, aquí no se trata de calificar nuestra situación actual; sería arrojarnos una prerrogativa de la historia. Es normal, y basta; es porque es, y porque puede no ser. Llegará tal vez un día en que no sea como es, y entonces sería tal vez tan natural como hoy. El Sr. Rosas, considerado filosóficamente, no es un déspota que duerme sobre bayonetas mercenarias. Es un representante que descansa sobre la buena fe, sobre el corazón del pueblo. Y por pueblo no entendemos aquí la clase pensadora, la clase propietaria únicamente, sino también la universalidad, la mayoría, la multitud, la plebe. Lo comprendemos como Aristóteles, como Montesquieu, como Rousseau, como Volney, como Moisés como Jesucristo. Así, si el despotismo pudiese tener lugar entre nosotros, no sería el despotismo de un hombre sino el despotismo de un pueblo: sería la libertad déspota de sí misma; sería la libertad esclava de la libertad. Pero nadie se esclaviza por designio, sino por error. En tal caso, ilustrar la libertad, moralizar la libertad, sería emancipar la libertad”. (Ibid, ps. 36-37).
En esa descripción, el maridaje del historiador y del iluminismo es perfecto. El hecho es dialectizado, pero no juzgado. Y al rehuir el juicio, Alberdi deja adivinar que, de formularlo, habría sido adverso. El sociólogo admite el hecho como exigencia del realismo postulado por la escuela histórica; mas el político idealista no deja de considerarlo un mal, aunque necesario, al encarar -en un prudente condicional- la hipótesis de su maldad, atribuyendo la culpa a quienes sentaron las premisas, es decir, a quienes pretendieron violentar la evolución del país.
El sesgo de esas consideraciones induciría a admitir la aludida escapatoria de Alberdi, que habla de los “sofismas” de su prefacio como de ardides de guerra. No así otros pasajes, que debemos transcribir para mostrar la importancia de la política transigente planteada y durante cierto tiempo ensayada por la nueva generación argentina:
“es…nuestra misión presente”, dice el autor del Fragmento preliminar, “el estudio y el desarrollo pacífico del espíritu americano, bajo la forma más adecuada y propia. Nosotros hemos debido suponer en la persona grande y poderosa que preside nuestros destinos públicos una fuerte intuición de estas verdades, a la vista de su profundo instinto antipático contra las teorías exóticas. Desnudo de las preocupaciones de una ciencia estrecha que no cultivó, es advertido desde luego, por su razón espontánea, de no sé qué de impotente, de ineficaz, de inconducente que existía en los medios de gobierno practicados precedentemente en nuestro país; que estos medios, importados y desnudos de toda originalidad, no podían tener aplicación en una sociedad cuyas condiciones normales de existencia diferían totalmente de aquellas a que debían su origen exótico; que, por tanto, un sistema propio nos era indispensable. Esta exigencia nos había sido ya advertida por eminentes publicistas extranjeros. Debieron estas consideraciones inducirle en nuevos ensayos, cuya apreciación es, sin disputa, una prerrogativa de la Historia, y de ningún modo nuestra, porque no han recibido todavía todo el desarrollo a que están destinados y que sería menester para hacer una justa apreciación. Entretanto podemos decir que esta concepción no es otra cosa que el sentimiento de la verdad profundamente histórica y filosófica, que el derecho se desarrolla bajo el influjo del tiempo y del espacio. Bien, pues; lo que el gran magistrado ha ensayado de practicar en la política es llamada la juventud a ensayar en el arte, en la filosofía, en la industria, en la sociabilidad; es decir, es llamada la juventud a investigar la ley y la forma nacional del desarrollo de estos elementos sociales”. (Alberdi: Escritos póstumos, I, ps. 25-26, ed. J. V. González).
Se advierte ahí la misma repugnancia a juzgar el hecho Rosas, y los elogios a éste son nada más que concesiones. Pero es sincero el reconocimiento de su originalidad. Y el carácter de esa originalidad encaja perfectamente en el sistema filosófico sustentado por el autor del Fragmento preliminar. No es difícil que el joven Alberdi se creyera capaz de realizar una política americana original, aunque de modales europeos, superando el ensayo de Rosas. Pero esa ilusión no alcanza a perturbar el juego de las grandes ideas del historicismo que permitían comprender la realidad argentina del momento, tal cual ella se presentaba. Véase cómo insiste Alberdi en sus conceptos:
“No más tutela doctrinaria que la inspección severa de nuestra Historia próxima. Hemos pedido… a la filosofía una explicación del vigor gigantesco del poder actual; la hemos podido encontrar en su carácter altamente representativo. Y en efecto, todo poder que no es la expresión de un pueblo, cae: el pueblo es siempre más fuerte que todos los poderes, y cuando sostiene uno es porque lo aprueba. La plenitud de un poder popular es un síntoma irrecusable de su legitimidad. “La legitimidad del gobierno está en ser -dice Lerminier-. Ni en la Historia ni en el pueblo cabe la hipocresía, y la popularidad es el signo más irrecusable de la legitimidad de los gobiernos””. (Alberdi: Escritos jurídicos, I, p.17).
Una cita de Napoleón en el mismo sentido es menos adecuada, puesto que al decir: “Todo gobierno que no ha sido impuesto por el extranjero es un gobierno nacional”, el usurpador del trono francés hablaba pro domo sua. Las necesidades de la argumentación han llevado al autor del Fragmento preliminar sin duda más lejos de donde se proponía llegar. Más adelante se verá cómo corrige el concepto de la legitimidad por el sólo hecho del origen popular del gobierno. Pero las anteriores consideraciones estaban destinadas a desvirtuar las habituales tergiversaciones de los emigrados sobre la legitimidad del poder establecido en la Confederación Argentina, tergiversaciones en las que basaban su política de guerra por todos los medios, que Alberdi juzgaba severamente:
“Nada…más estúpido y bestial que la doctrina del asesinato político…Derrocar los gobiernos”, dice, “es pretender mejorar el fruto de un árbol cortándole Dará nuevo fruto, pero siempre malo, porque habrá existido la misma savia; abonar la tierra y regar el árbol será el único medio de mejorar el fruto. ¿A qué conduciría una revolución de poder entre nosotros? ¿Dónde están las ideas nuevas que habría que realizar? Que se practiquen cien cambios materiales, las cosas no quedarán de otro modo que los que están, o no valdrá la mejoría la pena de ser buceada por una revolución. Porque las revoluciones materiales suprimen el tiempo, copan los años y quieren ver de un golpe lo que no puede ser desenvuelto sino al favor del tiempo. Toda revolución material quiere ser fecunda, y cuando no es la realización de una mudanza moral que la ha precedido, abunda en sangre y esterilidad en vez de vida y progreso. Pero la mudanza, la preparación de los espíritus, no se opera en un día. ¿Hemos examinado la situación de los nuestros? Una anarquía y ausencia de creencias filosóficas, literarias, morales, industriales, sociales los dividen. ¿Es peculiar de nosotros el achaque? En aparte; en el resto es común a toda la Europa, y resulta de la situación moral de la humanidad en el presente siglo. Nosotros vivimos en medio de dos revoluciones inacabadas. Una nacional y política que cuenta ventisiete años, otra humana y social que principia donde muere la Edad Media, y cuenta trescientos años. No se acabarán jamás, y todos los esfuerzos materiales no harán más que alejar su término si no acudimos al remedio verdadero: la creación de una fe común”. (Alberdi Escritos jurídicos, I, ps. 28-29. ed. J.V González).
Aquí aparece perfectamente expuesta la teoría del progreso pacífico difundida en Francia por los maestros del liberalismo europeo, y adoptada con calor por la nueva generación argentina. Hay en ella verdades válidas para todos los tiempos, pero que el mismo Alberdi desconocería pocos meses después, al emigrar a Montevideo y sumarse a la oposición a mano armada contra Rosas, incurriendo en errores admirablemente enrostrados a los unitarios en las páginas del Fragmento preliminar.
¿Cuál fue la razón de que un año y medio más tarde, emigrado Alberdi a Montevideo, trocara esos conceptos de evolución pacífica por los de la necesidad revolucionaria?
Por todo lo que se sabe a ciencia cierta no es presumible que el cierre del Salín Literario, ni la cesación de La Moda, ni la expatriación de los jóvenes liberales se debiera a un cambio en la conducta de Rosas frente a la política de aquéllos, tal y como la proclamaron en el Prospecto del Fragmento preliminar a principios de 1837 y la continuaron hasta entrado el año 1838. Ella era conveniente para el régimen establecido. Quien cambió fue la nueva generación. Y no porque el ambiente de la dictadura se hubiese hecho más irrespirable en el curso de esos diez y ocho, o veinte meses, que en los dos años anteriores a la concepción pública de la transigencia con Rosas, sino porque creyó hallar una ocasión para cambiar de táctica.
Alberdi lo confirma en Escritos póstumos. Pocos meses después de su llegada a Montevideo diría en artículo periodístico: “Emigrados espontáneamente, sin ofensas ni odios, sin motivos personales, nada más que por odio a la tiranía… nuestras palabras jamás tendrán por resorte motivo ninguno personal. Ni a la persona, ni a la administración del señor Rosas tenemos que dirigir quejas personales de injurias que jamás nos hicieron” (Alberdi, Escritos póstumos, XIII, p. 478), y en los citados apuntes autobiográficos, resumiendo su actitud frente a los conflictos internacionales de Rosas con Bolivia, Uruguay y Francia; diría años más tarde de: “La juventud dejó inmediatamente la revolución inteligente (es decir, la del progreso pacífico exaltado en el Fragmento preliminar), y se entregó a la revolución armada: dejó las ideas y tomó la acción: este camino le pareció preferible, por ser más corto. Diplomacia, concesiones, manejos parlamentarios, todo quedó a un lado con las letras: la juventud dió la cara y se proclamó en guerra abierta con la tiranía. Ella no olvidó que el país no contenía elementos suficientes de reacción; y que era indispensable para hacer girar la rueda de la revolución adoptar un eje extranjero. Bolivia podía servir a este fin a falta de otro poder mayor. El Estado Oriental, con mucha más razón que Bolivia; pero ninguno como la Francia. La juventud pues, se contrajo a establecer la cuestión francesa en provecho de la revolución”. (Alberdi Escritos póstumos, XV, ps. 435-437).
Alberdi ha sido de preferencia estudiado en su aspecto de Solón argentino, y la influencia de sus ideas en la organización institucional del país fue ya ampliamente señalada. Pero yo creo que hasta ahora no se ha establecido con precisión la fecha de su grandeza desde el punta de vista de la personalidad que decide los destinos de una nación.
Para mi esa fecha no es la de 1852, en que redactó Las Bases al enterarse en Chile de la caída de Rosas, sino la de 1838, año en que emigró a Montevideo. El papel que desempeña en la época llamada de la organización nacional es preponderante, pero no singular. Ya para entonces las ideas que expone en Las Bases habían ganado mucho terreno en la opinión del país, habían tenido otros expositores tan brillantes o tan vigorosos, si no tan claros como él; el giro tomado por la revolución liberal contra Rosas no dependía directamente de él, sino de hombres que tal vez ni lo conocían (aunque sufrieran por modo indirecto una influencia de su propaganda anterior). Es más. Quedan indicios (ya coordinados por Groussac), de que, hacia el final de la dictadura, Alberdi no veía con malos ojos los resultados obtenidos por el dictador, de que cualquiera fuese la fijeza de sus objetivos políticos fundamentales (que jamás variaron), su manera de concebir la oportunidad no era la de aquellos que se puede llamar sus correligionarios.
En 1838, al emprender en Montevideo la campaña política que debía provocar la alianza de la emigración argentina con las autoridades de la escuadra francesa que bloqueaba el puerto de Buenos Aires, Alberdi está solo. Ningún argentino, entre los peores enemigos de Rosas ha pensado todavía en acudir al extranjero europeo en busca de auxilio; ningún patriota prestigioso se ha atrevido a desafiar la opinión nacional aplaudiendo la intromisión de Francia en América.
De sus compañeros de generación que luego habían de formar con él la pléyade de la Argentina liberal ninguno ha cobrado todavía importancia. Echeverría es personalidad poética, no política. Sarmiento es un tímido principiante que apenas ha hecho sus primeras armas. Mitre no ha salido del cascarón estudiantil. Y así de los demás. Cuando Alberdi adopta su trascendental política de 1838, ningún mayor le da un ejemplo autorizado, ningún contemporáneo suyo lo acompaña. Está en el destierro, después de abandonar voluntariamente una patria en la que ya ha triunfado, no sin duda como él lo deseara, pero entre los suyos al fin. Para colmo de dificultades, cuando llega al medio ajeno que en adelante será el de su acción, las novedades aportadas por él a la lucha antirrosista contrarían las negociaciones de paz con Rosas iniciadas por Rivera, y en lugar de la acogida que sin duda esperaba de las circunstancias favorables dadas en la situación internacional rioplatense, fué atacado en su calidad de extranjero por la prensa oficiosa de Montevideo, que así desautorizaba su prédica internacionalista.
Midiendo la acción de Alberdi por los obstáculos que venció con su tesón y su capacidad intelectual, por las dramáticas circunstancias en que la empezó, el joven emigrado de 1838 es indudablemente más grande que el hombre maduro de 1852. Y como esa acción fue trascendental para los destinos de nuestro país, me ha parecido indispensable no dejar que la fecha de su centenario pasara sin un recuerdo.
Hoy, en 1938, se palpan las consecuencias últimas de la política extranjerizante cuya adopción decidió Alberdi con su campaña de 1838. Para los partidarios como para los adversarios de esa política, ninguna figura de hace un siglo puede ser en estos momentos más digna de estudio que la de Alberdi. Así los primeros colocarán sus admiraciones y los segundos asignarán las responsabilidades, con más justicia. Otras conmemoraciones bullangueras e inoportunas celebradas este año parecen destinadas a confundirlo todo, a extraviar a los unos sobre el verdadero autor de la política aún imperante en el país, y a los otros sobre sus verdaderas consecuencias.
Si se quiere tomar el hilo de esa evolución del pensamiento de Alberdi que le permitiría luego todo un planteamiento novedoso del problema social y político del Río de Plata, se nos permitirá transcribir esta página de su Autobiografía:
“Durante mis estudios de jurisprudencia que no absorbían todo mi tiempo”, dice en ella, “me daba también a estudios de derecho filosófico, de literatura y de materias políticas”. En ese tiempo contraje relación estrecha con dos ilustrísimos jóvenes, que influyeron mucho en el curso ulterior de mis estudios y aficiones literarias: don Juan Manuel Gutiérrez y don Esteban Echeverría. Ejercieron en mí ese profesorado indirecto, más eficaz que el de las escuelas que es el de la simple amistad entre iguales. Nuestro trato, nuestros paseos y conversaciones fueron un constante estudio libre, sin plan ni sistema, mezclado a menudo a diversiones y pasatiempos del mundo. Por Echeverría, que se había educado en Francia durante la Restauración, tuve las primeras noticias de Lerminier, de Villemain, de Víctor Hugo, de Alejandro Dumas, de Lamartine, de Byron y de todo lo que entonces se llamó el romanticismo, en oposición a la vieja escuela clásica. Yo había estudiado filosofía en la Universidad de Condillac y Locke. Me habían absorbido por años las lecturas libres de Helvecio, Cabanis, de Holbach, de Benthamn, de Rousseau. A Echeverría debí la evolución que se operó en mi espíritu con las lecturas de Víctor Cousin, Villemain, Chateaubriand, Jouffrey y todos los eclécticos procedentes de Alemania en favor de lo que se llamó el espiritualismo”.
“Echeverría y Gutiérrez propendían por sus aficiones y estudios, a la literatura; yo, a las materias filosóficas y sociales. A mi ver, yo creo que algún influjo ejercí en este orden sobre mis cultos amigos. Yo les hice admitir, en parte, las doctrinas de la Revista Enciclopédica, en lo que más llamaron el Dogma Socialista“. (Alberdi Escritos póstumos, tomo XV, p. 293).
El pasaje es encantador. No da los detalles precisos de la evolución sufrida por Alberdi en el comercio intelectual con sus dos amigos. Los nombres de autores se hallan barajados en la página redactada por el anciano, como ocurrirían en las conversaciones de los jóvenes, sin ninguna notación concreta sobre las ideas particulares que cada uno de ellos le enseñara. Pero encierra sugestiones preciosas, que han servido de punto de partida para la investigación. Nadie ha realizado sobre el tema una más profunda que el doctor Coriolano Alberini en su conferencia sobre “La metafísica de Alberdi”, pronunciada en una colación de grados universitarios de 1933 y publicada en los Archivos de la universidad. Remitimos a esa conferencia para todo lo concerniente a la formación intelectual de Alberdi, y a su posición filosófica definitiva tal como quedó desde sus primeras publicaciones.
Lo fundamental para el objeto de este ensayo es que la evolución sufrida por el autor de Las Bases entre sus años de Colegio y el advenimiento de Rosas, lo había preparado a recibir el nuevo hecho político con su espíritu más realista que el aprendido en el primer grupo de autores citados por él en la página transcripta. El segundo grupo le había dado por así decir una clave de la historia mundial, que comprendía fenómenos como el del rosismo. Y cuando Rosas triunfó, Alberdi ya podía encararlo con serenidad.
Los románticos francesas le habían enseñado la concepción del progreso elaborada por la filosofía alemana, en contraste con el iluminismo francés del siglo XVIII. Para éste, el progreso era obra de la razón trascendente, exterior al mundo, anti-histórica, que persigue la realización de un ideal utópico por medio del despotismo ilustrado, de un derecho natural desligado de la tradición histórica, fuerza perturbadora. Para aquella, en cambio, el progreso era obra de una de una razón inmanente, ínsita en el mundo, que se va realizando en la historia e introduciendo en los conceptos del derecho natural los nuevos hechos aportados por la vida de la sociedad. El iluminismo utópico y legiferante, ciego a la realidad de cada momento y de cada lugar, era superada por el historicismo, cuyo respeto por las particularidades de época y de localidad le diera a Alberdi el criterio necesario para considerar los acontecimientos de que era espectador.
Cousin y los eclécticos, Lerminier y los románticos, difundieron en Francia, hacia el final de la Restauración, es decir durante la estada de Echeverría en París, aquellas ideas fundamentales del historicismo que la nueva generación argentina iba a repetir entre nosotros. Resultado de esa empresa intelectual sería la superación del ideologismo utópico de los unitarios y la valoración del hecho federal.
Bien es verdad, como lo observa repetidas veces el doctor Alberini, que ni Echeverría ni Alberdi tomaron al pie de la letra las ideas de los publicistas franceses de la nueva escuela. En lo que se refiere al historicismo, de los dos elementos que él considera en el derecho, el histórico y el racional, su creador, el alemán Savigny, da más importancia al primero; su divulgador, el francés Lerminier, da más importancia al segundo. Pero no lo bastante a gusto de Alberdi, que en ve el peligro de la glorificación del hecho, implícita en el historicismo, y trata de evitarlo, corrigiéndolo mediante las teorías morales de Jouffroy. En lo que se refiere a la filosofía propiamente dicha, la nueva concepción del progreso es demasiado determinista, demasiado excluyente de la iniciativa humana. Al tomarla de los eclécticos y románticos franceses, repetidores de los filósofos postkantianos, Alberdi la corrige también, dando más juego a la libertad de determinación de la voluntad, y aceptando los fines del iluminismo unitario, es decir, sus ideales de civilización, pero negándole comprensión de los medios que la realidad argentina aconseja. Según la brillante fórmula del doctor Alberini, para Alberdi “es indispensable llegar a una síntesis de fines iluministas y de medios historicistas, merced a la teoría providencial del progreso, interpretada con hondo sentimiento de nuestra peculiaridad social”. Lo de la hondura de esa interpretación es discutible. Pero es cierto que A1berdi postuló su necesidad.
III
La independencia relativa con que nuestro personaje manejaba las ideas de los maestros en boga se manifestaba más en el terreno de la teoría que en el de la práctica. Por lo general, los jóvenes dejan el andador ideológico mucho antes que el andador moral. El mismo bachiller que se ha emancipado hasta cierto punto de los textos escolásticos, necesita catálogos de acción, es decir libros de casuistas, moralistas o sociólogos (según la época) que lo provean de recetas para tales y cuales hechos, menos manejables que las ideas. Ahora bien, si la escuela histórica proporcionaba categorías de juicio mejores que las de los ideólogos (y que permitieran a la nueva generación argentina encarar la realidad social del país con más tino que sus predecesores los unitarios), los historicistas franceses predicaban en ese momento con el ejemplo de modo más persuasivo que con la palabra. Hay menos semejanza entre las ideas de Alberdi y las de sus maestros, que entre la política del primero y la de los últimos.
La de estos consistía en un cambio de táctica, en abandonar el extremismo revolucionario de 1793 por una propaganda pacífica de los mismos fines esenciales. Desde 1834 el abogado Dupont había propugnado esa política en la Revista Republicana, Raspail y Kersausie escribían en El Reformador: “Basta de polémicas personales, basta de lucha social”. Las leyes de setiembre (que fueron la edición francesa de nuestra ley de marzo de 1835), habían amilanado todavía más a los republicanos. La Falange, publicación prestada por Fourier a Considérant, y El Buen Sentido de Luis Blanc, predicaban la sustitución de las conjuras tenebrosas por un ideal de mejoramiento pacífico de la sociedad y de la política. Lammenais, Jorge Sand y Leroux seguían la misma tendencia.
El autor de Palabras de un creyente, al separarse de la posición reaccionaria del comienzo de su carrera (pues sabido es que Lammenais se inició junto a De Maistre y De Bonald), había dado la fórmula que la nueva generación argentina adaptaría a la política de los partidos locales: “miro al antiguo partido monárquico con todo el respeto que se debe a un glorioso veterano. Pero no puedo tener confianza en ese veterano, pues con su pierna de palo está incapacitado para avanzar con la nueva generación”. Salvo la imagen final, esas palabras de Lammenais en 1834 son casi las mismas que la nueva generación argentina diría sobre el partido unitario.
La política de Lammenais separábase, a la derecha, de los monárquicos, y a la izquierda, de los revolucionarios y jacobinos. Y dada la influencia preponderante que su libro más famoso, traducido por Larra con el nombre de Dogma de los hombres libres, ejerciera sobre los jóvenes rioplatenses en la cuarta década del siglo XIX, es fácil creer que su recetario práctico, de la conciliación de los partidos, fué adoptado al pie de la letra por sus admiradores de aquende el Océano, como el que mejor cuadraba con el nuevo realismo aprendido en la más reciente literatura política de Francia.
De España llegaban iguales voces de realismo en los pocos autores de la madre patria que Alberdi leía. Así p. e. Donoso Cortés, citado en otro pasaje de la Autobiografía. Antes de su época reaccionaria, antes del Ensayo sobre el catolicismo y su célebre discurso de los dos termómetros, cuando era representante del liberalismo a la moda, Donoso Cortés escribía:
“Las constituciones son las formas con que se revisten las sociedades en los distintos períodos de su historia y su existencia; y como las formas no existen por sí mismas, no tienen una belleza que las sea propia, ni pueden ser consideradas sino como la expresión de las necesidades de los pueblos que las deciben”…
as constituciones, pues, no deben examinarse, en sí mismas, sino en su relación con las sociedades que las adoptan … … Las constituciones para que sean fecundas, no se han de buscar en los libros de los filósofos, porque sólo se encuentran en las entrañas de los pueblos”. (Consideraciones sobre la diplomacia y su influencia en el estado político y social de Europa, desde la Revolución de Julio hasta el tratado de la Cuádruple Alianza, Madrid, 1834).
Estas consideraciones impregnadas de sano realismo eran en España reflejo del mismo pensamiento europeo no español que Alberdi reflejaría en el Río de la Plata. Ese pensamiento había superado, en el primer tercio del siglo XIX, el utopismo de 1789, aunque conservando algunos de los fines esenciales que entonces persiguiéronse: y como queda dicho más arriba, sus representantes más genuinos daban en Francia, en esos precisos momentos, el ejemplo de la política prudente que correspondía al nuevo concepto de evolución y de progreso que había predominado en el terreno puramente intelectual.
Aunque Alberdi no especifique la época en que sus ideas se aclararon, entre sus conversaciones con Echeverría desde 1829 en adelante y la publicación del Estudio preliminar en 1887, es de suponer que ello habría ya ocurrido hacia la época en que Buenos Aires debatió el problema constitucional de la suma del poder. La elaboración de un sistema como el que se expone en aquel libro, por mucho que tenga de ejercicio escolar, de trabajo de taracea con textos ajenos, no se puede improvisar. Y dada la suma de labor intelectual que implica, es legítimo atribuir a Alberdi las ideas que maneja en 1837 como adquiridas varios años antes.
Así las cosas, su actitud no podía ser, frente al predominio del hombre que representaba la causa opuesta a la suya, la que sus antecedentes de círculo y de educación permitían esperar. En las cartas que le escribían sus amigos de Buenos Aires durante su viaje a Tucumán en 1834, cuando aquel debate estaba en su punto más álgido, se transparentaba un gran temor a Rosas, un gran anhelo constitucional que se siente contrariado por las circunstancias. De regreso en el Río de la Plata Alberdi no canalizaría los sentimientos de quienes le habían llamado con angustia, hacia la oposición violenta, la sempiterna lucha armada que el viejo partido liberal argentino ofrecía como única receta. Aunque las íntimas simpatías del grupo juvenil estaban con dicho partido, los errores de su política ya eran evidentes para Alberdi. Y aunque en el fondo el ideal que él y sus amigos perseguían era el de los fundadores de las instituciones liberales en el país, el mejor modo de servirlo no sería obstinarse en la utilización de los mismos medios que ya habían fracasado tantas veces.
Tal la génesis psicológica de esa política de la nueva generación. Teniendo ante sí dos caminos: las armas o las ideas, optó por el segundo, como más a su alcance. Para ello se asoció, escribió. Pero, según las palabras de Alberdi, “transó (sic) aparentemente con el poder de entonces, lo agasajó para no ser estorbado por él”. (Alberdi Escritos póstumos, tomo XV, p. 433). Para mí es indudable que en esas palabras hay una esquematización demasiado rígida y torcida, y que en la conducta de los jóvenes acaudillados por Echeverría y Alberdi, hubo más sinceridad, menos maquiavelismo de los que dice este último. Es raro que la extrema juventud se alíe a tanta hipocresía como, aún en medio de los mayores peligros, supóne la politica que Alberdi esquematiza a posteriori de los hechos en las palabras citadas. Por esos mismos días la juventud liberal italiana arrostraba riesgos muy superiores a los ofrecidos por la severa represión de Rosas; los principillos reaccionarios de la península hicieron correr ríos de sangre entre 1830 y 1836. La diferencia de conducta no se debe a una diferencia fundamental de carácter entre unos y otros jóvenes, sino a la diferente manera de concebir lo operable. Al mismo tiempo que Alberdi tomaba la suya de los publicistas franceses a la moda, Mazzini la combatía en estos. Y la misma juventud liberal argentina que Alberdi presenta como poseedora de una prudencia monstruosa para sus años, daría poco después muestras de audacia sin cálculo, de heroísmo indudable.
La política de transacción entre los fines del iluminismo y el hecho federal parece haber sido sinceramente concebida y planeada a mediados de la cuarta década del ochocientos por aquellos jóvenes espíritus, cuya euforia de poseedores de la única doctrina explicativa de la novedad surgida en el país se nota en sus escritos de entonces, en los discursos de Sastre, Gutiérrez y Alberdi al inaugurar el Salón Literario, en el Preliminar al estudio del derecho. El análisis detenido de esas producciones lo hará más evidente.
En enero de 1837, Alberdi imprimió un prospecto de la obra que tenía en preparación sobre los principios del derecho. En él exponía la esencia de los conceptos que encerraría y desarrollaría aquélla. Pocos meses después aparecía el Fragmento preliminar al estudio del derecho. Si el título era largo más lo era el subtítulo, que rezaba como sigue “acompañado de una serie numerosa de consideraciones formando una especie de programa de los trabajos futuros de la inteligencia argentina”. La presunción del tono corresponde a la moda de la época y los cortos años del autor.
Alberdi tenía apenas ventisiete, edad en que rara vez pueden dar toda su medida los espíritus filosóficos, que maduran tarde. El manejo de un complicado sistema de ideas en su libro (por artificiosa y poco espontánea que haya sido su redacción), y la conciencia sobre la rareza del hecho, debían de dar a Alberdi un engreimiento que cuadraba con el de sus maestros europeos, los románticos, personajes muy pegados de sí mismos. Pero el sentimiento de Alberdi en el caso no es injustificado. Teniendo en cuanta la circunstancia antes apuntada sobre la estación del florecimiento filosófico, su trabajo es notable. Notable por la concepción general, por la cantidad de filosofía verdadera que (no obstante los prejuicios de escuela) Alberdi ha encerrado en su libro, por su capacidad para el desarrollo de las ideas, por el aplomo de sus juicios, por su independencia de espíritu respecto de los maestros (cuyas fórmulas abandona muchas veces, sustituyéndoles otras de su cosecha), por su discernimiento de la compleja experiencia política nacional.
Vale la pena detenerse a comentar este libro, fundamental en la obra de Alberdi en la parte que interesa al objeto de estos estudios.
La filosofía no le interesaba a nuestro jóven autor sino como proveedora de principios a cuya luz debían aparecer con toda claridad sus conceptos sobre el derecho. Este era el objeto permanente del Fragmento preliminar. Desde el principio confiesa Alberdi la evolución sufrida por él (bajo el influjo del publicista francés que introdujo el historicismo alemán en Francia) en la concepción del derecho: “Abrí a Lerminier”, dice, “y sus ardientes páginas hicieron en mis ideas el mismo cambio que en las suyas había operado el libro de Savigny. Dejé de concebir el derecho como una colección de leyes escritas. (Alberdi Escritos jurídicos, T. I, pág …, de la ed. de J. V. González). Señalado un extremo de la evolución, pasa a señalar el otro, con el cual entra de lleno en materia. El derecho es, para el autor del Fragmento preliminar “un elemento constitutivo de la sociedad, que se desarrolla con ésta, de una manera individual”, del mismo modo que “el arte, la filosofía, la industria, no son como el derecho, sino fases vivas de la sociedad, cuyo desarrollo se opera en una íntima subordinación a las condiciones de tiempo y lugar”. (Ibid, ps. 14-15); “aunque (el derecho) es indestructible y universal en su substancia, en su principio, su aplicación debe ser tan móvil como las relaciones que preside, y éstas como las necesidades sociales, tan fecundas también como los climas y los siglos”; “el derecho positivo es totalmente adherente, privativo, peculiar de cada pueblo, de cada momento; como dice Montesquieu, sería una rarísima casualidad que pudiese recibir una doble aplicación”. (Ibid, ps 119-120).
El derecho relativo y variable es para Alberdi, pues, el positivo; no así el derecho natural, cuya inmutabilidad afirma declarando blasfemos a quienes la niegan. Es tan categórico sobre este punto que, en cierto momento, llega a confundir lo que él mismo había distinguido, estableciendo un pasaje del derecho positivo al derecho natural: “Con la serie de los tiempos” dice, “el derecho acaba por tomar una inflexibilidad de hierro” (Ibid, p. 100); y más adelante: “Cada día debe asimilarse más y más el derecho real al derecho racional…” (Ibid, p. 121). Ilusión contradictoria con sus afirmaciones iniciales. Pero una frase de Guizot, que cita de inmediato, remedia la contradicción: “La perfección racional es el fin, pero la imperfección es la condición”.
Otros desfallecimientos encierra el opúsculo, cuyo jóven autor suele perderse en un laberinto de distingos, y que tan pronto coloca al derecho en el subordinado lugar que le corresponde como hace de él una disciplina intelectual que engloba a todas sus afines. Mas, pese a los defectos (o tal vez a causa de ellos el Fragmento preliminar es la manifestación más notable de pensamiento filosófico entre nosotros, durante el siglo XIX. Tal aparece también en la excelente página que resume los opuestos vicios del abstractismo jurídico y del historicismo extremos:
“Despreciar la historia, los hechos, la realidad, es oponerse a la fuerza, y negar a esta fuerza su dosis necesaria de verdad y legitimidad, pues que no es fuerza sino porque es o miente ser legítima. Despreciar lo racional, lo filosófico, lo universal, es despreciar la fuente de lo real, de lo histórico, de lo nacional, y por lo tanto, es comprender mal todo esto; es limitar la verdad a la realidad, la filosofía a la historia, todo hecho es verdadero, legítimo, justo, sin otra razón que porque es hecho. Tal es error de la escuela histórica. Sin duda que no es chico. El mejor partido será siempre un temperamento medio entre los extremos, de la escuela histórica que ve la razón en todas partes, y la escuela filosófica que no la ve en ninguna”. (Alberdi Escritos jurídicos, I; p. 123, ed. J. V. González).
Al precepto uniendo el ejemplo, el autor del Fragmento preliminar aplicó a la realidad argentina el criterio expuesto en esa página. La tópica de su aplicación se refiere más a la política que al derecho. Una palabra de su maestro Lerminier, que él califica de profunda: “la vocación del derecho es enteramente política” (Ibid, p. 159), había sacado a Alberdi de la órbita de lo jurídico puro a que se suelen limitar los estudios de los doctores noveles. Y su opúsculo de 1837 no es principalmente el preliminar al estudio del derecho que el título promete, sino un tratado de ciencia política argentina. Más por eso mismo es que el libro ha tenido nuestra atención. Pues lo que este trabajo se propone examinar no son las ideas jurídicas y filosóficas de Alberdi, sino su política, teórica y práctica, y su influencia decisiva en los acontecimientos del Río de la Plata en 1838.
Queda más arriba señalada de paso la esencia de la política emprendida por la joven generación argentina al definirse en el país el triunfo de la causa federal. Hay que insistir sobre ello. Hasta ahora no se ha destacado con exactitud uno de sus aspectos salientes. El Fragmento preliminar es, entre otras cosas, un estatuto intelectual ofrecido por Alberdi a Rosas. Las escapatorias ulteriores del publicista que había cambiado de opción práctica, aceptadas sin examen, han extraviado sobre el verdadero alcance de aquel hecho. Pero la confusión no resiste al estudio de los textos.
Cierto, la política planteada por Alberdi en su opúsculo de 1837 no es capitulación ante el triunfo federal. Es sólo una componenda, en la cual se reservan (para procurarlos a su tiempo) los fines esenciales de la causa opuesta. Su propio carácter imitativo de la política moderada seguida en Francia por los maestros del liberalismo es una prueba más de la seriedad con que Alberdi planteaba la transacción con el rosismo, no como astucia de campaña opositora bajo un régimen de censura de la prensa y despótica represión, sino como expediente de oportunidad para sacarle al despotismo, inevitable por el momento, lo que pudiera dar de sí, a la espera del otro momento en que la causa liberal volviese por todos sus fueros. La joven generación quería galopar al lado del potro, hasta que se amansara.
Pero la transacción, lejos de ser lo accesorio en el opúsculo de Alberdi, es parte fundamental del mismo, como que se enlaza con uno de los dos aspectos esenciales de su doctrina: el que se refiere a la necesidad de que el derecho positivo, relativo y mudable, contemple las exigencias de lugar y de tiempo. En ese criterio se basa todo el examen de la realidad nacional hecho por Alberdi en 1837.
Tomando las cosas desde el comienzo el autor del Fragmento dice: “cuando en mayo de 1810 dimos el primer paso de una sabia jurisprudencia política y aplicamos a la cuestión de nuestra vida política, la ley de las leyes: esta ley quiere ser aplicada con la misma decisión a nuestra vida civil, y a todos los elementos de nuestra sociedad, para completar una independencia fraccionaria hasta hoy”. (Alberdi Escritos jurídicos, I, p. 12 ed. J. V. González). Y agrega que los norteamericanos son “felices…por haber adoptado desde el principio instituciones propias a las circunstancias normales de su ser nacional. Al paso que nuestra historia constitucional no es más que una continua serie de imitaciones forzadas…La guerra y la desolación han debido ser las consecuencias de una semejante lucha contra el imperio del espacio y del tiempo” (Ibid, p. 18); “La inteligencia quiere también su Bolívar, su San Martín” (Ibid, p. 20); “tenemos ya una voluntad propia; nos falta una una inteligencia propia” (Ibid, p. 21); “una nueva era se abre, los pueblos de Sud América, modelada sobre la que hemos empezado nosotros, cuyo doble carácter es: la abdicación de lo exótico, por lo nacional; del plagio, por la espontaneidad; de lo extemporáneo, por lo oportuno; del entusiasmo, por la reflexión; y después, el triunfo de la mayoría popular sobre la minoría popular” (Ibid, p. 40).
Lo nacional, lo auténtico, lo espontáneo de que habla el autor del Fragmento preliminar no es, en resumidas cuentas, lo oportuno. Cuando creíamos que iba a delinear los rasgos particulares de una sociedad adulta, nos sale con que la particularidad que a ella le atribuye es la infancia “No tenemos historia, somos de ayer, nuestra sociedad en embrión… estamos bajo el dominio del instinto”(Ibid, p. 58). Más por lo menos reconoce el valor de la oportunidad en política. Y ello significa la superación del concepto unitario del transplante de las instituciones europeas al nuevo continente, tal y como aparecían en el viejo después de largos siglos de evolución. La polémica que en consecuencia lleva contra el partido derrotado es vigorosísima. Cuando la unidad filosófica, dice, acabe con la incoherencia general, escribiremos nuestro código, “expresión de la unidad social …Tal es lo que parecen no haber comprendido un instante aquellos que han pretendido someter nuestra constitución nacional a una forma unitaria. Y en este sentido nosotros acordamos preferentemente a los que han seguido la idea federativa un sentimiento más fuerte y más acertado de las condiciones de nuestra actualidad nacional” (Ibid, p. 58). Y en otro lugar: “Confesemos que la civilización de los que nos precedieron se había mostrado impolítica y estrecha: había adoptado el sarcasmo como un medio de conquista, sin reparar que la sátira es más terrible que el plomo, porque hiere hasta el alma y sin remedio. No debiera extrañarse que las masas incultas cobraran ojeriza contra una civilización de la que no habían merecido “sino un tratamiento cáustico y hostil“” (Ibid, p. 43). Y por último: “Pretender nivelar el progreso americano al progreso europeo, es desconocer la fecundidad de la naturaleza en el desarrollo de todas sus creaciones: es querer subir tres siglos sobre nosotros mismos” (Ibid).
El autor del Fragmento preliminar describe del siguiente modo la actualidad nacional: “los que piensan que la situación presente de nuestra patria es fenomenal, episódica, excepcional, no han reflexionado con madurez sobre lo que piensan. La historia de los pueblos se desarrolla con una lógica admirable. Hay, no obstante, posiciones casuales, que son siempre efímeras; pero tal no es la nuestra. Nuestra situación, a nuestro ver, es normal, dialéctica, lógica. Se veía venir, era inevitable, debía de llegar más o menos tarde, pues no era más que la consecuencia de premisas que habían sido establecidas de antemano. Si las consecuencias no han sido buenas, la culpa es de los que sentaron las premisas, Y el pueblo no tiene otro pecado que haber seguido el camino de la lógica. La culpa, hemos dicho, no el delito, porque la ignorancia no es delito. ¿En qué consiste esta situación? En el triunfo de la mayoría popular que algún día debía ejercer los derechos políticos de que había sido habilitada. Esta misma mayoría existe en todos los Estados de Sud América, cuya constitución normal tiene con la nuestra una fuerte semejanza que deben a la antigua política colonial que obedecieron juntos. El día que halle representantes, triunfará también, no hay que dudarlo, y ese triunfo será de un ulterior progreso democrático, por más que repugne a nuestras reliquias aristocráticas”. (Alberdi Escritos jurídicos, I, p. 39, ed. J.V. González)
…“Por lo demás, aquí no se trata de calificar nuestra situación actual; sería arrojarnos una prerrogativa de la historia. Es normal, y basta; es porque es, y porque puede no ser. Llegará tal vez un día en que no sea como es, y entonces sería tal vez tan natural como hoy. El Sr. Rosas, considerado filosóficamente, no es un déspota que duerme sobre bayonetas mercenarias. Es un representante que descansa sobre la buena fe, sobre el corazón del pueblo. Y por pueblo no entendemos aquí la clase pensadora, la clase propietaria únicamente, sino también la universalidad, la mayoría, la multitud, la plebe. Lo comprendemos como Aristóteles, como Montesquieu, como Rousseau, como Volney, como Moisés como Jesucristo. Así, si el despotismo pudiese tener lugar entre nosotros, no sería el despotismo de un hombre sino el despotismo de un pueblo: sería la libertad déspota de sí misma; sería la libertad esclava de la libertad. Pero nadie se esclaviza por designio, sino por error. En tal caso, ilustrar la libertad, moralizar la libertad, sería emancipar la libertad”. (Ibid, ps. 36-37).
En esa descripción, el maridaje del historiador y del iluminismo es perfecto. El hecho es dialectizado, pero no juzgado. Y al rehuir el juicio, Alberdi deja adivinar que, de formularlo, habría sido adverso. El sociólogo admite el hecho como exigencia del realismo postulado por la escuela histórica; mas el político idealista no deja de considerarlo un mal, aunque necesario, al encarar -en un prudente condicional- la hipótesis de su maldad, atribuyendo la culpa a quienes sentaron las premisas, es decir, a quienes pretendieron violentar la evolución del país.
El sesgo de esas consideraciones induciría a admitir la aludida escapatoria de Alberdi, que habla de los “sofismas” de su prefacio como de ardides de guerra. No así otros pasajes, que debemos transcribir para mostrar la importancia de la política transigente planteada y durante cierto tiempo ensayada por la nueva generación argentina:
“es…nuestra misión presente”, dice el autor del Fragmento preliminar, “el estudio y el desarrollo pacífico del espíritu americano, bajo la forma más adecuada y propia. Nosotros hemos debido suponer en la persona grande y poderosa que preside nuestros destinos públicos una fuerte intuición de estas verdades, a la vista de su profundo instinto antipático contra las teorías exóticas. Desnudo de las preocupaciones de una ciencia estrecha que no cultivó, es advertido desde luego, por su razón espontánea, de no sé qué de impotente, de ineficaz, de inconducente que existía en los medios de gobierno practicados precedentemente en nuestro país; que estos medios, importados y desnudos de toda originalidad, no podían tener aplicación en una sociedad cuyas condiciones normales de existencia diferían totalmente de aquellas a que debían su origen exótico; que, por tanto, un sistema propio nos era indispensable. Esta exigencia nos había sido ya advertida por eminentes publicistas extranjeros. Debieron estas consideraciones inducirle en nuevos ensayos, cuya apreciación es, sin disputa, una prerrogativa de la Historia, y de ningún modo nuestra, porque no han recibido todavía todo el desarrollo a que están destinados y que sería menester para hacer una justa apreciación. Entretanto podemos decir que esta concepción no es otra cosa que el sentimiento de la verdad profundamente histórica y filosófica, que el derecho se desarrolla bajo el influjo del tiempo y del espacio. Bien, pues; lo que el gran magistrado ha ensayado de practicar en la política es llamada la juventud a ensayar en el arte, en la filosofía, en la industria, en la sociabilidad; es decir, es llamada la juventud a investigar la ley y la forma nacional del desarrollo de estos elementos sociales”. (Alberdi: Escritos póstumos, I, ps. 25-26, ed. J. V. González).
Se advierte ahí la misma repugnancia a juzgar el hecho Rosas, y los elogios a éste son nada más que concesiones. Pero es sincero el reconocimiento de su originalidad. Y el carácter de esa originalidad encaja perfectamente en el sistema filosófico sustentado por el autor del Fragmento preliminar. No es difícil que el joven Alberdi se creyera capaz de realizar una política americana original, aunque de modales europeos, superando el ensayo de Rosas. Pero esa ilusión no alcanza a perturbar el juego de las grandes ideas del historicismo que permitían comprender la realidad argentina del momento, tal cual ella se presentaba. Véase cómo insiste Alberdi en sus conceptos:
“No más tutela doctrinaria que la inspección severa de nuestra Historia próxima. Hemos pedido… a la filosofía una explicación del vigor gigantesco del poder actual; la hemos podido encontrar en su carácter altamente representativo. Y en efecto, todo poder que no es la expresión de un pueblo, cae: el pueblo es siempre más fuerte que todos los poderes, y cuando sostiene uno es porque lo aprueba. La plenitud de un poder popular es un síntoma irrecusable de su legitimidad. “La legitimidad del gobierno está en ser -dice Lerminier-. Ni en la Historia ni en el pueblo cabe la hipocresía, y la popularidad es el signo más irrecusable de la legitimidad de los gobiernos””. (Alberdi: Escritos jurídicos, I, p.17).
Una cita de Napoleón en el mismo sentido es menos adecuada, puesto que al decir: “Todo gobierno que no ha sido impuesto por el extranjero es un gobierno nacional”, el usurpador del trono francés hablaba pro domo sua. Las necesidades de la argumentación han llevado al autor del Fragmento preliminar sin duda más lejos de donde se proponía llegar. Más adelante se verá cómo corrige el concepto de la legitimidad por el sólo hecho del origen popular del gobierno. Pero las anteriores consideraciones estaban destinadas a desvirtuar las habituales tergiversaciones de los emigrados sobre la legitimidad del poder establecido en la Confederación Argentina, tergiversaciones en las que basaban su política de guerra por todos los medios, que Alberdi juzgaba severamente:
“Nada…más estúpido y bestial que la doctrina del asesinato político…Derrocar los gobiernos”, dice, “es pretender mejorar el fruto de un árbol cortándole Dará nuevo fruto, pero siempre malo, porque habrá existido la misma savia; abonar la tierra y regar el árbol será el único medio de mejorar el fruto. ¿A qué conduciría una revolución de poder entre nosotros? ¿Dónde están las ideas nuevas que habría que realizar? Que se practiquen cien cambios materiales, las cosas no quedarán de otro modo que los que están, o no valdrá la mejoría la pena de ser buceada por una revolución. Porque las revoluciones materiales suprimen el tiempo, copan los años y quieren ver de un golpe lo que no puede ser desenvuelto sino al favor del tiempo. Toda revolución material quiere ser fecunda, y cuando no es la realización de una mudanza moral que la ha precedido, abunda en sangre y esterilidad en vez de vida y progreso. Pero la mudanza, la preparación de los espíritus, no se opera en un día. ¿Hemos examinado la situación de los nuestros? Una anarquía y ausencia de creencias filosóficas, literarias, morales, industriales, sociales los dividen. ¿Es peculiar de nosotros el achaque? En aparte; en el resto es común a toda la Europa, y resulta de la situación moral de la humanidad en el presente siglo. Nosotros vivimos en medio de dos revoluciones inacabadas. Una nacional y política que cuenta ventisiete años, otra humana y social que principia donde muere la Edad Media, y cuenta trescientos años. No se acabarán jamás, y todos los esfuerzos materiales no harán más que alejar su término si no acudimos al remedio verdadero: la creación de una fe común”. (Alberdi Escritos jurídicos, I, ps. 28-29. ed. J.V González).
Aquí aparece perfectamente expuesta la teoría del progreso pacífico difundida en Francia por los maestros del liberalismo europeo, y adoptada con calor por la nueva generación argentina. Hay en ella verdades válidas para todos los tiempos, pero que el mismo Alberdi desconocería pocos meses después, al emigrar a Montevideo y sumarse a la oposición a mano armada contra Rosas, incurriendo en errores admirablemente enrostrados a los unitarios en las páginas del Fragmento preliminar.
¿Cuál fue la razón de que un año y medio más tarde, emigrado Alberdi a Montevideo, trocara esos conceptos de evolución pacífica por los de la necesidad revolucionaria?
Por todo lo que se sabe a ciencia cierta no es presumible que el cierre del Salín Literario, ni la cesación de La Moda, ni la expatriación de los jóvenes liberales se debiera a un cambio en la conducta de Rosas frente a la política de aquéllos, tal y como la proclamaron en el Prospecto del Fragmento preliminar a principios de 1837 y la continuaron hasta entrado el año 1838. Ella era conveniente para el régimen establecido. Quien cambió fue la nueva generación. Y no porque el ambiente de la dictadura se hubiese hecho más irrespirable en el curso de esos diez y ocho, o veinte meses, que en los dos años anteriores a la concepción pública de la transigencia con Rosas, sino porque creyó hallar una ocasión para cambiar de táctica.
Alberdi lo confirma en Escritos póstumos. Pocos meses después de su llegada a Montevideo diría en artículo periodístico: “Emigrados espontáneamente, sin ofensas ni odios, sin motivos personales, nada más que por odio a la tiranía… nuestras palabras jamás tendrán por resorte motivo ninguno personal. Ni a la persona, ni a la administración del señor Rosas tenemos que dirigir quejas personales de injurias que jamás nos hicieron” (Alberdi, Escritos póstumos, XIII, p. 478), y en los citados apuntes autobiográficos, resumiendo su actitud frente a los conflictos internacionales de Rosas con Bolivia, Uruguay y Francia; diría años más tarde de: “La juventud dejó inmediatamente la revolución inteligente (es decir, la del progreso pacífico exaltado en el Fragmento preliminar), y se entregó a la revolución armada: dejó las ideas y tomó la acción: este camino le pareció preferible, por ser más corto. Diplomacia, concesiones, manejos parlamentarios, todo quedó a un lado con las letras: la juventud dió la cara y se proclamó en guerra abierta con la tiranía. Ella no olvidó que el país no contenía elementos suficientes de reacción; y que era indispensable para hacer girar la rueda de la revolución adoptar un eje extranjero. Bolivia podía servir a este fin a falta de otro poder mayor. El Estado Oriental, con mucha más razón que Bolivia; pero ninguno como la Francia. La juventud pues, se contrajo a establecer la cuestión francesa en provecho de la revolución”. (Alberdi Escritos póstumos, XV, ps. 435-437).
miércoles, 15 de enero de 2014
Sarmiento y el estrecho de Magallanes
Por el Dr. Julio R. Otaño
En 1841 un señor George Mebon, norteamericano de nacionalidad, solicita al gobierno chileno licencia para establecer en el Estrecho de Magallanes una empresa de vapores para remolcar a los veleros en el peligroso paso. El Gobierno Chileno lo rechazó en principio por dudar de la legitima soberania chilena sobre el Estrecho. Mebon encontro al hombre ideal para convencerlos era un exiliado argentino llamado Domingo Faustino Sarmiento, su talentosa pluma podía hacer mucho al respecto. En "El Progreso", fundado el 11 de noviembre de 1842 con abierto apoyo del presidente Manuel Bulnes. Allí escribió diez artículos virulentos, tendientes a demostrar que Chile estaba imperiosamente obligado a ocupar el Estrecho y que Argentina no tenía el menor derecho sobre la zona El 11 de enero de 1843 se le fue la mano: "Los argentinos residentes en Chile proscriptos de su patria, pierden desde hoy la nacionalidad... La Patria no es el lugar que nos ha visto nacer, sino a condición de ser el teatro en que se desenvuelve la existencia del hombre... Los que han consagrado sus vidas y sus vigilias al triunfo de la libertad en América, hallarán en Chile un teatro digno de sus esfuerzos, y el país se lo agradecerá siempre que con lealtad trabajen por el interés de Chile, por la libertad de Chile y por el progreso de Chile... Que no suene más el nombre de los argentinos en la prensa chilena; Ahora no hay más patria que Chile….. Hagámonos dignos de ser admitidos entre los individuos de la gran familia chilena..."
Fue el único argentino exiliado con tan bonitas ideas en la cabeza. Le salió al paso un compatriota también desterrado, pero con el corazón mejor puesto, Juan Bautista Alberdi, que en respuesta a la desaforada actitud sarmientina, escribió una de sus páginas más bellas: "HOY MAS QUE NUNCA EL QUE HA NACIDO EN EL HERMOSO PAÍS SITUADO ENTRE LA CORDILLERA DE LOS ANDES Y EL RIO DE LA PLATA TIENE EL DERECHO DE EXCLAMAR CON ORGULLO: SOY ARGENTINO. EL SUELO EXTRANGERO EN QUE RESIDO, NO COMO PROSCRIPTO, PUES HE SALIDO DE MI PATRIA SEGÚN SUS LEYES... EN EL LINDO PAÍS QUE ME HOSPEDA Y TANTOS GOCES BRINDA AL QUE ES DE AFUERA, SIN HACER AGRAVIO DE SU BANDERA BESO CON AMOR LOS COLORES ARGENTINOS Y ME SIENTO VANO AL VERLOS TAN UFANOS Y DIGNOS COMO NUNCA."
Sarmiento no descuidaba, su prédica y desde las páginas de "El Progreso" reclamaba el premio a su flamante nacionalidad: "No hemos trepidado en hacer de la colonización y de la navegación del Estrecho un asunto favorito de 'El Progreso'. En recompensa de nuestros esfuerzos nos prometemos ser diputados cuando menos, o alguna remota legislatura, por la rica, comercial y rendidora provincia de Magallanes, cuyos principios y población habremos favorecido tanto."
Lo cierto es que Sarmiento "convenció" al gobierno chileno...
Ocupado Rosas en otros asuntos, en 1843 parte la goleta Ancud bajo el mando del capitán de fragata Juan Williams. El 21 de setiembre echa anclas en Puerto Hambre, dentro del Estrecho, y funda una población bautizada Fuerte Bulnes en homenaje al presidente. La operación fue preparada con discreción. Lo cierto es que allí quedó la población, en tierra argentina. Como el lugar era poco propicio, en 1849 Fuerte Bulnes fue trasladado a orillas del río Carbón, y en el camino cambió de nombre, llamándose en adelante Punta Arenas. El sueño de Sarmiento se había cumplido, pero nunca fue legislador de la nueva provincia chilena. Llegó a ser, en cambio, presidente de la República Argentina...
Bibliografía:
De Paoli, Pedro “Sarmiento su gravitación en el desarrollo nacional”
Scenna, Miguel Angel “Relaciones Argentina-chilenas”.
En 1841 un señor George Mebon, norteamericano de nacionalidad, solicita al gobierno chileno licencia para establecer en el Estrecho de Magallanes una empresa de vapores para remolcar a los veleros en el peligroso paso. El Gobierno Chileno lo rechazó en principio por dudar de la legitima soberania chilena sobre el Estrecho. Mebon encontro al hombre ideal para convencerlos era un exiliado argentino llamado Domingo Faustino Sarmiento, su talentosa pluma podía hacer mucho al respecto. En "El Progreso", fundado el 11 de noviembre de 1842 con abierto apoyo del presidente Manuel Bulnes. Allí escribió diez artículos virulentos, tendientes a demostrar que Chile estaba imperiosamente obligado a ocupar el Estrecho y que Argentina no tenía el menor derecho sobre la zona El 11 de enero de 1843 se le fue la mano: "Los argentinos residentes en Chile proscriptos de su patria, pierden desde hoy la nacionalidad... La Patria no es el lugar que nos ha visto nacer, sino a condición de ser el teatro en que se desenvuelve la existencia del hombre... Los que han consagrado sus vidas y sus vigilias al triunfo de la libertad en América, hallarán en Chile un teatro digno de sus esfuerzos, y el país se lo agradecerá siempre que con lealtad trabajen por el interés de Chile, por la libertad de Chile y por el progreso de Chile... Que no suene más el nombre de los argentinos en la prensa chilena; Ahora no hay más patria que Chile….. Hagámonos dignos de ser admitidos entre los individuos de la gran familia chilena..."
Fue el único argentino exiliado con tan bonitas ideas en la cabeza. Le salió al paso un compatriota también desterrado, pero con el corazón mejor puesto, Juan Bautista Alberdi, que en respuesta a la desaforada actitud sarmientina, escribió una de sus páginas más bellas: "HOY MAS QUE NUNCA EL QUE HA NACIDO EN EL HERMOSO PAÍS SITUADO ENTRE LA CORDILLERA DE LOS ANDES Y EL RIO DE LA PLATA TIENE EL DERECHO DE EXCLAMAR CON ORGULLO: SOY ARGENTINO. EL SUELO EXTRANGERO EN QUE RESIDO, NO COMO PROSCRIPTO, PUES HE SALIDO DE MI PATRIA SEGÚN SUS LEYES... EN EL LINDO PAÍS QUE ME HOSPEDA Y TANTOS GOCES BRINDA AL QUE ES DE AFUERA, SIN HACER AGRAVIO DE SU BANDERA BESO CON AMOR LOS COLORES ARGENTINOS Y ME SIENTO VANO AL VERLOS TAN UFANOS Y DIGNOS COMO NUNCA."
Sarmiento no descuidaba, su prédica y desde las páginas de "El Progreso" reclamaba el premio a su flamante nacionalidad: "No hemos trepidado en hacer de la colonización y de la navegación del Estrecho un asunto favorito de 'El Progreso'. En recompensa de nuestros esfuerzos nos prometemos ser diputados cuando menos, o alguna remota legislatura, por la rica, comercial y rendidora provincia de Magallanes, cuyos principios y población habremos favorecido tanto."
Lo cierto es que Sarmiento "convenció" al gobierno chileno...
Ocupado Rosas en otros asuntos, en 1843 parte la goleta Ancud bajo el mando del capitán de fragata Juan Williams. El 21 de setiembre echa anclas en Puerto Hambre, dentro del Estrecho, y funda una población bautizada Fuerte Bulnes en homenaje al presidente. La operación fue preparada con discreción. Lo cierto es que allí quedó la población, en tierra argentina. Como el lugar era poco propicio, en 1849 Fuerte Bulnes fue trasladado a orillas del río Carbón, y en el camino cambió de nombre, llamándose en adelante Punta Arenas. El sueño de Sarmiento se había cumplido, pero nunca fue legislador de la nueva provincia chilena. Llegó a ser, en cambio, presidente de la República Argentina...
Bibliografía:
De Paoli, Pedro “Sarmiento su gravitación en el desarrollo nacional”
Scenna, Miguel Angel “Relaciones Argentina-chilenas”.
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